b. La ley del corazón y el desvario de la infatuación
Lo que en verdad es la necesidad en la autoconciencia es lo que ella es para su nueva figura, en la que es ella misma como lo necesario; sabe que tiene inmediatamente en sí lo universal o la ley, la cual, en virtud de esta determinación según la cual es de modo inmediato en el ser para sí de la conciencia, se llama la ley del corazón. Esta figura, al igual que la anterior, es para sí, como singularidad, esencia; pero es más rica por la determinación según la cual este ser para sí vale para ella como necesario o universal.
Así, pues, la ley que es de modo inmediato lo propio de la autoconciencia o un corazón, pero que tiene en él una ley, es el fin que esta autoconciencia tiende a realizar. Y hay que ver si su realización corresponderá a este concepto y si la autoconciencia experimentará en ella esta ley suya como la esencia.
[1. La ley del corazón y la ley de la realidad]
A este corazón se enfrenta una realidad; pues en el corazón la ley comienza siendo solamente para sí, aun no se ha realizado y es, por tanto, al mismo tiempo, algo otro que el concepto. Y este otro se determina así como una realidad que es lo contrapuesto a lo que ha de realizarse y, con ello, la contradicción de la ley y de la singularidad. Es, por tanto, de una parte, una ley que oprime a la individualidad singular, un orden del mundo violento que contradice a la ley del corazón, y, de otra parte, una humanidad que padece bajo ese orden y que no sigue la ley del corazón, sino que se somete a una necesidad extraña. Esta realidad, que se manifiesta frente a la figura actual de la conciencia, no es, como claramente se ve, otra cosa que la anterior relación desdoblada de la individualidad y de su verdad, la relación de una cruel necesidad opresora de la individualidad. Por eso, para nosotros, el movimiento anterior se enfrenta a la nueva figura, porque, habiendo brotado ésta en sí de él, el momento de que proviene es, por tanto, necesario para ella; pero ante ella este momento se manifiesta como algo previamente encontrado, ya que ella no tiene ninguna conciencia de su origen y la esencia ante ella es más bien el ser para sí misma o el ser negativo con respecto a este en sí positivo.
Esta individualidad tiende, pues, a superar esta necesidad que contradice a la ley del corazón, al igual que el padecer provocado por ella. Esto hace que la individualidad no sea ya la frivolidad de la figura anterior, que sólo apetecía el placer singular, sino la seriedad de un fin elevado, que busca su placer en la presentación de su propia esencia excelente y en el logro del bien de la humanidad. Lo que ella realiza es la ley misma y su placer es, por tanto, al mismo tiempo, el placer universal de todos los corazones. Ambas cosas son inseparables para ella; su placer lo ajustado a la ley, y la realización de la ley de la humanidad universal la preparación de su placer singular. En efecto, dentro de ella misma son una unidad, de modo inmediato, la individualidad y lo necesario; la ley es ley del corazón. La individualidad aun no se ha desplazado de su sitio, y la unidad de ambos no se ha realizado aun a través del movimiento mediador entre ellos, no es todavía el producto de la disciplina. La realización de la esencia inmediata no disciplinada vale como la presentación de su excelencia y como el logro del bien de la humanidad.
Por el contrario, la ley que se opone a la ley del corazón se halla separada del corazón y es una ley libre para sí. La humanidad que le pertenece no vive en la venturosa unidad de la ley con el corazón, sino en un estado cruel de escisión y sufrimiento o, por lo menos, de privación del goce de sí misma en el acatamiento de la ley y de falta de conciencia de la propia excelencia en su transgresión. Por hallarse aquel orden coercitivo divino y humano escindido del corazón, es para éste una apariencia llamada a perder lo que todavía conserva asociado a él: el poder y la realidad. Puede, en cuanto a su contenido, coincidir tal vez, de un modo contingente, con la ley del corazón, en cuyo caso ésta pueda tolerarlo; pero lo esencial, para él, no es el puro ajustarse a la ley como tal, sino el hecho de que el corazón encuentre en ella la conciencia de sí mismo, que él se satisfaga en ella. Allí donde el contenido de la necesidad universal no coincida con el corazón, tampoco en cuanto a su contenido será nada en sí y deberá ceder a la ley del corazón.
