miércoles, 7 de mayo de 2008

Observación de la Naturaleza

a. Observación de la naturaleza

Si la conciencia carente de pensamiento enuncia la observación y la experiencia como la fuente de la verdad, sus palabras podrían muy bien interpretarse como si se tratara exclusivamente del gusto, el olfato, el tacto, el oído y la vista; llevada del celo con que recomienda el gusto, el olfato, etc., se olvida de decir que, en realidad, el objeto de esta sensación ha sido ya también esencialmente determinado por ella y que, para ella, esta determinación vale, por lo menos, tanto como aquella sensación. Y la conciencia observante tendrá que admitir, al mismo tiempo, que para ella no se trata, en general, solamente de percepciones y que, por ejemplo, no puede hacer valer como una observación la percepción de que este cortaplumas se halla al lado de esta tabaquera. Lo percibido deberá tener, por lo menos, la significación de algo universal, y no la de un esto sensible.

Este universal sólo es, primeramente, lo que permanece igual a sí mismo; su movimiento es solamente el uniforme retorno del mismo acto. La conciencia, en tanto que sólo encuentra en el objeto la universalidad o lo mío abstracto, tiene que asumir en ella misma el movimiento peculiar del objeto y, como ella no es todavía el entendimiento de éste, tiene que ser, por lo menos, su memoria, que exprese de modo universal lo que en la realidad se da solamente de modo singular. Este destacarse superficial desde la singularidad y la forma igualmente superficial de la universalidad, en lo que lo sensible sólo es acogido, pero sin llegar a ser en sí mismo universal, la descripción de las cosas, no lleva aun el movimiento en el objeto mismo, sino que este movimiento se halla más bien solamente en la descripción. Por tanto, el objeto, tal y como es descrito, ha perdido el interés; si se describe uno, habrá que abordar y buscar constantemente otro, para que la descripción no se acabe. Y si no se encuentran fácilmente cosas nuevas enteras, habrá que volver sobre las ya encontradas, para seguirlas dividiendo, desmontando y rastrear todavía en ellas nuevas facetas de la coseidad. A este instinto inquieto e insaciable no puede faltarle nunca el material; el descubrir un nuevo género bien caracterizado o incluso un nuevo planeta que, aun siendo un individuo, presente la naturaleza de un universal, es algo que sólo puede suceder a los afortunados. Pero el límite de lo que caracteriza a algo como elefante, roble u oro, de lo que es género y especie, recorre muchos grados en la infinita especificación del caótico reino animal o vegetal, de las clases de montañas o de las clases de metales, de tierras, etc., que sólo pueden representarse por la fuerza y por el arte. En este reino de la indeterminabilidad de lo universal, en el que la especificación se acerca de nuevo a la singularización para descender, aquí y allá, hasta ella, hay una reserva inagotable para la observación y la descripción. Pero aquí, donde se abre ante ella un campo inabarcable, la descripción, en los límites de lo universal, sólo puede haber encontrado, en vez de una riqueza inconmensurable, los límites de la naturaleza y de su propia acción; la descripción, aquí, ya no puede saber si lo que parece ser en sí no es más bien algo contingente; lo que ostenta el sello de una formación confusa o rudimentaria, débil y apenas desarrollada de la indeterminabilidad elemental, no puede ni siquiera pretender ser descrito.

Aunque este buscar y este describir sólo parezcan ocuparse de las cosas, vemos en realidad que no se desarrollan siguiendo el curso de la percepción sensible, sino que aquello que hace a las cosas ser conocidas es más importante para la descripción que el campo restante de las propiedades sensibles, de las que la cosa misma, ciertamente, no puede prescindir, pero sin las que puede pasar la conciencia. Mediante esta diferencia entre lo esencial y lo inesencial se eleva el concepto desde la dispersión sensible, y el conocimiento explica así que para él se trata tan esencialmente, por lo menos, de sí mismo como de las cosas. Esta doble esencialidad hace que el conocimiento vacile sin saber si lo que es para el conocimiento lo esencial y necesario lo es también en las cosas. De una parte, las características sólo deben servir al conocimiento, para que éste distinga unas cosas de otras; pero, por otra parte, no se debe conocer lo inesencial de las cosas, sino aquello por lo que estas mismas se desgajan de la continuidad universal del ser en general, se deslindan de lo otro y son para sí. Las características no sólo deben guardar
una relación esencial con el conocimiento, sino que deben ser, también, las determinabilidades esenciales de las cosas y el sistema artificial ser conforme al sistema de la naturaleza misma y expresar solamente este sistema. Ello se desprende necesariamente del concepto de la razón, y el instinto de la razón -ya que sólo como tal instinto se comporta la razón en este observar- ha alcanzado también en sus sistemas esa unidad en la que sus objetos mismos se hallan constituidos de tal modo que tienen en ellos mismos una esencialidad o un ser para sí, y no son solamente la contingencia de este instante o de este aquí. Las características diferenciales de los animales, por ejemplo, se toman de las garras y los dientes, porque, en efecto, no es solamente el conocimiento el que así distingue a unos animales de otros, sino que los animales mismos se separan así por sí mismos; mediante estas armas, el animal se mantiene para sí y se separa de lo universal. En cambio, la planta no llega al ser para sí, sino que sólo toca a los límites de la individualidad; y en estos límites, donde muestra la apariencia de la división en especies, la planta es acogida, por tanto, y entra en la distinción. Pero lo que se halla por debajo de esto ya no se puede distinguir por sí mismo de lo otro, sino que se pierde al entrar en la oposición. Entran en conflicto entre sí el ser quieto y el ser en relación, la cosa en éste es algo otro que según aquél, siendo así, por el contrario, que lo que distingue al individuo es el mantenerse en relación con respecto a lo otro. Pero lo que no puede mantenerse así y deviene de un modo químico algo distinto de lo que es en el modo empírico embrolla el conocimiento y lo lleva al mismo conflicto de saber sí ha de atenerse a un lado o al otro, ya que la cosa misma no es nada permanente y en ella se desdoblan estos dos lados.

En tales sistemas de lo universal el permanecer igual a sí mismo este algo igual a sí mismo tiene, pues, la significación de ser tanto lo igual a sí mismo del conocimiento como de las mismas cosas. Sin embargo, esta expansión de las determinabilidades que permanecen iguales y cada una de las cuales describe tranquilamente la serie de su proceso y obtiene espacio para portarse a su modo, se trueca esencialmente, a su vez, en su contrario, en la confusión de estas determinabilidades, pues la característica, la determinabilidad universal, es la unidad de lo contrapuesto, de lo determinado y de lo universal en sí, razón por la cual tiene necesariamente que desdoblarse en esta oposición. Ahora bien, si la determinabilidad en uno de los lados triunfa sobre lo universal, en lo que tiene su esencia, por el contrario lo universal, del otro lado, conserva del mismo modo su imperio sobre aquélla, empuja a su límite a la determinabilidad y, al llegar a él, confunde sus diferencias y esencialidades. La observación, que mantenía cuidadosamente separadas estas diferencias y esencialidades y creía tener en ellas algo fijo, ve que unos principios se imponen a otros, ve que se forman transiciones y confusiones y que en éstas se combina lo que antes consideraba sencillamente separado y se separa lo que consideraba unido; de tal modo que este atenerse al ser quieto que permanece igual a sí mismo tiene que verse precisamente aquí, en sus determinaciones más universales, por ejemplo en cuanto a las características esenciales del animal o la planta, torturado con instancias que le despojan de toda determinación, haciendo enmudecer la universalidad a que se había remontado y retrotrayéndolo a una simple observación y descripción carentes de pensamiento.

Esta observación que se limita a lo simple o que limita la dispersión sensible por medio de lo universal, encuentra, por tanto, en su objeto la confusión de su principio, porque lo determinado tiene, por su propia naturaleza, que perderse en su contrario; de ahí que la razón deba avanzar más bien dejando tras sí la determinabilidad inerte que presentaba la apariencia de lo permanente, hasta llegar a la observación de la misma tal y como en verdad es, a saber: en cuanto se relaciona con su contrario. Las llamadas características esenciales son determinabilidades quietas, que, al expresarse y aprehenderse como características simples, no revelan lo que constituye su naturaleza: el ser momentos llamados a desaparecer del movimiento que se repliega sobre sí mismo. Cuando, ahora, el instinto de la razón se pone a indagar la determinabilidad conforme a su naturaleza, que consiste en no ser esencialmente para sí, sino en convertirse en lo contrapuesto, indaga su ley y su concepto; los indaga también, es cierto, como realidad que es, pero esta realidad llegará a desaparecer de hecho ante aquel instinto y los lados de la ley se convertirán en puros momentos o abstracciones, de modo que la ley aparecerá en la naturaleza del concepto, el cual habrá cancelado en sí la subsistencia indiferente de la realidad sensible.

