Ciencia de la experiencia de la conciencia
INTRODUCCIÓN
[PROPOSITO Y METODO DE ESTA OBRA]
ES NATURAL pensar que, en filosofía, antes de entrar en la cosa misma, es decir, en el conocimiento real de lo que es en verdad, sea necesario ponerse de acuerdo previamente sobre el conocimiento, considerado como el instrumento que sirve para apoderarse de lo absoluto o como el medio a través del cual es contemplado. Parece justificada esta preocupación, ya que, de una parte, puede haber diversas clases de conocimiento, una de las cuales se preste mejor que las otras para alcanzar dicho fin último, pudiendo, por tanto, elegirse mal entre ellas; y, de otra parte, porque siendo el conocimiento una capacidad de clase y alcance determinados, sin la determinación precisa de su naturaleza y sus límites captaríamos las nubes del error, en vez del cielo de la verdad. E incluso puede muy bien ocurrir que esta preocupación se trueque en el convencimiento de que todo el propósito de ganar para la conciencia por medio del conocimiento lo que es en sí sea en su concepto un contrasentido y de que entre el conocimiento y lo absoluto se alce una barrera que los separara sin más. En efecto, si el conocimiento es el instrumento para apoderarse de la esencia absoluta, inmediatamente se advierte que la aplicación de un instrumento a una cosa no deja a ésta tal y como ella es para sí, sino que la modela y altera. Y sí el conocimiento no es un instrumento de nuestra actividad, sino, en cierto modo, un médium pasivo a través del cual llega a nosotros la luz de la verdad, no recibiremos ésta tampoco tal y como es en sí, sino tal y como es a través de este médium y en él. En ambos casos empleamos un medio que produce de un modo inmediato lo contrario de su fin, o más bien el contrasentido consiste en recurrir en general a un medio. Podría parecer, ciertamente, que cabe obviar este inconveniente por el conocimiento del modo como el instrumento actúa, lo cual permitirá descontar del resultado la parte que al instrumento corresponde en la representación que por medio de él nos formamos de lo absoluto y obtener así lo verdadero puro. Pero, en realidad, esta corrección no haría más que situarnos de nuevo en el punto de que hemos partido. Si de una cosa modelada descontamos lo que el instrumento ha hecho con ella, la cosa para nosotros -aquí, lo absoluto- vuelve a ser exactamente lo que era antes de realizar este esfuerzo, el cual resultará, por tanto, baldío. Y sí el instrumento se limitara a acercar a nosotros lo absoluto como la vara con pegamento nos acerca el pájaro apresado, sin hacerlo cambiar en lo más mínimo, lo absoluto se burlaría de esta astucia, si es que ya en sí y para sí no estuviera y quisiera estar en nosotros; pues el conocimiento sería, en este caso, en efecto, una astucia, ya que con sus múltiples afanes aparentaría algo completamente diferente del simple producir la relación inmediata y, por tanto, carente de esfuerzo. O bien, si el examen del conocimiento que nos representamos como un médium nos enseña a conocer la ley de su refracción, de nada servirá que descontemos ésta del resultado, pues el conocimiento no es la refracción del rayo, sino el rayo mismo a través del cual llega a nosotros la verdad y, descontado esto, no se habría hecho otra cosa que indicarnos la dirección pura o el lugar vacío.
No obstante, sí el temor a equivocarse infunde desconfianza hacia la ciencia, la cual se entrega a su tarea sin semejantes reparos y conoce realmente, no se ve por qué no ha de sentirse, a la inversa, desconfianza hacía esta desconfianza y abrigar la preocupación de que este temor a errar sea ya el error mismo. En realidad, este temor presupone como verdad, apoyando en ello sus reparos y sus consecuencias, no sólo algo, sino incluso mucho que habría que empezar por examinar sí es verdad o no. Da por supuestas, en efecto, representaciones acerca del conocimiento como un instrumento y un médium, así como también una diferencia entre nosotros mismos y ese conocimiento; pero, sobre todo, presupone el que lo absoluto se halla de un lado y el conocimiento de otro, como algo para sí y que, separado de lo absoluto, es, sin embargo, algo real [reell]; presupone, por tanto, que el conocimiento, que, al ser fuera de lo absoluto es también , indudablemente, fuera de la verdad, es sin embargo verdadero, hipótesis con la que lo que se llama temor a errar se da a conocer más bien como temor a la verdad.
