B. LA RELIGIÓN DEL ARTE
El espíritu ha elevado su figura, en la que el espíritu es para su conciencia, a la forma de la conciencia misma y hace surgir ante sí esta forma. El artesano ha abandonado el trabajo sintético, la mezcla de las formas extrañas del pensamiento y de lo natural; habiendo ganado la figura la forma de la actividad autoconsciente, el artesano se ha convertido en trabajador espiritual.
Si nos preguntamos cuál es el espíritu real que tiene en la religión del arte la conciencia de su esencia absoluta, llegamos al resultado de que es el espíritu ético o el espíritu verdadero. No es solamente la sustancia universal de todo la singular, sino que, teniendo esta sustancia para la conciencia real la figura de la conciencia, ello quiere decir que la sustancia, dotada de individualización, es sabida por aquél como su propia esencia y su propia obra. De este modo, no es para él ni la esencia luminosa en cuya unidad el ser para sí de la autoconciencia, contenido tan sólo negativamente, transitoriamente, intuye al señor de su realidad, no es tampoco el incesante devorarse de pueblos que se odian, ni su sojuzgamiento en castas que constituyan en su conjunto la apariencia de la organización de un todo acabado, pero al que le falte la libertad universal de los individuos. Sino que es el pueblo libre, en el que la costumbre constituye la sustancia de todos, cuya realidad y existencia saben todos y cada uno de los singulares como su voluntad y su obrar.
Pero la religión del espíritu ético es su elevación por sobre su realidad, el retorno desde su verdad al puro saber de sí mismo. Puesto que el pueblo ético vive en la unidad inmediata con su sustancia y no tiene en él el principio de la singularidad de la autoconciencia, su religión sólo aparece en su perfección allí donde se destaca de su subsistencia. Pues la realidad de la sustancia ética se basa, en parte, en su quieta inmutabilidad frente al movimiento absoluto de la autoconciencia y, por tanto, en el hecho de que ésta no ha retornado todavía a sí de su quieta costumbre y de su firme confianza en sí misma; y, en parte, en su organización en una pluralidad de derechos y deberes, así como en la distribución en las masas de los estamentos y de su obrar particular, que coopera al todo; se basa, por tanto, en el hecho de que el singular está satisfecho con la limitación de su ser allí y no ha captado todavía el pensamiento limitado de su libre sí mismo. Pero, aquella quieta confianza inmediata en la sustancia pasa a la confianza en sí y a certeza de sí mismo, y la pluralidad de los derechos y deberes, como el obrar limitado, es el mismo movimiento dialéctico de lo ético que la pluralidad de las cosas y de su determinación, un movimiento que sólo encuentra su quietud y su firmeza en la simplicidad del espíritu cierto de sí. La perfección de la eticidad hasta llegar a la libre autoconciencia y el destino del mundo ético es, por tanto, la individualidad que ha entrado en sí, la absoluta ligereza del espíritu ético que disuelve en sí todas las diferencias fijas de su subsistencia y las masas de su estructuración orgánica y ha llegado plenamente a la alegría ilimitada y al más libre goce de sí mismo. Esta simple certeza del espíritu en sí es la ambigua, quieta subsistencia y la fija verdad, del mismo modo que es la absoluta inquietud y el perecer de la eticidad. Pero se trueca en esta última; pues la verdad del espíritu ético todavía sigue siendo, primeramente, esta esencia y esta confianza sustanciales en las que el sí mismo no se sabe como libre singularidad y que, por tanto, se va a pique en esta interioridad o en el liberarse del sí mismo. Así, pues, al quebrantarse la confianza y romperse la sustancia del pueblo en sí, el espíritu, que era el medio entre los extremos inconsistentes, pasa ahora al extremo de la autoconciencia que se capta como esencia. Esta conciencia es el espíritu cierto dentro de sí, que se duele de la perdida de su mundo y que ahora hace surgir su esencia, elevada por sobre la realidad, desde la pureza del sí mismo.