Para la conciencia observante, la verdad de la ley es en la experiencia como en el modo en que el ser sensible es para ella; no es en y para sí misma. Pero si la ley no tiene en el concepto su verdad, eso quiere decir que es algo contingente, y no una necesidad, o que en realidad no es tal ley. Sin embargo, el que sea esencialmente como concepto no sólo no contradice al hecho de que se dé para la observación, sino que por ello mismo tiene más bien una existencia necesaria y es para la observación. Lo universal en el sentido de la universalidad de la razón es también universal en el sentido que el concepto tiene en ello, en el sentido de que lo universal se presenta ante la conciencia como lo presente y lo real o de que el concepto se presenta bajo el modo de la coseidad y del ser sensible; pero sin perder por ello su naturaleza y caer en la subsistencia inerte o en la sucesión indiferente. Lo que vale de un modo universal tiene también validez universal; lo que debe ser es también de hecho, y lo que solamente debe ser sin ser, carece de verdad. A esto se aferra por su parte, y legítimamente, el instinto de la razón, sin dejarse inducir a error por las cosas del pensamiento que sólo deben ser y deben tener verdad como deber ser, aunque no se las encuentre en ninguna experiencia; sin dejarse inducir a error ni por las hipótesis ni por otras entidades invisibles de un perenne deber ser; pues la razón es cabalmente esta certeza de tener realidad [Realität], y lo que no es para la conciencia una esencia por sí misma, es decir, lo que no se manifiesta, no es para ella absolutamente nada.

El que la verdad de la ley sea esencialmente realidad [Realität] se convierte de nuevo, ciertamente, para esta conciencia que permanece en el terreno de la observación, en una contraposición frente al concepto y frente a lo universal en sí; o bien lo que es su ley no es para esta conciencia una esencia de la razón; tal conciencia supone que tiene en ella algo ajeno. Sin embargo, refuta esta suposición por el hecho de que ella misma no toma su universalidad en el sentido de que todas las cosas sensibles singulares tendrían que haberle mostrado la manifestación de la ley para poder afirmar la verdad de ésta. La conciencia no exige que se hayan sometido todas las piedras al experimento, para afirmar la verdad de que cuando se levanta una piedra del suelo y se la suelta, la piedra cae; tal vez diga que hay que hacer la prueba, por lo menos, con muchísimas piedras, a la vista de lo cual, con la mayor probabilidad o con toda razón, podría concluirse por analogía con respecto a todas las demás. Sin embargo, la analogía no sólo no nos da un derecho pleno, sino que, además, por su misma naturaleza, se refuta a sí misma con tanta frecuencia, que guiándonos por la analogía misma, vemos que la analogía no permite, por el contrario, llegar a ninguna conclusión. La probabilidad a que su resultado se reduciría pierde frente a la verdad toda diferencia entre una probabilidad mayor o menor; por muy grande que sea, no es nada en comparación con la verdad. Pero el instinto de la razón acepta en realidad tales leyes como verdad y sólo en relación con su necesidad, que él no conoce, se ve llevado a establecer esta diferencia, y rebaja la verdad de la cosa misma al plano de la probabilidad, designando así el modo imperfecto como la verdad se da para la conciencia que aun no ha penetrado en el concepto puro, pues la universalidad sólo se da como simple universalidad inmediata. Pero, al mismo tiempo, y en razón de ella, la ley posee verdad para la conciencia; el hecho de que la piedra caiga es verdadero para la conciencia porque la piedra es para ella un objeto pesado, es decir, porque en el peso tiene la piedra en sí y para sí la relación esencial con la tierra que se expresa como la caída. Por tanto, la conciencia posee en la experiencia el ser de la ley, pero posee asimismo esta ley como concepto y sólo por estas dos circunstancias juntas es la ley verdadera para la conciencia; por consiguiente, ésta vale para ella como tal ley porque se presenta en el fenómeno y es al mismo tiempo concepto en sí misma.

El instinto racional de esta conciencia tiende necesariamente, pero sin saberlo, a la purificación hacia el concepto de la ley y de sus elementos, puesto que la ley es, al mismo tiempo, concepto en sí. Procede, para ello, a hacer experimentos en torno a la ley. Tal como ésta se manifiesta primeramente, se presenta de un modo impuro, rodeada del ser sensible y singular; y el concepto, que constituye su naturaleza, se presenta hundido en el elemento empírico. En sus experimentos, el instinto de la razón trata de descubrir lo que ocurre en tales o cuales circunstancias. Vista así la cosa, parece como si la ley se sumergiera tanto más en el ser sensible, pero es al revés: esto se pierde más bien aquí. La significación intrínseca de esta investigación reside en encontrar las condiciones puras de la ley; lo que no quiere decir, aunque la conciencia que así se expresa supone que con ello dice algo distinto, sino que la ley es elevada totalmente a la figura del concepto y que se cancela toda vinculación de sus momentos a un determinado ser. Por ejemplo, la electricidad negativa, que comienza anunciándose como la electricidad de la resina, y la electricidad positiva, que se anuncia como la electricidad del vidrio pierden totalmente en el curso de los experimentos esta significación, para convertirse puramente en electricidad positiva y negativa, cada una de las cuales ha dejado de pertenecer a una clase especial de cosas y, así, ya no podemos seguir diciendo que hay cuerpos eléctricos positivos y otros negativos. Y así también la relación entre ácido y base y su movimiento mutuo constituyen una ley, en la que estas contraposiciones se manifiestan como cuerpos. Sin embargo, estas cosas separadas no tienen realidad alguna; la fuerza que las disocia no puede impedirles entrar de nuevo en un proceso, ya que no son sino esta relación. No pueden, como un diente o una garra, permanecer para sí y mostrarse de este modo. El que su esencia consista en pasar de modo inmediato a un producto neutro es lo que hace de su ser un ser superado en sí o un universal; y el ácido y la base sólo poseen verdad como universales.

Así, pues, del mismo modo que el vidrio y la resina pueden ser tanto electricidad positiva como negativa, el ácido y la base no se hallan vinculados como propiedad a esta o aquella realidad, sino que cada cosa sólo es ácida o básica relativamente; lo que parece ser decididamente ácido o base adquiere en las llamadas "sinsomatías" la significación contrapuesta con respecto a otro. De este modo, el resultado de los experimentos supera los momentos o las animaciones como propiedades de las cosas determinadas y libera a los predicados de sus sujetos. Estos predicados devienen, como en verdad lo son, encontrados solamente como universales; en razón de esta independencia reciben, por tanto, el nombre de materias, que no son ni cuerpos ni propiedades, y hay que guardarse mucho, en efecto, de llamar cuerpos al oxígeno, etc., a la electricidad positiva y negativa, al calor, etcétera.

La materia, por el contrario, no es una cosa que es, sino el ser como universal o en el modo del concepto. La razón que es todavía instinto establece esta atinada diferencia sin la conciencia de que, al experimentar la ley en todo ser sensible supera precisamente así su ser solamente sensible y de que, al aprehender sus momentos como materias, su esencialidad se convierte para ella en algo universal y se enuncia en esta expresión como algo sensible no sensible, como un ser incorpóreo y, sin embargo, objetivo.

Hay que ver ahora qué giro toma para dicho instinto de la razón su resultado y qué nueva figura de su observación aparece así. Vemos como la verdad de esta conciencia experimentadora la ley pura que se libera del ser sensible, ley que vemos como concepto presente en el ser sensible, pero que se mueve en él de un modo independiente y sin trabas y que, hundido en él, es sin embargo libre de él y concepto simple. Esto, que es en verdad el resultado y la esencia, aparece ahora para esta conciencia misma, pero como objeto y, puesto que no es para ella resultado ni guarda relación con el movimiento precedente, surge como un tipo especial de objeto, y su comportamiento con éste como otra manera de observar.

Este objeto, que lleva en sí el proceso de la simplicidad del concepto, es lo orgánico. Lo orgánico es esta fluidez absoluta en que se disuelve la determinabilidad mediante la cual sería solamente para otro. Mientras que la cosa inorgánica tiene por esencia la determinabilidad, razón por la cual sólo unida a otra cosa constituye la totalidad de los momentos del concepto y, por tanto, se pierde al entrar en el movimiento, en la esencia orgánica, por el contrario, todas las determinabilidades mediante las cuales se halla abierta para otro están vinculadas bajo la unidad orgánica simple; no aparece como esencial ninguna de ellas que se refiere libremente a otra, y lo orgánico se mantiene, por tanto, en su misma relación.