Esta consecuencia se desprende del hecho de que solamente lo absoluto es verdadero o solamente lo verdadero es absoluto. Se la puede refutar alegando la distinción de que un conocimiento puede ser verdadero aun no conociendo lo absoluto, como la ciencia pretende, y de que el conocimiento en general, aunque no sea capaz de aprehender lo absoluto, puede ser capaz de otra verdad. Pero, a la vista de esto, nos damos cuenta de que este hablar sin ton ni son conduce a una turbia distinción entre un verdadero absoluto y un otro verdadero, y de que lo absoluto, el conocimiento, etc., son palabras que presuponen un significado que hay que empezar por encontrar.
En vez de ocuparnos de tales inútiles representaciones y maneras de hablar acerca del conocimiento como un instrumento para posesionarios de lo absoluto o como un médium a través del cual contemplamos la verdad, etc. -relaciones a las que evidentemente conducen todas estas representaciones de un conocimiento separado de lo absoluto y de un absoluto separado del conocimiento-; en vez de ocupamos de los subterfugios que la incapacidad para la ciencia deriva de los supuestos de tales relaciones para librarse del esfuerzo de la ciencia, aparentando al mismo tiempo un esfuerzo serio y celoso; en vez de torturarnos en dar respuesta a todo esto, podríamos rechazar esas representaciones como contingentes y arbitrarias y considerar incluso como un fraude al empleo, con ello relacionado, de palabras como lo absoluto, el conocimiento, lo objetivo y lo subjetivo y otras innumerables, cuyo significado se presupone como generalmente conocido. En efecto, el pretextar, por una parte, que su significado es generalmente conocido y, por otra, que se posee su concepto mismo no parece proponerse otra cosa que soslayar lo fundamental, que consiste precisamente en ofrecer este concepto. Con mayor razón, por el contrario, cabría rehuir el esfuerzo de fijarse para nada en esta clase de representaciones y maneras de hablar por medio de las cuales se descartaría a la ciencia misma, ya que sólo constituyen una manifestación vacía del saber, que inmediatamente desaparece al entrar en acción la ciencia. Pero la ciencia, al aparecer, es ella misma una manifestación; su aparición no es aun la ciencia en su verdad, desarrollada y desplegada. Es indiferente, a este propósito, representarse que ella sea la manifestación porque aparece junto a otro saber o llamar a este otro saber no verdadero su manifestarse.
Pero la ciencia tiene que liberarse de esta apariencia, y sólo puede hacerlo volviéndose en contra de ella. En efecto, la ciencia no puede rechazar un saber no verdadero sin más que considerarlo como un punto de vista vulgar de las cosas y asegurando que ella es un conocimiento completamente distinto y que aquel saber no es para ella absolutamente nada, ni puede tampoco remitirse al barrunto de un saber mejor en él mismo. Mediante aquella aseveración, declararía que su fuerza se halla en su ser; pero también el saber carente de verdad se remite al hecho de que es y asevera que la ciencia no es nada para él, y una aseveración escueta vale exactamente tanto como la otra. Y aun menos puede la ciencia remitirse al barrunto mejor que se daría en el conocimiento no verdadero y que en él mismo señalaría hacía ella, pues, de una parte, al hacerlo así, seguiría remitiéndose a un ser y, de otra parte, se remitiría a sí misma como al modo en que es en el conocimiento no verdadero, es decir, en un modo malo de su ser y a su manifestación, y no a lo que ella es en y para sí. Por esta razón, debemos abordar aquí la exposición del saber tal y como se manifiesta.
Ahora bien, puesto que esta exposición versa solamente sobre el saber que se manifiesta, no parece ser por ella misma la ciencia libre, que se mueve bajo su figura peculiar, sino que puede considerarse, desde este punto de vista, como el camino de la conciencia natural que pugna por llegar al verdadero saber o como el camino del alma que recorre la serie de sus configuraciones como otras tantas estaciones de tránsito que su naturaleza le traza, depurándose así hasta elevarse al espíritu y llegando, a través de la experiencia completa de sí misma al conocimiento de lo que en sí misma es.