En una época así se produce el arte absoluto; antes, es el trabajo instintivo, que, sumergido en la existencia, trabaja partiendo de ella y penetrando en ella, que no tiene su sustancia en la libre eticidad y que, por tanto, no tiene tampoco la libre actividad espiritual para el sí mismo que trabaja. Más tarde, el espíritu va más allá del arte para alcanzar su más alta presentación; la de ser no solamente la sustancia nacida del sí mismo, sino también, en su presentación como objeto ser este sí mismo; no sólo de alumbrarse desde su concepto, sino de tener su concepto mismo como figura, de tal modo que el concepto y la obra de arte creada se saben mutuamente como uno y lo mismo.
Como, por tanto, la sustancia ética ha retornado desde su ser allí a su autoconciencia pura, es éste el lado del concepto o de la actividad con que el espíritu se hace surgir como objeto. Es la forma pura, porque el singular, en la obediencia y en el servicio éticos, ha agotado todo ser allí no consciente y toda sólida determinación, del mismo modo que la sustancia misma se ha convertido en esta esencia fluida. Esta forma es la noche en que la sustancia es traicionada y se ha convertido en sujeto; de esta noche de la certeza pura de sí mismo resurge el espíritu moral como la figura liberada de la naturaleza y de su ser allí inmediato.
La existencia del concepto puro, en la que el espíritu ha huido de su cuerpo, es un individuo que el espíritu elige como receptáculo de su dolor. En este individuo el espíritu es como su universal y su potencia, de la que sufre violencia, es como su pathos, entregado al cual pierde la libertad su autoconciencia. Pero aquella potencia positiva de la universalidad es sojuzgada por el puro sí mismo del individuo como la potencia negativa. Esta pura actividad, consciente de su fuerza inalienable, lucha con la esencia no configurada; haciéndose dueña de ella, ha convertido el pathos en su materia y se ha dado su contenido; y esta unidad surge como obra, como el espíritu universal individualizado y representado.
a. LA OBRA DE ARTE ABSTRACTA
La primera obra de arte es, como la inmediata, la obra abstracta y singular. A su vez, tiene que moverse, partiendo del modo inmediato y objetivo, hacia la autoconciencia y, de otra parte, esta autoconciencia para sí, tiende, en el culto, a superar la diferencia que primero se da frente a su espíritu y a producir con ello la obra de arte vivificada en ella misma.
[1. La imagen de los dioses]
El primer modo en que el espíritu artístico aleja más una de otra su figura y su conciencia activa es el modo inmediato en que aquélla es allí en general como cosa. Se escinde en él en la diferencia entre la singularidad, que tiene en ella la figura del sí mismo, y la universalidad, que presenta la esencia inorgánica con respecto a la figura, como su medio ambiente y su morada. Ésta adquiere, mediante la elevación del todo al puro concepto, su forma pura, perteneciente al espíritu. No es ni el cristal intelectual que alberga a lo muerto o es iluminado por el alma exterior, ni la mezcla, que surge primeramente de la planta, de las formas de la naturaleza y del pensamiento, cuya actividad sigue siendo aquí una imitación. Sino que el concepto se despoja de lo que aun queda adherido a las formas de la raíz, las ramas y el follaje y las purifica en imágenes en las que lo rectilíneo y lo plano del cristal es elevado a proporciones inconmensurables, de tal modo que la animación de lo orgánico es asumida por la forma abstracta del entendimiento y, al mismo tiempo, se mantiene para el entendimiento su esencia, la inconmensurabilidad.