Los lados de la ley hacía cuya observación tiende aquí el instinto de la razón, son, como de esta determinación se desprende, en primer término la naturaleza orgánica y la inorgánica, en su relación mutua. La segunda es con respecto a la naturaleza orgánica cabalmente la libertad de las determinabilidades desvinculadas contrapuesta a su concepto simple, determinabilidades en las que al mismo tiempo se disuelve la naturaleza individual y de cuya continuidad, al mismo tiempo, se disocia y es para sí. El aire, el agua, la tierra, las zonas y el clima son esos elementos universales que constituyen la esencia simple indeterminada de las individualidades y en las cuales éstas, al mismo tiempo, se reflejan en sí. Ni la individualidad ni lo elemental son simplemente en y para sí, sino que, en la libertad independiente en que aparecen ante la observación unas con respecto a otras se comportan al mismo tiempo como relaciones esenciales, pero de tal modo que la independencia y la indiferencia de ambas la una con respecto a la otra son lo predominante y sólo en parte pasan a la abstracción. Por tanto, la ley se presenta aquí como la relación de un elemento con la formación de lo orgánico, que, de una parte, tiene frente a sí al ser elemental, mientras de otra parte lo presenta en su reflexión orgánica. Sin embargo, leyes como éstas: los animales pertenecientes al aire tienen la estructura propia de las aves y los pertenecientes al agua la de los peces, los animales nórdicos poseen una piel cubierta de espeso pelo, etc., muestran al mismo tiempo una pobreza que no corresponde a la multiplicidad de lo orgánico. Aparte de que la libertad orgánica sabe sustraer a cada paso sus formas a estas determinaciones y brinda necesariamente numerosas excepciones a estas leyes o reglas o como se quiera llamarlas, esto constituye una determinación tan superficial para los mismos animales comprendidos bajo ellas, que tampoco la expresión de su necesidad puede ser otra cosa ni ir más allá de una gran influencia, con lo que no se sabe lo que propiamente corresponde a esta influencia y lo que no. Por eso no podemos dar el nombre de leyes a tales relaciones entre lo orgánico y lo elemental, ya que, de una parte, como hemos dicho, estas relaciones, en cuanto a su contenido, no agotan en modo alguno el alcance de lo orgánico y, de otra parte, los momentos de la relación misma permanecen indiferentes entre sí y no expresan necesidad alguna. El concepto de ácido lleva implícito el concepto de base, como el concepto de la electricidad positiva el de la negativa; en cambio, por mucho que la piel cubierta de espeso pelo pueda coincidir con las regiones nórdicas, la estructura de los peces con el agua o la de las aves con el aire, el concepto del Norte no lleva consigo el concepto de la piel cubierta de espeso pelo, ni el concepto del mar el de la estructura de los peces o el del aire el de la estructura de las aves. Y esta libertad de ambos términos entre sí explica el que haya también animales terrestres que presenten los caracteres esenciales de los pájaros, de los peces, etc. La necesidad, precisamente por no poder ser concebida como una necesidad interior de la esencia, deja de tener también existencia sensible y no puede ya ser observada en la realidad y sale fuera de ésta. Y así, no encontrándose en la esencia real [realen] misma, es lo que puede llamarse una relación teleológica, una relación exterior a aquello a lo que se refiere y que es más bien, por tanto, lo contrario a una ley. Es el pensamiento totalmente liberado de la naturaleza necesaria, que la abandona y se mueve para sí por encima de ella.

Si la relación a que antes nos hemos referido entre lo orgánico y la naturaleza elemental no expresa la esencia de lo orgánico, se contiene, en cambio, en el concepto de fin. Cierto que, para la conciencia observante, este concepto no es la esencia propia de lo orgánico, sino que cae para ella fuera de la esencia, siendo por tanto solamente aquella relación teleológica externa. Sin embargo, tal como antes se determinó lo orgánico, esto es, de hecho, el fin real mismo, pues, al mantenerse a sí mismo en la relación con otro, es cabalmente aquella esencia natural en que la naturaleza se refleja en el concepto, y los momentos desdoblados en la necesidad, una causa y un efecto, algo activo y algo pasivo, se aglutinan en una unidad, de tal modo que algo aparece aquí no solamente como resultado de la necesidad, sino que, por retrotraerse a sí, lo último o el resultado es igualmente lo primero, lo que inicia el movimiento y, él mismo, el fin que lo realiza. Lo orgánico no hace surgir algo, sino que se limita a mantenerse o, lo que surge se halla ya presente al mismo tiempo que surge.

Debemos explicar más de cerca esta determinación, tal y como es en sí y como es para el instinto de la razón, para ver cómo este instinto de la razón se encuentra en ella, pero sin reconocerse en lo que encuentra. Por tanto, el concepto de fin al que se eleva la razón observante, lo mismo que es su concepto consciente, se halla presente también como algo real, y no es solamente una relación externa de esto, sino que es su esencia. El que este algo real que es en sí mismo un fin se relacione teleológicamente con otro quiere decir que su relación es una relación contingente con arreglo a lo que ambos términos son de un modo inmediato; de un modo inmediato, ambos son independientes e indiferentes el uno con respecto al otro. Pero la esencia de su relación es algo distinto de lo que parecen ser, y su acción tiene otro sentido de lo que inmediatamente es para la percepción sensible; la necesidad se halla oculta en lo que acaece y sólo se muestra al final, pero de tal modo que en este final se muestra precisamente que dicha necesidad ha sido también lo primero. Y el final muestra esta prioridad de sí mismo, puesto que el cambio operado por la acción no produce otro resultado que el que era ya. O bien, si comenzamos por lo primero, vemos que esto no hace más que retornar a sí mismo en su final o en el resultado de su acción; y precisamente de este modo lo primero demuestra ser tal que tiene como su final a sí mismo, del mismo modo que en cuanto primero retorna a sí mismo o es en y para sí mismo. Por tanto, a lo que arriba a través del movimiento de su acción es el mismo; y el que se alcance solamente a sí mismo es su sentimiento de sí. Con ello se halla presente, indudablemente, la diferencia entre lo que es y lo que busca, pero esto no es sino una diferencia aparente, y ello hace que sea concepto en él mismo.

Ahora bien, la autoconciencia se halla constituida del mismo modo: se distingue de sí de tal modo, que, al mismo tiempo, no resulta de ello diferencia alguna. En la observación de la naturaleza orgánica la autoconciencia no encuentra, por consiguiente, nada más que esta esencia, se encuentra como una cosa, como una vida, pero estableciendo, además, una diferencia entre lo que ella misma es y lo que ha encontrado, lo que no es diferencia alguna. Así como el instinto animal busca y consume el alimento, pero sin que con ello produzca otra cosa que a sí mismo, así también el instinto de la razón se encuentra solamente a sí mismo en su búsqueda. El animal termina por el sentimiento de sí. En cambio, el instinto de la razón es, al mismo tiempo, autoconciencia; pero, por ser solamente instinto, es dejado a un lado frente a la conciencia y tiene en ella su oposición. Por tanto, su satisfacción se ve por esto escindida, se encuentra ciertamente a sí mismo, es decir, encuentra el fin, y encuentra también este fin como cosa. Pero, en primer lugar, el fin cae para él fuera de la cosa que se presenta como fin. Y, en segundo lugar, este fin como tal fin es, al mismo tiempo, objetivo y, por tanto, no cae en sí dentro de él como conciencia, sino en otro entendimiento.

Considerada más de cerca, vemos que esta determinación radica igualmente en el concepto de la cosa de que es fin en ella misma. La cosa, en efecto, se mantiene; es decir, su naturaleza consiste, al mismo tiempo, en ocultar la necesidad y en presentarla bajo la forma de relación contingente; pues su libertad o [su] ser para sí consiste precisamente en comportarse hacia su ser necesario como algo indiferente; por tanto, la cosa se presenta ella misma como una cosa cuyo concepto cae fuera de su ser. Y la razón tiene, asimismo, la necesidad de contemplar su propio concepto como algo que cae fuera de ella y, por tanto, como una cosa tal que, frente a ella la razón es indiferente, y que por su parte es indiferente frente a la razón y a su propio concepto. Como instinto, la razón permanece también dentro de este ser o de la indiferencia, y la cosa que expresa el concepto sigue siendo para ella algo distinto de este concepto y el concepto algo distinto de la cosa. Por donde la cosa orgánica sólo es para la razón fin en ella misma en el sentido de que la necesidad que se presenta como oculta en su acción, en cuanto que lo actuante se comporta en ello como un indiferente ser para sí, cae fuera de lo orgánico mismo. Pero, como lo orgánico, como fin en él mismo, no puede comportarse de otro modo que como tal, tenemos que se manifiesta también y se hace presente de un modo sensible el que es fin en él mismo y es observado así. Lo orgánico se muestra como algo que se mantiene a sí mismo y que retorna y ha retornado a sí. Pero, en este ser esta conciencia observante no reconoce el concepto de fin o no reconoce que el concepto de fin no existe en otro entendimiento cualquiera, sino precisamente aquí y es como una cosa. Establece una diferencia que no es tal diferencia, entre el concepto de fin y el ser para sí y el mantenerse a sí mismo. El que no sea una diferencia no es para la conciencia, sino una acción que se manifiesta como contingente e indiferente con respecto a lo que se produce por medio de ella; y la unidad que sin embargo enlaza estos dos momentos, aquella acción y este fin, se desdobla para ella.

Lo que, vista así la cosa, corresponde a lo orgánico mismo es la acción que enlaza, su punto de partida y su final, en cuanto lleva en sí el carácter de la singularidad. En cambio, no le corresponde la acción en tanto que reviste el carácter de la universalidad ni lo actuante, equiparado a lo que con ello se produce, la acción conforme al fin como tal. Aquella acción singular, que sólo es un medio cae, a través de su singularidad, bajo la determinación de una necesidad totalmente singular o contingente. Lo que lo orgánico hace para mantenerse a sí mismo como individuo o como género es, por tanto, con arreglo a este contenido inmediato, algo enteramente carente de ley, pues lo universal y el concepto caen fuera de ello. Su acción sería, según esto, la actividad vacía, sin contenido en ella misma; no sería siquiera el funcionamiento de una máquina, ya que ésta tiene un fin y su actividad posee, por ello, un determinado contenido. Así abandonada por lo universal, sólo sería la actividad de algo que es como lo que es, es decir, una actividad todavía no reflejada en sí, como la de un ácido o una base; una actividad que no podía separarse de su ser allí inmediato ni abandonar eso, que se pierde en la relación con su opuesto, pero que sí podría mantenerse a sí mismo. Pero el ser, cuya actividad es aquí considerada, es puesto como una cosa que se mantiene en su relación con lo contrapuesto a ella; la actividad como tal no es sino la pura forma carente de esencia, de su ser para sí, y la sustancia de esta actividad y que no es sólo ser determinado, sino que es lo universal, su fin, no cae fuera de ella; es una actividad que en ella misma retorna a sí, sin verse reconducida hacía sí por algo extraño.