La conciencia natural se mostrará solamente como concepto del saber o saber no real. Pero, como se considera inmediatamente como el saber real, este camino tiene para ella un significado negativo y lo que es la realización del concepto vale para ella más bien como la perdida de sí misma, ya que por este camino pierde su verdad. Podemos ver en él, por tanto, el camino de la duda o, más propiamente, el camino de la desesperación; en él no nos encontramos, ciertamente, con lo que se suele entender por duda, con una vacilación con respecto a tal o cual supuesta verdad, seguida de la correspondiente eliminación de la duda y de un retorno a aquella verdad, de tal modo que a la postre la cosa es tomada como al principio. La duda es, aquí, más bien la penetración consciente en la no verdad del saber que se manifiesta, para el cual lo más real [reellste] de todo es lo que solamente es en verdad el concepto no realizado. Este escepticismo consumado no es tampoco, por tanto, lo que un severo celo por la verdad y la ciencia cree haber aprestado y pertrechado para ellas, a saber, el propósito de no rendirse, en la ciencia, a la autoridad de los pensamientos de otro, sino de examinarlo todo por sí mismo y ajustarse solamente a la propia convicción; o, mejor aun, producirlo todo por sí mismo y considerar como verdadero tan sólo lo que uno ha hecho. La serie de las configuraciones que la conciencia va recorriendo por este camino constituye, más bien, la historia desarrollada de la formación de la conciencia misma hacía la ciencia. Aquel propósito representa dicha formación bajo el modo simple del propósito, como inmediatamente formado y realizado; pero este camino es, frente a la no verdad, el desarrollo real. Ajustarse a la propia convicción es, ciertamente, más que rendirse a la autoridad; pero el trocar una opinión basada en la autoridad en una opinión basada en el propio convencimiento no quiere decir necesariamente que cambie su contenido y que el error deje el puesto a la verdad. El mantenerse dentro del sistema de las opiniones y los prejuicios siguiendo la autoridad de otros o por propia convicción sólo se distingue por la vanidad que la segunda manera entraña. En cambio, el escepticismo proyectado sobre toda la extensión de la conciencia tal como se manifiesta es lo único que pone al espíritu en condiciones de poder examinar lo que es verdad, en cuanto desespera de las llamadas representaciones, pensamientos y opiniones naturales, llámense propias o ajenas, pues esto le es indiferente, y que son las que siguen llenando y recargando la conciencia cuando ésta se dispone precisamente a realizar su examen, lo que la incapacita en realidad para lo que trata de emprender.
La totalidad de las formas de la conciencia no real [reales] se alcanzará a través de la necesidad del proceso y la cohesión mismas. Para que esto se comprenda, puede observarse de antemano, en general, que la exposición de la conciencia no verdadera en su no verdad no es un movimiento puramente negativo. Es éste un punto de vista unilateral que la conciencia natural tiene en general de sí misma; y el saber que convierte esta unilateralidad en su esencia constituye una de las figuras de la conciencia incompleta, que corresponde al transcurso del camino mismo y se presentará en él. Se trata, en efecto, del escepticismo que ve siempre en el resultado solamente la pura nada, haciendo abstracción de que esta nada determina la nada de aquello de lo que es resultado. Pero la nada, considerada como la nada de aquello de que proviene, sólo es, en realidad, el resultado verdadero; es, por esto, en ella misma, algo determinado y tiene un contenido. El escepticismo que culmina en la abstracción de la nada o del vacío no puede, partiendo de aquí, ir más adelante, sino que tiene que esperar hasta ver si se presenta algo nuevo, para arrojarlo al mismo abismo vacío. En cambio, cuando el resultado se aprehende como lo que en verdad es, como es negación determinada, ello hace surgir inmediatamente una nueva forma y en la negación se opera el tránsito que hace que el proceso se efectúe por sí mismo, a través de la serie completa de las figuras.