Pero el dios que mora en lo interior es la piedra negra que sale de la morada del animal y que es penetrada por la luz de la conciencia. La figura humana se despoja de la figura animal con la que aparecía mezclada; el animal es para el dios solamente un ropaje contingente; aparece junto a su verdadera figura y ya no vale para sí, sino que ha descendido a la significación de un otro, a un mero signo. La figura del dios se despoja así en ella misma de la penuria de las condiciones naturales del ser allí animal e indica las disposiciones interiores de la vida orgánica en su superficie y como perteneciente solamente a ésta. Pero la esencia del dios es la unidad del ser allí universal de la naturaleza y del espíritu autoconsciente que en su realidad se manifiesta como contrapuesta a aquél. Al mismo tiempo, siendo primeramente una figura singular, su ser allí es uno de los elementos de la naturaleza, del mismo modo que su realidad autoconsciente es un espíritu del pueblo singular. Pero aquélla es en esta unidad el elemento reflejado en el espíritu, la naturaleza transfigurada por el pensamiento, unida con la vida autoconsciente. Por tanto, la figura de los dioses tiene en ella su elemento natural como un elemento superado, como un oscuro recuerdo. La esencia caótica y la embrollada lucha del libre ser allí de los elementos, el reino no ético de los titanes, son derrotados y empujados hacia el borde de la realidad que se ha hecho clara, hacia los turbios límites del mundo que se encuentra y se aquieta en el espíritu. Estos viejos dioses, en los que primeramente se particulariza la esencia luminosa en maridaje con las tinieblas, el Cielo, la Tierra, el Océano, el Sol, el ciego fuego tifónico de la Tierra, etc., son sustituidos por figuras que sólo tienen ya en ellas la oscura resonancia que recuerda a aquellos titanes, y no son ya esencias naturales, sino diáfanos espíritus morales de los pueblos autoconscientes.
Por tanto, esta figura simple ha abolido en sí y reunido en una individualidad quieta la inquietud de la infinita singularización -tanto de la suya como elemento natural que sólo como esencia universal se comporta como necesaria, pero que en su ser allí y en su movimiento se comporta de un modo contingente- como de la que surge como el pueblo que, disperso en las masas particulares del obrar y en los puntos individuales de la autoconciencia, tiene una existencia de múltiple sentido y obrar. Se le contrapone, por tanto, el momento de la inquietud; frente a ella, a la esencia, está la autoconciencia, que no tiene para sí como su punto de origen otra cosa que el ser la actividad pura. Lo perteneciente a la sustancia lo entregaba el artista totalmente a su obra; pero en su obra no daba realidad alguna a sí mismo como individualidad determinada; sólo podía participar a la obra la perfección enajenándose de su particularidad y desencarnándose para elevarse a la abstracción del puro obrar. En esta primera e inmediata creación no han vuelto a unificarse aun la separación entre la obra y su actividad autoconsciente; por tanto, la obra no es para sí la obra realmente animada, sino que es totalidad solamente con su devenir. Lo común a la obra de arte, el ser creada en la conciencia y elaborada por manos humanas, es el momento del concepto existente como concepto, que se le contrapone. Y si éste, como artista o como contemplador, es lo bastante desinteresado para declarar la obra de arte absolutamente animada en ella misma, olvidándose del que obra o intuye, deberá mantenerse en pie, por el contrario, el concepto del espíritu, el cual no puede prescindir del momento de ser consciente de sí mismo. Pero este momento se contrapone a la obra, porque en esta su primera escisión el concepto da a los dos lados sus determinaciones abstractas del obrar y del ser cosa, de tal modo que se enfrenten la una a la otra; y su retorno a la unidad, de la que emanan, no se ha llevado a cabo aun.
Así pues, el artista experimenta en su obra el no haber creado una esencia igual a él. De este modo, retorna a él de ella, ciertamente, una conciencia, a saber: que una muchedumbre admirada la honre como el espíritu que es su esencia. Pero esta animación, restituyéndole su autoconciencia solamente como admiración, es más bien una confesión hecha al artista de que esta animación no es igual a él. Al retornar a él como alegría en general, el artista no encuentra en ella ni el dolor de su formación y creación ni el esfuerzo de su trabajo. Aunque éstos enjuicien su obra y le aporten ofrendas; aunque pongan en ella, como sea, su conciencia, si, con su conocimiento, se ponen por encima de él, él sabe cuánto más vale su obrar que su comprender y su discurso; y sí se ponen por debajo y reconocen en ella la esencia que los domina, él se sabe como el dueño y señor de la misma.