Pero esta unidad de la universalidad y la actividad no por ello es para esta conciencia observante, ya que dicha unidad es esencialmente el movimiento interior de lo orgánico y sólo puede aprehenderse como concepto; y la observación busca los momentos solamente en la forma del ser y la permanencia; y puesto que la totalidad orgánica consiste esencialmente en no tener en ella ni permitir encontrar en ella los momentos, la conciencia transforma desde su punto de vista la oposición en una oposición que es conforme a él.

La esencia orgánica nace así para la conciencia como una relación de dos momentos fijos y que son, oposición cuyos dos lados, por tanto, parece que, de una parte, le son dados en la observación, mientras que de otra parte expresan de acuerdo con su contenido la oposición entre el concepto orgánico del fin y la realidad, pero de una manera oscura y superficial, en la que el pensamiento desciende al plano de la representación, ya que en aquella oposición queda cancelado el concepto en cuanto tal. Y así, vemos que el primero es supuesto, sobre poco más o menos, al hablar de lo interno y el segundo al referirse a lo externo; y su relación engendra la ley de que lo externo es la expresión de lo interno.

Si se considera más de cerca este interno, con lo contrapuesto a él y sus relaciones mutuas, vemos que, ante todo, los dos lados de la ley no se expresan ya aquí como en leyes anteriores, en que, como cosas independientes, cada uno de ellos se manifestaba como un cuerpo aparte, ni tampoco, en segundo lugar, de tal modo que lo universal deba tener, de algún modo, su existencia fuera de lo que es, sino que la esencia orgánica se pone en general como base, como contenido de lo interno y de lo externo, y es lo mismo para ambos; de este modo, la oposición es una oposición puramente formal, cuyos términos reales [tienen] el mismo en sí en su esencia; pero que, al mismo tiempo, en cuanto que lo interno y lo externo poseen una realidad contrapuesta y es cada uno de ellos un ser distinto para la observación, parecen poseer cada uno por su parte un contenido peculiar en cuanto a la observación. Pero este contenido peculiar, por ser la misma sustancia o unidad orgánica, sólo puede ser una forma diferente de ella; y la conciencia observante sugiere esto cuando dice que lo externo es solamente expresión de lo interno. Estas mismas determinaciones de la relación, a saber: la independencia indiferente de lo distinto, y en ella su unidad, dentro de la que aquéllas desaparecen, la hemos visto en el concepto de fin.

Debemos ver ahora qué figura adoptan en su ser lo interno y lo externo. Lo interno como tal debe tener un ser externo y una figura, ni más ni menos que lo externo como tal, pues es un objeto o, dicho de otro modo, ello mismo se pone como lo que es y se halla presente para la observación.

La sustancia orgánica, como sustancia interna, es el alma simple, el puro concepto de fin o lo universal, que al dividirse permanece asimismo como fluidez universal y, por tanto, se manifiesta en su ser como la acción o el movimiento de la realidad que tiende a desaparecer, mientras que lo externo, contrapuesto a lo interno que es, subsiste en el ser quieto de lo orgánico. La ley, como la relación entre aquel interno y este externo, expresa así su contenido, de una parte, en la presentación de momentos universales o esencialidades simples y, de otra parte, en la presentación de la esencialidad realizada o de la figura. Aquellas primeras propiedades orgánicas simples, para llamarlas así, son la sensibilidad, la irritabilidad y la reproducción. Estas propiedades, por lo menos las dos primeras, no parecen relacionarse, es verdad, con el organismo en general, sino con el organismo animal solamente. En realidad, el organismo vegetal sólo expresa el concepto simple del organismo, que no desarrolla sus momentos, razón por la cual, al referimos a ellos, tal y como deben ser para la observación, debemos atenernos a aquel organismo que presenta su existencia desarrollada.

Por lo que a los momentos mismos se refiere, éstos se desprenden de un modo inmediato del concepto de autofinalidad. En efecto, la sensibilidad expresa en general el concepto simple de la reflexión orgánica en sí o la fluidez universal de dicho concepto; la irritabilidad, por su parte, expresa la elasticidad orgánica, que le permite comportarse en la reflexión, al mismo tiempo, como algo que reacciona, y es la realización contrapuesta al primer ser en sí quieto, en que aquel ser para sí abstracto es un ser para otro. Por ultimo, la reproducción la acción de este organismo total reflejado en sí, su actividad como fin en sí o como género, en la que, por tanto, el organismo se repele a sí mismo y repite, engendrándolas, sus partes orgánicas o el individuo en su totalidad. La reproducción, considerada en el sentido de la autoconservación en general, expresa el concepto formal de lo orgánico o la sensibilidad; pero es, propiamente, el concepto orgánico real o el todo que retorna a sí mismo, bien mediante la producción de las partes singulares de sí mismo, bien como género, mediante la producción de individuos.

La otra significación de estos elementos orgánicos, en cuanto lo externo, es su modo configurado, según el cual dichos elementos se hacen presentes asimismo como partes reales, pero también, al mismo tiempo, como partes universales o sistemas orgánicos; la sensibilidad, digamos, como sistema nervioso, la irritabilidad como sistema muscular, la reproducción como la entraña de la conservación del individuo y de la especie.

Las leyes características de lo orgánico se refieren, por tanto, a una relación de los momentos orgánicos en su doble significación, en cuanto son, de un lado, una parte de la configuración orgánica y, de otro lado, la determinabilidad fluida universal que actúa a través de todos estos sistemas. Así, por ejemplo, en la expresión de una de estas leyes una determinada sensibilidad tendría su expresión, como momento del organismo total, en un sistema nervioso de una determinada constitución, iría unida a una determinada reproducción de las partes orgánicas del individuo o a una determinada procreación del individuo total, etc. Ambos lados de esta ley pueden ser observados. Lo externo es, en cuanto a su concepto, el ser para otro; la sensibilidad tiene, por ejemplo, en el sistema de lo sensible su modo inmediatamente realizado; y como propiedad universal es asimismo, en sus exteriorizaciones, algo objetivo. El lado que llamamos interno tiene su propio lado externo, diferente de lo que en la totalidad llamamos lo externo.

Los dos lados de una ley orgánica serían, por tanto, susceptibles de ser observados, pero no serían leyes de la relación entre ellos; y la observación no basta para llegar a dichas leyes, no porque, en cuanto observación, sea demasiado corta de vista y porque, en vez de proceder empíricamente, sería necesario partir de la idea, pues estas leyes, sí fuesen algo real, tendrían, de hecho, que hallarse presentes realmente y ser, por tanto, observables, sino porque el pensamiento de leyes de este tipo demuestra no encerrar verdad alguna.

Se desprendería, así, como una ley la relación según la cual la propiedad orgánica universal se haría cosa en un sistema orgánico y dejaría en él su huella, de tal modo que ambas serían la misma esencia, en un caso presente como momento universal y en el otro como cosa. Pero, además, el lado de lo interno para sí es también una relación entre varios lados, y así se ofrece, por tanto, por vez primera, el pensamiento de una ley, como una relación mutua entre las actividades o propiedades orgánicas universales. Si semejante ley es posible deberá decidirse partiendo de la naturaleza de esa propiedad. Ahora bien, en parte, dicha propiedad, como una fluidez universal, no es algo que se halle delimitado a la manera de una cosa y se mantenga dentro de la diferencia de una existencia que debiera constituir su figura, sino que la sensibilidad va más allá del sistema nervioso y penetra todos los otros sistemas del organismo; y, en parte, aquella propiedad es un momento universal, esencialmente indiscernible de la reacción o la irritabilidad y la reproducción. En efecto, como reflexión en sí misma, lleva ya en sí sencillamente la reacción. El ser solamente reflejado en sí es pasividad o ser muerto, no sensibilidad; del mismo modo que la acción, que es lo mismo que la reacción, no es irritabilidad sin ser reflejado en sí mismo. La reflexión en la acción o la reacción y la acción o la reacción en la reflexión es precisamente aquello cuya unidad constituye lo orgánico, una unidad que encierra la misma significación que la reproducción orgánica. De donde se sigue que en cada modo de la realidad tiene que estar presente el mismo grado de sensibilidad e irritabilidad -considerando primeramente la relación mutua entre ambas- y que un fenómeno orgánico puede ser aprehendido y determinado, o sí se quiere explicado, tanto con arreglo a la una como con arreglo a la otra. Lo mismo que uno considera como una alta sensibilidad puede considerarlo otro, del mismo modo como una alta irritabilidad, y como una irritabilidad del mismo grado. Si se las llama factores y ésta no ha de ser una palabra carente de sentido, con ello se expresa cabalmente que son momentos del concepto y, por tanto, que el objeto real cuya esencia constituye este concepto los encierra en sí del mismo modo; y si ese objeto es determinado por una parte como muy sensible, podrá decirse de otra parte, como igualmente irritable.