Pero la meta se halla tan necesariamente implícita en el saber como la serie que forma el proceso; se halla allí donde el saber no necesita ir más allí de sí, donde se encuentra a sí mismo y el concepto corresponde al objeto y el objeto al concepto. La progresión hacía esta meta es también, por tanto, incontenible y no puede encontrar satisfacción en ninguna estación anterior. Lo que se limita a una vida natural no puede por sí mismo ir más allá de su existencia inmediata, sino que es empujado más allá por un otro, y este ser arrancado de su sitio es su muerte. Pero la conciencia es para sí misma su concepto y, con ello, de un modo inmediato, el ir más allá de lo limitado y, consiguientemente, más allá de sí misma, puesto que lo limitado le pertenece; con lo singular, se pone en la conciencia, al mismo tiempo, el más allá, aunque sólo sea, como en la intuición espacial, al lado de lo limitado. Por tanto, la conciencia se ve impuesta por sí misma esta violencia que echa a perder en ella la satisfacción limitada. En el sentimiento de esta violencia puede ser que la angustia retroceda ante la verdad, tendiendo a conservar aquello cuya pérdida la amenaza. Y no encontrará quietud, a menos que quiera mantenerse en un estado de inercia carente de pensamiento, pero el pensamiento quebrantará la ausencia del pensar y la inquietud trastornará la inercia; y tampoco conseguirá nada aferrándose a una sensibilidad que asegure encontrarlo todo bueno en su especie, pues también esta seguridad se vera igualmente violentada por la razón, la cual no encuentra nada bueno, precisamente por tratarse de una especie. O el temor a la verdad puede recatarse ante sí y ante otros detrás de la apariencia de que es precisamente el ardoroso celo por la verdad misma lo que le hace tan difícil y hasta imposible encontrar otra verdad que no sea la de la vanidad de ser siempre más listo que cualesquiera pensamientos procedentes de uno mismo o de los demás; esta vanidad, que se las arregla para hacer vana toda verdad, replegarse sobre sí misma y nutrirse de su propio entendimiento, el cual disuelve siempre todos los pensamientos, para encontrar en vez de cualquier contenido exclusivamente el yo escueto, es una satisfacción que debe dejarse abandonada a sí misma, ya, que huye de lo universal y busca solamente el ser para sí.
Dicho lo anterior, con carácter previo y en general, acerca del modo y la necesidad del proceso, será conveniente que recordemos algo acerca del método del desarrollo. Esta exposición, presentada como el comportamiento de la ciencia hacia el saber tal como se manifiesta y como investigación y examen de la realidad del conocimiento, no parece que pueda llevarse a cabo sin arrancar de algún supuesto que sirva de base como pauta. En efecto, el examen consiste en la aplicación de una pauta aceptada y la decisión acerca de sí estamos ante algo acertado o no consiste en que lo que se examina se ajuste o no a la pauta aplicada; y la pauta en general, y lo mismo la ciencia, sí ella es la pauta, se considera aquí como la esencia o el en sí. Pero, en este momento, cuando la ciencia aparece apenas, ni ella misma ni lo que ella sea puede justificarse como la esencia o el en sí, sin lo cual no parece que pueda llevarse a cabo examen alguno.
Esta contradicción y su eliminación resultarán de un modo más determinado sí recordamos antes las determinaciones abstractas del saber y de la verdad, tal y como se dan en la conciencia. Ésta, en efecto, distingue de sí misma algo con lo que, al mismo tiempo, se relaciona; o, como suele expresarse, es algo para ella misma; y el lado determinado de esta relación o del ser de algo para una conciencia es el saber. Pero, de este ser para otro distinguimos el ser en sí; lo referido al saber es también algo distinto de él y se pone, como lo que es, también fuera de esta relación; el lado de este en sí se llama verdad. Aquí, no nos interesa saber, fuera de lo dicho, lo que sean propiamente estas determinaciones, pues, siendo nuestro objeto el saber tal como se manifiesta, por el momento tomaremos sus determinaciones a la manera como inmediatamente se ofrecen, y no cabe duda de que se ofrecen del modo como las hemos captado.
Si ahora investigamos la verdad del saber, parece que investigamos lo que éste es en sí. Sin embargo, en esta investigación el saber es nuestro objeto, es para nosotros; y el en sí de lo que resultara sería más bien su ser para nosotros; lo que afirmaríamos como su esencia no sería su verdad, sino más bien solamente nuestro saber acerca de él. La esencia o la pauta estaría en nosotros, y lo que por medio de ella se midiera y acerca de lo cual hubiera de recaer por esta comparación, una decisión, no tendría por qué reconocer necesariamente esa pauta.