[2. La introducción del corazón en la realidad]
El individuo cumple, pues, la ley de su corazón; ésta deviene orden universal, y el placer se convierte en una realidad en y para sí conforme a ley. Pero, en esta realización, la ley ha huido, de hecho, del corazón; se ha convertido de modo inmediato simplemente en la relación que debía ser superada. La ley del corazón deja de ser ley del corazón precisamente al realizarse. En efecto, cobra en esta realización la forma del ser y es ahora una potencia universal para la que este corazón es indiferente, por donde el individuo, por el hecho de establecer su propio orden, deja de encontrarlo como el orden suyo. Por tanto, con la realización de su ley no hace surgir su ley, sino que, en tanto que la realización es en sí la suya y es, no obstante, para él una realización extraña, lo que hace es enredarse en el orden real, en un orden que es para él, además, una potencia superior no sólo extraña, sino incluso hostil. Con su obrar, el individuo se pone en o, mejor dicho, como el elemento universal de la realidad que es, y sus actos deben ellos mismos, con arreglo a su sentido, tener el valor de un orden universal. Pero, con ello, el individuo queda libre de sí mismo, se desarrolla para sí como universalidad y se depura de la singularidad; el individuo que sólo quiere reconocer la universalidad bajo la forma de su inmediato ser para sí no se reconoce, por tanto, en esta libre universalidad, a la vez que, sin embargo, pertenece a ella, pues es su obrar. Este obrar tiene, por tanto, la significación inversa de contradecir al orden universal, pues sus actos deben ser actos de su propio corazón singular, y no una realidad universal libre; y, al mismo tiempo, el individuo ha reconocido, de hecho, esta realidad universal, ya que el obrar tiene el sentido de poner su esencia como realidad libre, es decir, de reconocer la realidad como su propia esencia.
Mediante el concepto de su obrar, el individuo ha determinado más de cerca el modo como se vuelve contra él la universalidad real a la que se ha entregado. Sus actos pertenecen como realidad a lo universal; pero el contenido de ellos es la propia individualidad, que pretende mantenerse como este singular contrapuesto a lo universal. No se trata, aquí, de establecer una ley determinada cualquiera, sino que es la unidad inmediata del corazón singular con la universalidad lo que debe elevarse a ley y el pensamiento que debe tener validez: en lo que es ley tiene que reconocerse a sí mismo todo corazón. Pero, solamente el corazón de este individuo ha puesto su realidad en sus actos, que expresan para él su ser para sí o su placer. Estos actos deben valer de un modo inmediato como lo universal; es decir, son en verdad algo particular, que reviste solamente la forma de la universalidad: su contenido particular debe, como tal, valer en tanto que universal. De ahí que los demás no encuentren plasmada en este contenido la ley de su corazón, sino más bien la de otro; y precisamente con arreglo a la ley universal según la cual todos deben encontrar su corazón en lo que es ley, se vuelven contra la realidad que este individuo propone lo mismo que se volvían contra la suya propia. Y así como, primeramente, el individuo abominaba solamente de la ley rígida, ahora encuentra contrarios a sus excelentes intenciones los corazones mismos de los hombres, y abomina de ellos.
En cuanto que esta conciencia sólo conoce la universalidad como inmediata y la necesidad como necesidad del corazón, desconoce la naturaleza de la realización y de la eficiencia, desconoce que la realización, como lo que es, es en su verdad más bien lo universal en sí, en lo que desaparece la singularidad de la conciencia que se confía a ella para ser esta singularidad inmediata; por tanto, en vez de este su ser alcanza en el ser la enajenación de sí misma. Pero, aquello en que no se reconoce no es ya la necesidad muerta, sino la necesidad como animada por la individualidad universal. Tomaba este orden divino y humano que encontraba vigente por una realidad muerta en la cual, no sólo ella misma, que se fija como este corazón que es para sí y contrapuesto a lo universal, sino tampoco los otros, pertenecientes a este orden, tendrían la conciencia de ellos mismos; por el contrario, encuentra a este orden animado por la conciencia de todos y como ley de todos los corazones. Hace la experiencia de que la realidad es un orden animado, y lo experimenta precisamente en el obrar, precisamente por el hecho de que realiza la ley de su corazón; en efecto, esto no significa sino que la individualidad se convierte ella misma en objeto como universal, pero un objeto en el que no se reconoce.