Si se distingue entre esos momentos, como es necesario, se los distinguirá de acuerdo con el concepto, y su oposición será cualitativa. Pero, sí, además de esta diferencia verdadera, se los pone como distintos, en cuanto que son y para la representación, como pueden ser los lados de una ley, se manifestarán en diversidad cuantitativa. Su peculiar oposición cualitativa aparece entonces en la magnitud y surgirán Leyes tales como, por ejemplo, la de que la sensibilidad y la irritabilidad se hallan en razón inversa a su magnitud, de tal modo que al aumentar la una disminuye la otra; o, mejor dicho, tomando la magnitud misma como contenido, la de que la magnitud de algo aumenta a medida que disminuye su pequeñez. Pero si a esta ley se le da un contenido determinado, diciendo por ejemplo que la magnitud de un agujero aumenta a media que disminuye lo que lo llena, tenemos que esta razón inversa puede convertirse igualmente en una razón directa y expresarse así, diciendo que la magnitud del agujero aumenta en razón directa a lo que se saca de él; proposición tautológica, ya se exprese como razón directa o inversa, y que en su peculiar expresión sólo querrá decir que una magnitud aumenta cuando aumenta esta magnitud. Así como el agujero y lo que lo llena y se retira de él son cosas cualitativamente contrapuestas, pero lo real de ellas y su determinada magnitud es uno y lo mismo en ambos casos y como el aumento de la magnitud y la disminución de la pequeñez es lo mismo y su contraposición carente de sentido se reduce a una tautología, los momentos orgánicos son igualmente inseparables en su realidad y en su magnitud, que es la magnitud de aquélla; la una sólo aumenta con la otra y disminuye con ella, ya que lo uno sólo tiene sentido en cuanto se halla presente lo otro; o más bien es indiferente considerar un fenómeno orgánico como irritabilidad o como sensibilidad, en general y lo mismo cuando se habla de su magnitud. Del mismo modo, es indiferente que el aumento de en agujero se exprese como ampliación del agujero mismo o de lo que lo llena y se extrae de él. O bien un número, por ejemplo tres, tiene la misma magnitud, lo mismo se lo tome positiva o negativamente, y si lo aumento de tres a cuatro, se convertirá en cuatro así lo positivo como lo negativo, del mismo modo que el polo Sur de la brújula tiene exactamente la misma fuerza que el polo Norte o que una electricidad positiva o un ácido representan la misma fuerza que su electricidad negativa o que la base sobre la que el ácido actúa. Pues bien, una existencia orgánica es una magnitud, a la manera de aquel número tres, de una brújula, etc.; es lo que aumenta o disminuye y, al aumentar, aumentan los dos factores del mismo, lo mismo que aumentan los dos polos de la brújula o las dos electricidades, al reforzarse una brújula, etc. El hecho de que los dos [factores] no puedan diferir ni en intensidad ni en extensión, de que uno de ellos no pueda disminuir su extensión aumentando, por el contrario, en intensidad, mientras el otro disminuye, por el contrario, en intensidad y aumenta en extensión, entra en el mismo concepto de la contraposición vacua, pues la intensidad real es, sencillamente, tan grande como la extensión, y viceversa.

Es claro que en este modo de formular leyes las cosas ocurren, propiamente, de tal modo que la irritabilidad y la sensibilidad comienzan constituyendo la contraposición orgánica determinada; pero este contenido se pierde y la oposición se desvía por el formal aumento y disminución de la magnitud o de la diferente intensidad y extensión, una oposición que ya no afecta para nada a la naturaleza de la sensibilidad y la irritabilidad y que ha dejado de expresarla. De ahí que este juego vacuo de la formulación de leyes no se halle vinculado a los momentos orgánicos, sino que puede aplicarse a todo, y descansa, en general, en la ignorancia de la naturaleza lógica de estas contraposiciones.

Por último, sí, en vez de la sensibilidad y la irritabilidad, relacionamos con la una o con la otra la reproducción, vemos que no se da ni siquiera ocasión para esta formulación de leyes, pues la reproducción no está en una contraposición con aquellos momentos como cada uno de éstos con el otro, y como quiera que esta formulación de leyes se basa en dicha contraposición, aquí desaparece incluso la apariencia de ella.

Este modo de formular leyes que se acaba de considerar implica las diferencias del organismo en el sentido de momentos de su concepto, por lo cual debería ser, propiamente, una formulación de leyes apriorística. Pero, además, lleva consigo esencialmente el pensamiento de que tales diferencias tienen el significado de diferencias dadas y, por lo demás la conciencia meramente observante tiene que atenerse solamente a su ser allí. La realidad orgánica lleva necesariamente implícita esa contraposición, que su concepto expresa y que puede determinarse como irritabilidad y sensibilidad, del mismo modo que ambos conceptos se manifiestan, a su vez, como distintos de la reproducción. La exterioridad en que aquí se consideran los momentos del concepto orgánico es la peculiar e inmediata exterioridad de lo interno, no lo externo, que es externo en su conjunto y que es figura, y en relación con lo cual puede luego considerarse lo interno.

Pero, aprehendida así la oposición entre los momentos, tal y como es en el ser allí, sensibilidad, irritabilidad y reproducción descienden a propiedades comunes, que, en relación las unas con las otras, son universalidades tan indiferentes entre sí como el peso específico, el color, la dureza, etc. En este sentido, puede observarse, evidentemente, que un organismo es más sensible, más irritable o encierra una capacidad mayor de reproducción que otro o que la sensibilidad etc. de uno difiere de la de otro según la especie, que uno se comporta ante determinados incentivos de un modo más sensible o más irritable que otro, como el caballo, por ejemplo, se comporta de otro modo ante la cebada que ante el heno o el perro, a su vez, adopta distinto comportamiento ante ambos, etc., de la misma manera que puede observarse que un cuerpo es más duro que otro, etc. Sin embargo, estas propiedades sensibles, la dureza, el color, etc., así como los fenómenos de la excitabilidad ante la cebada, de la irritabilidad ante la carga o de la disposición para dar a luz una cantidad o una calidad de crías, referidas las unas a las otras y comparadas entre sí, contradicen esencialmente a una conformidad a ley. En efecto, la determinabilidad de su ser sensible consiste precisamente en que existen de un modo completamente indiferente las unas con respecto a las otras y presentan la libertad de la naturaleza sustraída al concepto más bien que la unidad de una relación, más bien su oscilación irracional en la escala de la magnitud contingente entre los elementos del concepto que estos momentos mismos.

El otro lado, según el cual los momentos simples del concepto orgánico son comparados con los momentos de la configuración sería el que podría dar la ley propiamente dicha, que enunciaría lo externo verdadero como la huella de lo interno. Ahora bien, como aquellos momentos simples son propiedades fluidas y que se compenetran, no tienen en la cosa orgánica una expresión real y desglosada, como lo que se llama un sistema singular de la figura. O bien, si la idea abstracta del organismo sólo se expresa verdaderamente en aquellos tres momentos porque no son nada estables, sino solamente momentos del concepto y del movimiento, entonces, por el contrario, el organismo como configuración no se capta en dichos tres sistemas determinados, tal como la anatomía los disocia. En la medida en que tales sistemas deben ser encontrados en su realidad y legitimados por el hecho de encontrarlos, debe tenerse presente también que la anatomía no muestra solamente los tres sistemas en cuestión, sino muchos más. Y así, aun prescindiendo de esto, el sistema sensible en general tiene que significar algo completamente distinto que lo que se llama sistema nervioso, el sistema irritable algo distinto que el sistema muscular, o el sistema reproductivo algo distinto que los órganos de la reproducción. En los sistemas de la figura como tal se aprehende al organismo con arreglo al lado abstracto de la existencia muerta, sus momentos, así captados, pertenecen a la anatomía y al cadáver, no al conocimiento y al organismo vivo. En estas partes, aquellos momentos han dejado ya más bien de ser, pues han dejado de ser procesos. Puesto que el ser del organismo es esencialmente universalidad o reflexión en sí mismo, el ser de su totalidad, como el de sus momentos, no puede subsistir en un sistema
anatómico, sino que la expresión real y su exterioridad se dan más bien solamente como un movimiento que discurre a través de las distintas partes de la configuración y en el que lo que se desgaja y se fija como sistema singular se presenta esencialmente como un momento fluido, de tal modo que no es aquella realidad como la anatomía la encuentra la que puede valer como su realidad [Realität], sino sólo como proceso, fuera del cual no tendrían tampoco sentido las partes anatómicas.

De aquí se desprende, pues, que los momentos de lo interno orgánico, tomados de por sí, no pueden suministrar los lados de una ley del ser, ya que en una ley tal se predican de un ser allí, difieren uno de otro y no podría enunciarse el uno en vez del otro; y asimismo que, al ponerse en uno de los lados, no tendrían en el otro su realización [Realisierung] en un sistema fijo, pues este sistema ni encierra, en general, una verdad orgánica ni es tampoco la expresión de aquellos momentos de lo interno. Lo esencial de lo orgánico, puesto que es en sí lo universal, es más bien, en general, el tener sus momentos en la realidad de un modo igualmente universal, es decir, como procesos que se desarrollan en todo, pero no en ofrecer una imagen de lo universal en una cosa aislada.

De este modo, en lo orgánico se pierde, en general, la representación de una ley. La ley trata de aprehender y expresar la oposición como entre lados quietos y, en ellos, la determinabilidad, que es su relación mutua. Lo interno, a lo que pertenece la universalidad fenoménica, y lo externo, a lo que pertenecen las partes de la figura quieta, deberían constituir los lados correspondientes entre sí de la ley, pero, mantenidos así separados, pierden su significación orgánica; y la representación de la ley se basa precisamente en que sus dos lados tengan una subsistencia indiferente que es para sí y en que la relación se distribuya entre ellos como una doble determinabilidad, en correspondencia mutua. Pero, cada lado de lo orgánico es más bien en él mismo una universalidad simple, en la que se disuelven todas las determinaciones, y es el movimiento de esta disolución.