Pero la naturaleza del objeto que investigamos rebasa esta separación o esta apariencia de separación y de presuposición. La conciencia nos da en ella misma su propia pauta, razón por la cual la investigación consiste en comparar la conciencia consigo misma, ya que la distinción que se acaba de establecer recae en ella. Hay en ella un para otro, o bien tiene en ella, en general, la determinabilidad del momento del saber; y, al mismo tiempo, este otro no es solamente para ella, sino que es también fuera de esta relación, es en sí: el momento de la verdad. Así, pues, en lo que la conciencia declara dentro de sí como el en sí o lo verdadero tenemos la pauta que ella misma establece para medir por ella su saber. Pues bien, sí llamamos al saber el concepto y a la esencia o a lo verdadero lo que es o el objeto, el examen consistirá en ver sí el concepto corresponde al objeto. En cambio, sí llamamos concepto a la esencia o al en sí del objeto y entendemos por objeto, por el contrario, lo que él es como objeto, es decir, lo que es para otro, el examen, entonces, consistirá en ver sí el objeto corresponde a su concepto. No es difícil ver que ambas cosas son lo mismo; pero lo esencial consiste en no perder de vista en toda la investigación el que los dos momentos, el concepto y el objeto, el ser para otro y el ser en sí mismo, caen de por sí dentro del saber que investigamos, razón por la cual no necesitamos aportar pauta alguna ni aplicar en la investigación nuestros pensamientos e ideas personales, pues será prescindiendo de ellos precisamente como lograremos considerar la cosa tal y como es en y para sí misma.
Pero nuestra intervención no resulta superflua solamente en el sentido de que el concepto y el objeto, la pauta y aquello a que ha de aplicarse, están presentes en la conciencia misma, sino que nos vemos también relevados del esfuerzo de la comparación entre ambos y del examen en sentido estricto, de tal modo que, al examinarse a sí misma la conciencia, lo único que nos queda también aquí es limitarnos a ver. En efecto, la conciencia es, de una parte, conciencia del objeto y, de otra, conciencia de sí misma; conciencia de lo que es para ella lo verdadero y conciencia de su saber de ello. Y en cuanto que ambas son para ella misma, ella misma es su comparación; es para ella misma si su saber del objeto corresponde o no a éste. Es cierto que el objeto parece como sí fuera para la conciencia solamente tal y como ella lo sabe, que ella no puede, por así decirlo, mirar por atrás para ver cómo es, no para ella, sino en sí, por lo cual no puede examinar su saber en el objeto mismo. Pero precisamente por ello, porque la conciencia sabe en general de un objeto, se da ya la diferencia de que para ella algo sea el en sí y otro momento, en cambio, el saber o el ser del objeto para la conciencia. Y sobre esta distinción, tal y como se presenta, se basa el examen. Si en esta comparación, encontramos que los dos términos no se corresponden, parece como si la conciencia se viese obligada a cambiar su saber, para ponerlo en consonancia con el objeto mismo, ya que el saber presente era, esencialmente, un saber del objeto; con el saber, también el objeto pasa a ser otro, pues el objeto pertenecía esencialmente a este saber. Y así, la conciencia se encuentra con que lo que antes era para ella el en sí no es en sí o que solamente era en sí para ella. .Así, pues, cuando la conciencia encuentra en su objeto que su saber no corresponde a éste, tampoco el objeto mismo puede sostenerse; o bien la pauta del examen cambia cuando en éste ya no se mantiene lo que se trataba de medir por ella; y el examen no es solamente un examen del saber, sino también de la pauta de éste.
Este movimiento dialéctico que la conciencia lleva a cabo en si misma, tanto en su saber como en su objeto, en cuanto brota ante ella el nuevo objeto verdadero, es propiamente lo que se llamará experiencia. En esta relación, hay que hacer resaltar con mayor precisión en el proceso más arriba señalado un momento por medio del cual se derramará nueva luz sobre el lado científico de la exposición que ha de seguir. La conciencia sabe algo, y este objeto es la esencia o el en sí; pero éste es también el en sí para la conciencia, con lo que aparece la ambigüedad de este algo verdadero. Vemos que la conciencia tiene ahora dos objetos: uno es el primer en sí, otro el ser para ella de este en sí. El segundo sólo parece ser, por el momento, la reflexión de la conciencia en sí misma, una representación no de un objeto, sino sólo de su saber de aquel primero. Pero, como más arriba hemos puesto de relieve, el primer objeto cambia, deja de ser el en sí para convertirse en la conciencia en un objeto que es en sí solamente para ella, lo que quiere decir, a su vez, que lo verdadero es el ser para ella de este en sí y, por tanto, que esto es la esencia o su objeto. Este nuevo objeto contiene la anulación del primero, es la experiencia hecha sobre él.