[3. La rebelión de la individualidad, o el desvarío de la infatuación]
Por tanto, lo que para esta figura de la autoconciencia brota de su experiencia como lo verdadero contradice a lo que ella es para sí. Ahora bien, lo que ella es para sí tiene ello mismo, para esta figura, la forma de la universalidad absoluta, y es la ley del corazón que esto forme una unidad inmediata con la autoconciencia. Al mismo tiempo, el orden subsistente y vivo es, asimismo, su propia esencia y su propia obra, no hace surgir nada fuera de este orden; y forma igualmente una unidad inmediata con la autoconciencia. Esta pertenece, así, a una esencialidad duplicada y contrapuesta, contradictoria en sí misma y estremecida en lo más intimo. La ley de este corazón es solamente aquella en que la autoconciencia se reconoce a sí misma. Pero el orden universal vigente ha devenido también, mediante la realización de aquella ley, su propia esencia y su propia realidad; por tanto, lo que en su conciencia se contradice es en ambos casos, para ella, bajo la forma de la esencia y de su propia realidad.
Por cuanto que la conciencia de sí expresa este momento de su decadencia consciente y en él el resultado de su experiencia, se muestra como esta inversión interior de sí misma, como la demencialidad de la conciencia, para la que su esencia es de un modo inmediato no-esencia y su realidad de un modo inmediato no realidad. La demencialidad no puede considerarse como si, en general, algo carente de esencia se tuviese por esencial y algo no real por real, de tal modo que lo que para uno es esencial o real no lo fuese para otro y que la conciencia de la realidad y de la no realidad o de la esencialidad y la no esencialidad se bifurcasen. Cuando algo es, de hecho y en general, real y esencial para la conciencia, pero no lo es para mi, tengo al mismo tiempo en la conciencia su nulidad, puesto que yo soy conciencia en general, la conciencia de su realidad -y en cuanto que ambas cosas se hallan fijadas, esto forma una unidad, que es el desvarío en general. Pero en esto solamente un objeto es demencial para la conciencia, y no la conciencia como tal, en y para sí misma. Pero, en el resultado de la experiencia a que aquí se ha llegado, la conciencia, en su ley, se ha hecho consciente a sí misma como de esto real; y, al mismo tiempo, por cuanto que esta misma esencialidad, esta misma realidad se le ha enajenado, se ha hecho consciente, como autoconciencia, como realidad absoluta, de su no realidad, o ambos lados valen para ella, con arreglo a su contradicción de un modo inmediato, como su esencia, que es, por tanto, demencial en lo más íntimo.
Las palpitaciones del corazón por el bien de la humanidad se truecan, así, en la furia de la infatuación demencial, en el furor de la conciencia de mantenerse contra su destrucción, y ello es así porque arroja fuera de sí la inversión que la conciencia misma es y se esfuerza en ver en ella un otro y en enunciarla como tal. Enuncia, por tanto, el orden universal como una inversión de la ley del corazón y de su dicha, manejada por sacerdotes fanáticos y orgiásticos déspotas y sus servidores, quienes, humillando y oprimiendo, tratan de resarcirse de su propia humillación, y como sí ellos hubiesen inventado esta inversión, esgrimiéndola para la desventura sin nombre de la humanidad defraudada. Llevada de este desvarío demencial, la conciencia proclama la individualidad como lo determinante de esta inversión y esta demencia, pero una individualidad ajena y fortuita. Pero es el mismo corazón o la singularidad de la conciencia qua pretende ser inmediatamente universal el causante de esta inversión y esta locura, y sus actos sólo consiguen que esta contradicción llegue a su conciencia. En efecto, la ley del corazón es para él lo verdadero, algo meramente supuesto, que no ha afrontado, como el orden vigente, la luz del día, sino que, lejos de ello, se derrumba al mostrarse ante ésta. Esta ley suya debía tener realidad; en ello, es fin y esencia para él la ley como realidad, como orden vigente; pero, de un modo inmediato, la realidad, precisamente la ley como orden vigente, es para él más bien la nulidad. Y lo mismo, su propia realidad, el corazón mismo como singularidad de la conciencia, es él mismo la esencia; pero, el fin que persigue es poner su realidad como lo que es; por consiguiente, lo que para él es inmediatamente esencia es más bien su sí mismo como no-singular, o lo que es para él el fin, como ley, y precisamente en ello como una universalidad, que él pueda ser para su conciencia misma. Este concepto suyo se convierte, mediante su obrar, en un objeto; por tanto, experimenta su sí mismo más bien como lo no-real y la no-realidad como su realidad. No se trata, pues, de una individualidad contingente y extraña, sino que, en sí, en todos los respectos es precisamente este corazón lo invertido y lo que invierte.