Penetrando en la diferencia entre este modo de formular leyes y las formas anteriores, se esclarecerá plenamente su naturaleza. En efecto, sí nos fijamos retrospectivamente en el movimiento de la percepción y del entendimiento que en ella se refleja en sí mismo y determina con ello su objeto, vemos que este entendimiento, aquí, no tiene ante sí, en su objeto, la relación entre estas determinaciones abstractas, entre lo universal y lo singular, entre lo esencial y lo externo, sino que es él mismo el tránsito para el que este tránsito
no deviene objetivo. Por el contrario, aquí la unidad orgánica, es decir, precisamente la relación entre aquellas oposiciones, y esta relación es puro tránsito, es ella misma el objeto. Este tránsito, en su simplicidad, es de un modo inmediato universalidad; y dado que ésta entra en la diferencia cuya relación debe expresar la ley, tenemos que sus momentos son como objetos universales de esta conciencia y la ley proclama que lo externo es expresión de lo interno. El entendimiento ha captado aquí el pensamiento mismo de la ley, mientras que antes sólo indagaba leyes en general y los momentos de éstas flotaban ante él como un contenido determinado, y no como los pensamientos de las mismas. Así, pues, en lo tocante al contenido, no deben ser retenidas aquí Leyes que se limiten a recoger quietamente diferencias que puramente son en la forma de lo universal, sino leyes que en estas diferencias lleven también consigo inmediatamente la inquietud del concepto y, con ello y al mismo tiempo, la necesidad de la relación entre los diversos lados. Pero, precisamente porque el objeto, la unidad orgánica, combina de modo inmediato la superación infinita o la negación absoluta del ser con el ser quieto y los momentos son esencialmente puro tránsito, tenemos que no dan como resultado tales lados que son, como los que se requieren para la ley.

Para obtener estos lados, el entendimiento tiene que atenerse al otro momento de la relación orgánica, es decir, al ser reflejado del ser allí orgánico en sí mismo. Pero este ser se halla tan perfectamente reflejado en sí, que no le resta determinabilidad alguna con respecto a otra cosa. El ser sensible inmediato forma una unidad inmediata con la determinabilidad como tal y expresa, por tanto, una diferencia cualitativa en él, por ejemplo el azul con respecto al rojo o lo ácido con respecto a lo alcalino. Pero el ser orgánico replegado en sí mismo es totalmente indiferente con respecto a otra cosa, su ser allí es la simple universalidad y rehúsa a la observación diferencias sensibles permanentes o, lo que es lo mismo, sólo muestra su determinabilidad esencial como el cambio de las determinabilidades que son. Por tanto, la diferencia, expresada como diferencia que es, consiste cabalmente en ser una diferencia indiferente, es decir como magnitud. Pero, con ello el concepto se cancela y la necesidad desaparece. Pero el contenido y el cumplimiento de este ser indiferente, el cambio de las determinaciones sensibles, reunidas en la simplicidad de una determinación orgánica, expresan entonces, al mismo tiempo, que este contenido no tiene precisamente aquella determinabilidad -la de la propiedad inmediata-, y lo cualitativo cae solamente en la magnitud, como hemos visto más arriba.

Por consiguiente, aunque lo objetivo, aprehendido ya como determinabilidad orgánica, tenga en sí mismo el concepto y se distinga así de lo que es para el entendimiento, el cual se comporta como puramente perceptivo en la aprehensión del contenido de sus leyes, aquella aprehensión recae, sin embargo, totalmente en el principio y en la manera del entendimiento meramente perceptivo, ya que lo aprehendido se utiliza para los momentos de una ley; en efecto, adquiere así la manera de una determinabilidad fija, la forma de una propiedad inmediata o de una manifestación quieta, entra además en la determinación de la magnitud, y la naturaleza del concepto se ve, así, sofocada. El trueque de algo meramente percibido por algo reflejado en sí, de una determinabilidad meramente sensible por una determinabilidad orgánica, pierde de nuevo, por tanto, su valor, y lo pierde por el hecho de que el entendimiento no ha superado aun la posición de formular leyes.

Para poner algunos ejemplos de la comparación en lo tocante a este trueque, vemos que, a veces, lo que para la observación es un animal de fuerte musculatura, como organismo animal se determina como de alto grado de irritabilidad o lo que para la percepción es un estado de gran debilidad es determinado como un estado de elevada sensibilidad o, si se prefiere, como una afección anormal y precisamente como una potenciación de dicha sensibilidad (expresiones que traducen lo sensible, no al concepto, sino al latín y, además, a un mal latín). El hecho de que el animal tenga una fuerte musculatura puede expresarlo también el entendimiento diciendo que posee una gran fuerza muscular, del mismo modo que la gran debilidad puede expresarse como una fuerza escasa. La determinación por medio de la irritabilidad tiene sobre la determinación como fuerza la ventaja de que ésta expresa la reflexión indeterminada en sí y aquélla la reflexión determinada, pues la fuerza peculiar del músculo es precisamente la irritabilidad -y sobre la determinación por medio de la fuerza muscular la ventaja de que en ella va implícita, como ya en la fuerza misma, la reflexión en sí. Del mismo modo que la debilidad o la escasa fuerza expresa la pasividad orgánica, determinada por la sensibilidad. Pero esta sensibilidad, tomada y fijada para sí y unida todavía a la determinación de la magnitud y contrapuesta, como una sensibilidad mayor o menor, a una mayor o menor irritabilidad, se ve cada una de ellas totalmente degradada elemento sensible y a forma usual de una propiedad, y su relación no es ya el concepto, sino, por el contrario, la magnitud, en la que viene a caer ahora la contraposición, convirtiéndose con ello en una diferencia carente de pensamiento. Claro está que sí eliminamos aquí lo que tienen de indeterminado palabras como fuerza, fortaleza y debilidad surgirá, ahora, el dar vueltas de un modo igualmente vacuo e indeterminado en torno a las contraposiciones de una mayor o menor sensibilidad o irritabilidad, aumentando o disminuyendo la una con respecto a la otra. Lo mismo que la fortaleza y la debilidad son determinaciones totalmente sensibles y carentes de pensamiento, así también la mayor o menor sensibilidad o irritabilidad es el fenómeno sensible aprehendido sin pensamiento alguno y expresado del mismo modo. El concepto no ha pasado a ocupar el puesto de aquellas expresiones carentes de concepto, sino que la fortaleza o la debilidad se han llenado ahora con una determinación que, tomada solamente para sí, se basa en el concepto y tiene a éste por contenido, pero perdiendo totalmente este origen y este carácter. Mediante la forma de la simplicidad y la inmediatez en las que este contenido se convierte en lado de una ley y por medio de la magnitud, que constituye el elemento de la diferencia de tales determinaciones, retiene la esencia, que originariamente es y se pone como concepto, el modo de la percepción sensible y permanece tan alejada del conocimiento como en la determinación por medio de la fortaleza o la debilidad de la fuerza o de las propiedades sensibles inmediatas.

Nos queda ahora por considerar, solamente para sí, lo que es lo externo de lo orgánico y cómo se determina en ello la contraposición de su interno y externo; del mismo modo que hemos considerado ante todo lo interno del todo en la relación con su propio externo.

Lo externo, considerado para sí, es la configuración en general, el sistema de la vida que se estructura en el elemento del ser y es esencialmente, al mismo tiempo, el ser de la esencia orgánica para un otro -esencia objetiva en su ser para sí. Este otro se manifiesta primeramente como su naturaleza inorgánica externa. Considerados ambos en relación con una ley, la naturaleza inorgánica no puede, como veíamos más arriba, constituir el lado de una ley frente a la esencia orgánica, porque ésta es al mismo tiempo sencillamente para sí y mantiene con aquélla una relación universal y libre.

Pero sí determinamos con mayor precisión en la figura orgánica misma la relación entre estos dos lados, vemos que de un lado se vuelve contra la naturaleza inorgánica, mientras que de otro lado es para sí y reflejada en sí. La esencia orgánica real es el término medio que entrelaza el ser para sí de la vida con lo externo en general o el ser en sí. Pero el extremo del ser para sí es lo interno como uno infinito, que retrotrae de nuevo a sí los momentos de la figura misma, desde su subsistencia y cohesión con lo externo; es lo carente de contenido que se da su contenido en la figura y se manifiesta en ella como su proceso. En este extremo, como simple negatividad o pura singularidad, tiene lo orgánico su libertad absoluta, por medio de la cual es indiferente y seguro frente al ser para otro y frente a la determinabilidad de los momentos de la figura. Esta libertad es al mismo tiempo libertad de los momentos mismos, es su posibilidad de manifestarse y ser aprehendida como lo que es allí, y así como de este modo se hallan liberados y son indiferentes con respecto a lo externo, lo están también el uno con respecto al otro, pues la simplicidad de esta libertad es el ser o su sustancia simple.