En esta exposición del curso de la experiencia hay un momento por el que ésta no parece coincidir con lo que se suele entender por experiencia. En efecto, la transición del primer objeto y del saber de éste al otro objeto, aquel sobre el que se dice que se ha hecho la experiencia, se entiende de tal modo que el saber del primer objeto o el ser para la conciencia del primer en sí debe llegar a ser el segundo objeto. Pues bien, ordinariamente parece, por el contrario, como sí la experiencia de la no verdad de nuestro primer concepto se hiciese en otro objeto con el que nos encontramos de un modo contingente y puramente externo, de tal manera que, en general, se dé en nosotros solamente la pura aprehensión de lo que es en y para sí. Pero, en aquel punto de vista señalado, el nuevo objeto se revela como algo que ha llegado a ser por medio de una inversión de la conciencia misma. Este modo de considerar la cosa lo añadimos nosotros y gracias a él se eleva la serie de las experiencias de la conciencia a proceso científico, aunque este modo de considerar no es para la conciencia a que nos referimos. Nos encontramos aquí, en realidad, con la misma circunstancia de que más arriba hablábamos, al referirnos a la relación de esta exposición con el escepticismo, o sea la de que todo resultado que se desprende de un saber no verdadero no debe confluir en una nada vacía, sino que debe ser aprehendido necesariamente como la nada de aquello cuyo resultado es, resultado que contendrá, así, lo que el saber anterior encierra de verdadero. Lo cual se presenta aquí del modo siguiente: cuando lo que primeramente aparecía como el objeto desciende en la conciencia a un saber de él y cuando el en sí deviene un ser del en sí para la conciencia, tenemos el nuevo objeto por medio del que surge también una nueva figura de la conciencia, para la cual la esencia es ahora algo distinto de lo que era antes. Es esta circunstancia la que guía en su necesidad a toda la serie de las figuras de la conciencia. Y es sólo esta necesidad misma o el nacimiento del nuevo objeto que se ofrece a la conciencia sin que ésta sepa cómo ocurre ello, lo que para nosotros sucede, por así decirlo, a sus espaldas. Se produce, así en su movimiento, un momento del ser en sí o ser para nosotros, momento que no está presente para la conciencia que se halla por sí misma inmersa en la experiencia; pero el contenido de lo que nace ante nosotros es para ella, y nosotros sólo captamos el lado formal de este contenido o su puro nacimiento; para ella, esto que nace es solamente en cuanto objeto, mientras que para nosotros es, al mismo tiempo, en cuanto movimiento y en cuanto devenir.
Esta necesidad hace que este camino hacia la ciencia sea ya él mismo ciencia y sea, por ello, en cuanto a su contenido, la ciencia de la experiencia de la conciencia.
La experiencia que la conciencia hace sobre sí no puede comprender dentro de sí, según su mismo concepto, nada menos que el sistema total de la conciencia o la totalidad del reino de la verdad del espíritu; de tal modo que los momentos de la verdad se presenten bajo la peculiar determinabilidad de que no son momentos abstractos, puros, sino tal y como son para la conciencia o como esta conciencia misma aparece en su relación con ellos, a través de lo cual los momentos del todo son figuras de la conciencia. Impulsándose a sí misma hacia su existencia verdadera, a conciencia llegará entonces a un punto en que se despojará de su apariencia de llevar en ello algo extraño que es solamente para ella y es como un otro y alcanzará, por consiguiente, el punto en que la manifestación se hace igual a la esencia y en el que, consiguientemente, su exposición coincide precisamente con este punto de la auténtica ciencia del espíritu y, por último, al captar por sí misma esta esencia suya, la conciencia indicará la naturaleza del saber absoluto mismo.
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