Pero, si la individualidad inmediatamente universal es lo invertido y lo que invierte, este orden universal, que es la ley de todos los corazones, es decir, de lo invertido, es en sí mismo y en igual grado lo invertido, como la furiosa demencialidad lo proclamaba. Este orden universal muestra ser la ley de todos los corazones, de una parte, en la resistencia que la ley de un corazón encuentra en los otros singulares. Las leyes subsistentes son defendidas contra la ley de un individuo, porque no son una necesidad carente de conciencia, vacía y muerta, sino universalidad y sustancia espirituales, en las que viven como individuos y son conscientes de ellos mismos aquellos en quienes esas leyes tienen su realidad; de tal modo que, aunque se quejen de este orden como si fuese en contra de la ley interior y aunque mantengan en contra de él las suposiciones del corazón, se atienen de hecho a él como a su esencia, y lo pierden todo cuando este orden se les arrebata o si ellos mismos se colocan fuera de él. Y siendo precisamente en esto en lo que consisten la realidad y el poder del orden público, éste se manifiesta, por tanto, como la esencia igual a sí misma y universalmente animada, y la individualidad como la forma de él. Pero este orden es, de otra parte, lo invertido.
En efecto, por ser este orden la ley de todos los corazones y por ser todos los individuos, de modo inmediato, este universal, es dicho orden una realidad que sólo es la realidad de la individualidad que es para sí misma o del corazón. La conciencia que establece la ley de su corazón experimenta, por tanto, resistencia por parte de otros, porque esa ley contradice a las leyes también singulares de sus corazones; y éstos, en su resistencia, no hacen otra cosa que establecer y hacer válida su propia ley. La universal que está presente sólo es, por tanto, una resistencia universal y una lucha de todos contra todos, en la que cada cual trata de hacer valer su propia singularidad, pero sin lograrlo, al mismo tiempo, porque experimenta la misma resistencia y porque su singularidad es disuelta por las otras, y a la inversa. Así, pues, lo que parece ser el orden público no es sino este estado de hostilidad universal, en el que cada cual arranca para sí lo que puede, ejerce la justicia sobre la singularidad de los otros y afianza la suya propia, la que, a su vez, desaparece por la acción de las demás. Este orden es el curso del mundo, la apariencia de una marcha permanente, que sólo es una universalidad supuesta y cuyo contenido es más bien el juego carente de esencia del afianzamiento de las singularidades y su disolución.
Si consideramos estos dos lados del orden universal en su mutua relación, vemos que la última universalidad tiene por contenido la individualidad inquieta, para la que la suposición o la singularidad es ley, lo real no-real y lo no-real real. Pero es también, al mismo tiempo, el lado de la realidad del orden, pues es el lado al que pertenece el ser para sí de la individualidad. El otro lado es lo universal como esencia quieta, pero precisamente por ello sólo como un interior, del que no puede decirse que no sea nada, pero que no es, sin embargo, ninguna realidad y que sólo puede llegar a ser, a su vez, real mediante la superación de la individualidad que se ha arrogado la realidad. Esta figura de la conciencia, consistente en llegar a ser en la ley, en lo verdadero y bueno en sí, no como la singularidad, sino solamente como esencia, y el saber la individualidad como lo invertido y lo que invierte, debiendo, por tanto, sacrificar la singularidad de la conciencia, es la virtud.
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