Este concepto o esta libertad pura es una y la misma vida, aunque la figura o el ser para otro pueda seguir flotando todavía en un juego múltiple; a este río de la vida le es indiferente cuál sea la naturaleza de los molinos que mueven sus aguas. Hay que hacer notar, ante todo, que este concepto no debe entenderse, aquí, como antes, cuando se consideraba lo interno propiamente dicho en su forma de proceso o de desarrollo de sus momentos, sino en su forma de interior simple, que constituye el lado puramente universal frente a la esencia viva real, o como el elemento de la subsistencia de los miembros de la figura que son, pues es ésta la que ahora consideramos y, en ella, es la esencia de la vida como la simplicidad de la subsistencia. Y entonces, el ser para otro o la determinabilidad de la configuración real, captada en esta universalidad simple, que es su esencia, es una determinabilidad igualmente simple, universal y no sensible, que sólo puede ser la que se expresa como número. El número es el término medio de la figura, que enlaza la vida indeterminada con la vida real, simple como aquélla y determinada como ésta. Lo que en aquélla, en lo interno, sería como número debería expresarse, por lo externo, a su modo, como la realidad multiforme, como tipo de vida, color, etc. y, en general, como la multitud total de las diferencias que se desarrollan en la manifestación.

Si comparamos en cuanto a su lado interno respectivo los dos lados del todo orgánico -uno el interno, otro el externo, de tal modo que cada uno de ellos tenga en él mismo, a su vez, algo interno y algo externo-, tenemos que lo interno del primero era el concepto como la inquietud de la abstracción; en cambio, el segundo tiene como suya la universalidad quieta y, en ella, también la determinabilidad quieta, el número. Por tanto, si aquel lado, puesto que en él el concepto desarrolla sus momentos, prometía engañosamente leyes, por la apariencia de la necesidad de la relación, éste renuncia asimismo a ellas, por cuanto que el número se muestra como la determinación de uno de los lados de estas leyes. En efecto, el número es cabalmente la determinabilidad totalmente quieta, muerta e indiferente en la que se ha extinguido todo movimiento y toda relación y que ha roto el puente hacia la vitalidad de los impulsos, hacia el tipo de vida y hacia todo ser allí sensible.

Pero, la consideración de la figura de lo orgánico como tal y de lo interno como lo interno solamente de la figura ya no es, en realidad, una consideración de lo orgánico. En efecto, los dos lados que se trata de relacionar entre sí, se ponen solamente como indiferentes el uno con respecto al otro, y de este modo se ha superado la reflexión en sí, que constituye la esencia de lo orgánico. Lo que se hace es más bien transferir a la naturaleza inorgánica el intento de comparación de lo interno con lo externo; el concepto infinito es, aquí, solamente la esencia recatada en lo íntimo o que cae fuera en la autoconciencia y que no tiene ya, como en lo orgánico, su presencia objetiva. Esta relación entre lo interno y lo externo debe, por tanto, considerarse todavía en su esfera propia y peculiar.

En primer lugar, aquel lado interno de la figura, como la simple singularidad de una cosa inorgánica, es el peso específico. Puede ser observado, como ser simple, lo mismo que como la determinabilidad del número, la única de que es capaz, o encontrarlo propiamente mediante la comparación de observaciones, y parece, de este modo, suministrarnos uno de los lados de la ley. Figura, color, dureza, resistencia y una cantidad innumerable de otras propiedades constituirían en su conjunto el lado externo y expresarían la determinabilidad de lo interno, el número, de tal modo que lo uno tendría su contraimagen en lo otro.

Ahora bien, como la negatividad no se aprehende, aquí, como movimiento del proceso, sino como unidad aquietada o simple ser para sí, se manifiesta más bien como aquello por medio de lo cual la cosa se opone al proceso y se mantiene en sí como indiferente frente a él. Pero, por el hecho de que este simple ser para sí es una indiferencia quieta con respecto a otro, el peso específico aparece como una propiedad junto a otra; y, con ello, cesa toda relación necesaria entre esta propiedad y la dicha variedad, cesa toda conformidad a ley. El peso específico, como este interno simple, no lleva la diferencia en él mismo, o solamente lleva una diferencia no esencial, pues cabalmente su pura simplicidad supera toda diferencia esencial. Esta diferencia no esencial, la magnitud, debería, por tanto, tener en el otro lado, que es la multiplicidad de propiedades, su contraimagen o lo otro, por cuanto que solamente de este modo es diferencia, en general. Si esta multiplicidad misma se compendia en la simplicidad de la contraposición y se determina, digamos, como cohesión, de tal modo que ésta sea el ser para sí en el ser otro, como el peso específico es el puro ser para sí, tendremos entonces que esta cohesión es, ante todo, esta pura determinabilidad puesta en el concepto frente a aquella determinabilidad, y la manera de formular leyes sería la misma que más arriba considerábamos en la relación entre sensibilidad e irritabilidad. Pero, entonces, la cohesión es, además, como concepto del ser para sí en el ser otro, solamente la abstracción del lado que se enfrenta al peso específico y carece, como tal, de existencia. En efecto, el ser para sí en el ser otro es el proceso en el que lo inorgánico tendría que expresar su ser para sí como una conservación de sí mismo, que lo preservaría de salir del proceso como momento de un producto. Sin embargo, esto precisamente es contrario a su naturaleza, que no lleva en ella misma el fin o la universalidad. Su proceso es más bien solamente el comportamiento determinado donde se supera su ser para sí, su peso específico. Pero este comportamiento determinado, en el que su cohesión subsistiría en su verdadero concepto y la magnitud determinada de su peso específico son conceptos totalmente indiferentes el uno con respecto al otro. Dejando totalmente a un lado el tipo de comportamiento y limitándose a la representación de la magnitud, tal vez podría pensarse esta determinación de modo que el mayor peso específico, como un ser en sí más alto, se resistiese más a entrar en el proceso que el menor. Sin embargo, la libertad del ser para sí sólo se acredita, a la inversa, en la facilidad de meterse en todo y de mantenerse en esta multiplicidad. Aquella intensidad sin extensión de las relaciones es una abstracción sin contenido, pues la extensión constituye el ser allí de la intensidad. Pero, como ya hemos dicho, la autoconservación de lo inorgánico en su relación cae fuera de la naturaleza de ésta, puesto que no lleva en sí el principio del movimiento o puesto que su ser no es la negatividad absoluta ni es concepto.

En cambio, considerado este otro lado de lo inorgánico no como proceso, sino como ser quieto, es la cohesión usual, una simple propiedad sensible puesta de un lado frente al momento del ser otro dejado en libertad, que se desdobla en muchas propiedades indiferentes y entra en ellas mismas, como el peso específico; la muchedumbre de las propiedades en su conjunto constituye el otro lado con relación a éste. Pero en él, como en los otros, es el número la única determinabilidad que no sólo no expresa una relación y un tránsito de estas propiedades entre sí, sino que consiste precisamente de un modo esencial en no tener ninguna relación necesaria, sino en presentar la cancelación de toda conformidad a ley; pues es la expresión de la determinabilidad como una determinabilidad no esencial. De tal modo que una serie de cuerpos que expresan la diferencia como diferencia numérica entre sus pesos específicos no es en absoluto paralela a una serie en que se expresen las diferencias entre otras propiedades, aunque, para facilitar la cosa, sólo se tomen una sola o varias de ellas. Pues, en realidad, sólo podría ser todo el conjunto de propiedades el que en este paralelo constituyese el otro lado. Para ordenar en sí este conjunto y unirlo en un todo, se hallan presentes ante la observación, de una parte, las determinaciones de magnitud de estas diversas propiedades, pero, de otra parte, sus diferencias aparecen como diferencias cualitativas. Ahora bien, lo que en este tropel debiera designarse como positivo o negativo y se superaría mutuamente, y en general la configuración interna y la exposición de las formas, que debería sea muy compleja, pertenecería al concepto, el cual, sin embargo, es excluido por el modo mismo como las propiedades se presentan y como propiedades que son; y también por el modo como son captadas; en este ser, ninguna de ellas muestra el carácter de lo negativo con respecto a la otra, sino que la una es ni más ni menos que la otra, y tampoco apunta al lugar que ocupa en la ordenación del todo. En una serie que discurre en diferencias paralelas -ya se suponga la relación como una línea ascendente en ambos lados a la vez o solamente en uno, y en el otro descendente-, sólo se trata de la expresión simple final de este todo compendiado que debe constituir uno de los lados de la ley frente al peso específico; pero este lado, como resultado que es, no es precisamente sino lo que ya se ha mencionado, a saber, una propiedad singular, como lo es, digamos, la cohesión usual, junto a la cual las demás, incluyendo entre ellas el peso específico, se presentan de un modo indiferente, y cualquier otra propiedad podría ser elegida con la misma razón, es decir, con la misma sinrazón, como representante del otro lado en su totalidad; tanto una como otra sólo representarían (repräsentieren, en alemán vostellen) la esencia, pero no sería la cosa misma. Así, pues, el intento de encontrar series de cuerpos que discurran con arreglo a este paralelismo simple entre dos lados, expresando así la naturaleza esencial de los cuerpos con arreglo a una ley de relación entre ellos, debe ser considerado como un pensamiento que no conoce ni su tarea ni los medios para llevarla a cabo.

Anteriormente, la relación entre lo externo y lo interno en la figura que debe presentarse a la observación fue transferida en seguida a la esfera de lo inorgánico; ahora ya puede indicarse con mayor precisión la determinación que la trae aquí, y, partiendo de esto, se desprende, además, otra forma y relación de este comportamiento. En efecto, en lo orgánico desaparece en general lo que en lo inorgánico parece ofrecer la posibilidad de esa comparación entre lo interno y lo externo. Lo interno inorgánico es un interno simple que se ofrece a la percepción como una propiedad que es; por tanto, su determinabilidad es esencialmente la magnitud, y se manifiesta como propiedad que es indiferente con respecto a lo externo o a las muchas otras propiedades sensibles. Pero el ser para sí de lo orgánico vivo no aparece así a un lado frente a su exterior, sino que lleva en él mismo el principio del ser otro. Si determinamos el ser para sí como una relación consigo mismo simple y constante, su ser otro será la simple negatividad; y la unidad orgánica es la unidad de este relacionarse consigo mismo igual a sí mismo y de la pura negatividad. Esta unidad es, como unidad, lo interno de lo orgánico, y esto es, así, universal en sí o es género. Pero la libertad del género con respecto a su realidad es otra que la libertad del peso específico con respecto a la figura. Esta segunda es una libertad que es o que se pone al lado como una propiedad particular. Pero, por ser una libertad que es es también solamente una determinabilidad que pertenece esencialmente a esta figura o por medio de la cual es, como esencia, algo determinado. En cambio, la libertad del género es una libertad universal e indiferente con respecto a esta figura o con respecto a su realidad. La determinabilidad que corresponde como tal al ser para sí de lo inorgánico aparece, por tanto, en lo orgánico bajo su ser para sí, como en lo inorgánico solamente bajo el ser del mismo; por consiguiente, aunque ya en lo inorgánico la determinabilidad sea al mismo tiempo solamente como propiedad, es a ella a la que corresponde la dignidad de la esencia, ya que, como lo negativo simple, se enfrenta al ser allí como al ser para otro; y este negativo simple es, en su última determinabilidad singular, un número. Pero lo orgánico es una singularidad que es ella misma pura negatividad y que, por tanto, cancela en sí la determinabilidad fija del número que corresponde al ser indiferente. En cuanto lo orgánico lleva en sí el momento del ser indiferente, y en ello el momento del número, puede ser tomado, por tanto, simplemente como un juego en él mismo, pero no como esencia de su vitalidad.

Ahora bien, si ya la pura negatividad, el principio del proceso, no cae fuera de lo orgánico y no tiene, pues, como una determinabilidad en su esencia, sino que la singularidad misma de lo orgánico es en sí universal, tenemos, sin embargo, que esta pura singularidad no es algo desarrollado y real en él en sus momentos mismos abstractos o universales, sino que esta expresión aparece fuera de aquella universalidad, que recae en la interioridad; y entre la realidad o la figura, es decir, la singularidad que se desarrolla, y lo universal orgánico o el género [cae] lo universal determinado, la especie. La existencia que cobra la negatividad de lo universal o del género no es sino el movimiento desarrollado de un proceso que recorre las partes de la figura que es. Si el género tuviese en él, como simplicidad quieta, las partes diferentes y su simple negatividad fuese, así, a un tiempo mismo movimiento que recorriera partes asimismo simples y en ellas mismas inmediatamente universales, que como tales momentos serían aquí reales, el género orgánico sería conciencia. Pero la simple determinabilidad, como determinabilidad de la especie se halla presente en el género de un modo carente de espíritu; la realidad comienza con el género, o bien, lo que entra en la realidad no es el género como tal, es decir, no es en general el pensamiento. El género, como lo orgánico real, aparece sustituido solamente por un representante. Ahora bien, éste, el número, que parece indicar el tránsito del género a la configuración individual y brindar a la observación los dos lados de la necesidad, de una parte como determinabilidad simple y de otra como figura desarrollada, desentrañada hasta la multiplicidad, designa más bien la indiferencia y la libertad de lo universal y lo singular lo uno con respecto a lo otro, singular que es entregado por el género a la diferencia carente de esencia de la magnitud, pero que, como algo vivo, se muestra también libre de esta diferencia. La verdadera universalidad, tal como ha sido determinada, sólo es aquí esencia interna; como determinabilidad de la especie es universalidad formal, y frente a ésta aquella universalidad verdadera aparece del lado de la singularidad, que de este modo es una singularidad viva y que por medio de su interno se sobrepone a su determinabilidad como especie. Pero esta singularidad no es al mismo tiempo individuo universal, es decir, un individuo en el que lo universal tenga también realidad externa, sino que esto cae fuera de lo orgánicamente vivo. Y este individuo universal, tal como es de un modo inmediato el individuo de las configuraciones naturales, no es la conciencia misma; su ser allí, como individuo orgánico vivo singular, si fuese eso, no debería caer fuera de él.

Tenemos, pues, ante nosotros un silogismo uno de cuyos extremos es la vida universal como universal o como género y el otro la misma vida universal como singular o como individuo universal; pero el término medio se halla formado por los dos extremos, el primero de los cuales parece figurar allí como universalidad determinada o como especie, y el otro como singularidad propiamente dicha o singularidad singular. Y, como quiera que este silogismo corresponde en general al lado de la configuración, lleva también implícito en sí lo que se distingue como naturaleza inorgánica.

Ahora bien, puesto que la vida universal, como la esencia simple del género, desarrolla por su parte las diferencias del concepto y tiene necesariamente que presentarlas como una serie de las determinaciones simples, tenemos que es éste un sistema de diferencias puestas como indiferentes a una serie numérica. Si antes lo orgánico se contraponía, bajo la forma de lo singular, a esta diferencia carente de esencia, que no expresa ni contiene su naturaleza viva, -y sí lo mismo tenía que decirse con respecto a lo inorgánico, tendiendo a su ser allí total, desarrollado en la multitud de sus propiedades-, ahora es el individuo universal el que debe considerare no solamente como libre de toda ramificación del género, sino también como su potencia. El género, que se divide en especies con arreglo a la determinabilidad universal del número o que puede tornar como base para su clasificación ciertas determinabilidades singulares de su ser allí, por ejemplo la figura, el color, etc., se ve violentado en esta quieta faena por parte del individuo universal, la tierra, la cual, como negatividad universal, hace valer contra la sistematización del género las diferencias que lleva en sí y cuya naturaleza, por virtud de la sustancia a la que pertenecen, es otra que la del género. Esta faena del género se convierte en un asunto totalmente delimitado, que sólo puede llevar a cabo dentro de aquellos poderosos elementos y que, interrumpido en todas partes por su desenfrenada violencia, se ve menoscabado y lleno de lagunas.

De lo anterior se desprende que en la observación del ser allí configurado la razón sólo puede presentarse como vida en general, pero una vida que, en su diferenciación, no tiene realmente en sí misma una seriación y organización racional y que no es un sistema de figuras basado en sí mismo. -Si en el silogismo de la configuración orgánica el término medio, en el que la especie y su realidad caen como individualidad singular, llevase en sí mismo los extremos de la universalidad interna y de la individualidad universal, este término medio tendría en el movimiento de su realidad la expresión y la naturaleza de la universalidad y sería el desarrollo que se sistematizaría a sí mismo. Así, pues, la conciencia entre el espíritu universal y su singularidad o la conciencia sensible tiene por término medio el sistema de las configuraciones de la conciencia, como una vida del
espíritu que se ordena hacia un todo; es el sistema que aquí consideramos y que tiene su ser allí objetivo como historia del mundo. Pero la naturaleza orgánica no tiene historia alguna; desde su universal, que es la vida, desciende inmediatamente a la singularidad del ser allí, y los momentos unidos en esta realidad, los momentos de la simple determinabilidad y de la vitalidad singular, producen el devenir solamente como el movimiento contingente en el que cada uno de ambos momentos es activo en la parte que le toca y el todo se mantiene; ahora bien, esta movilidad se limita para sí misma solamente al punto que le corresponde, porque el todo no se halla presente en él, y no se halla presente porque no es aquí como todo para sí.

Además de que, por tanto, en la naturaleza orgánica la razón observante llega solamente a la intuición de sí misma como vida universal, en general, la intuición de su desarrollo y de su realización [Realisierung] sólo deviene para la razón con arreglo a sistemas diferenciados de un modo perfectamente universal y cuya determinación y esencia no radica en lo orgánico como tal, sino en el individuo universal; y bajo estas diferencias de la tierra, con arreglo a seriaciones que el género trata de fijar.

Así, pues, por cuanto que, en su realidad, la universalidad de la vida orgánica, sin la verdadera mediación que es para sí desciende de un modo inmediato al extremo de la singularidad, tenemos que la conciencia observadora sólo tiene como cosa ante sí la suposición; y si la razón sólo tuviera el interés ocioso de observar esta suposición, se limitaría a describir y narrar las suposiciones y ocurrencias de la naturaleza. Esta libertad carente de espíritu del suponer nos brindaría, indudablemente, toda suerte de conatos de leyes, trazas de necesidad, atisbos de ordenación y seriación, relaciones ingeniosas y aparentes. Pero, en la relación entre lo orgánico y las diferencias de lo inorgánico que son, los elementos, zonas y climas, la observación, en lo tocante a la ley y a la necesidad, no va más allá de la gran influencia. Y, del otro lado, donde la individualidad no tiene la significación de la tierra, sino la del uno inmanente a la vida orgánica -uno que, sin embargo, en unidad inmediata con lo universal constituye, ciertamente, el género, pero cuya unidad simple sólo se determina, precisamente por ello, como número, dejando en libertad, por tanto, el fenómeno cualitativo-, la observación no puede pasar de tales o cuales indicaciones adecuadas, relaciones interesantes y una buena disposición hacia el concepto. Sin embargo, las indicaciones adecuadas no son todavía un saber de la necesidad, y las relaciones interesantes se quedan en el interés, el cual no es otra cosa que la suposición acerca de la razón; y la buena disposición de lo individual hacia el concepto, aludiendo a él, es una buena disposición infantil, que es pueril cuando pretende valer algo en y para sí.

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