[2. El himno]
La obra de arte requiere, por tanto, otro elemento de su existencia, el dios requiere otro modo de expresión que éste, en el que desciende de la profundidad de su noche creadora a lo contrario, a la exterioridad, a la determinación de la cosa no autoconsciente. Este elemento superior es el lenguaje, un ser allí que es inmediatamente existencia autoconsciente. Como en el lenguaje es la autoconciencia singular, es también inmediatamente como un contagio universal; la plena particularización del ser para sí es al mismo tiempo la fluidez y la unidad universalmente comunicada de los muchos sí mismos; es el alma existente. Como alma. Por tanto, el dios que tiene el lenguaje como elemento de su figura es la obra de arte animada en ella misma, que tiene inmediatamente en su existencia la pura actividad que se enfrentaba a él cuando existía como cosa. O la autoconciencia permanece inmediatamente cerca de sí en el objetivarse de su esencia. De este modo, siendo en su esencia cerca de sí misma, es puro pensar o es la devoción cuya interioridad tiene al mismo tiempo ser allí en el himno. El himno retiene en él la singularidad de la autoconciencia y esta singularidad, al ser escuchada, es allí al mismo tiempo como universal; la devoción, encendida en todos, es la corriente espiritual que, en la multiplicidad de la autoconciencia, es consciente de sí como de un igual obrar de todos y como ser simple; el espíritu, como esta universal autoconciencia de todos, tiene en una unidad tanto su pura interioridad como el ser para otros y el ser para sí de los singulares.
Este lenguaje se distingue de otro lenguaje del dios que no es el de la autoconciencia universal. El oráculo, tanto el del dios de las religiones artísticas como el de las religiones anteriores, es su primer lenguaje necesario; pues en su concepto va implícito el que es tanto la esencia de la naturaleza como la del espíritu, por lo que tiene no sólo un ser allí natural, sino también un ser allí espiritual. En la medida en que este momento reside solamente en su concepto y no se ha realizado aun en la religión, el lenguaje es, para la autoconciencia religiosa, el lenguaje de una autoconciencia extraña. La autoconciencia extraña todavía a su comunidad no es allí aun como su concepto lo exige. El sí mismo es el simple y por ende sencillamente universal ser para sí; pero aquel que se halla separado de la autoconciencia de la comunidad es solamente un singular. El contenido de este lenguaje propio y singular se desprende de la universal determinabilidad en la que el espíritu absoluto en general es puesto en su religión. El espíritu universal de la aurora, que aun no ha particularizado su ser allí, expresa acerca de la esencia proposiciones igualmente simples y universales, el contenido sustancial de las cuales es sublime en su verdad simple, pero en gracia a esta misma universalidad se manifiesta al mismo tiempo como algo trivial a la autoconciencia que ulteriormente se va desarrollando.
El sí mismo ulteriormente formado que se eleva al ser para sí es dueño del puro pathos de la sustancia, es dueño de la objetividad de la esencia luminosa auroral y sabe aquella simplicidad de la verdad como lo que es en sí, que no tiene la forma del ser allí contingente a través de un lenguaje extraño, sino como la segura y no escrita ley de los dioses, que vive eternamente y de la que nadie sabe cuándo se manifestó. Como la verdad universal revelada por la esencia luminosa se ha retraído aquí a lo interior o a lo inferior y se ha sustraído, por tanto, a la forma de la manifestación contingente; así por el contrario, en la religión del arte, porque la figura del dios ha asumido la conciencia y, por tanto, la singularidad en general, dicha verdad es el lenguaje propio del dios, el cual es el espíritu del pueblo ético, el oráculo que sabe los casos particulares de éste y da a conocer lo que es útil acerca de ellos. Pero las verdades universales, al ser sabidas como lo que es en sí, son vindicadas por el pensamiento que sabe, y el lenguaje de ellas ya no le es un lenguaje extraño, sino el lenguaje propio. Y así como aquella manera de la Antigüedad buscaba en su propio pensamiento lo que fuese bueno y bello, dejando al demonio el saber el contenido malo y contingente del saber, si era bueno para él el practicar esto o aquello o si era bueno para un conocido el emprender tal o cual viaje y otras cosas insignificantes, del mismo modo la conciencia universal saca el saber de lo contingente de los pájaros o de los árboles o de la tierra en fermentación, cuyos vapores arrebatan a la autoconciencia su capacidad de reflexión; pues lo contingente es lo irreflexivo y extraño, y la conciencia ética se deja también determinar de un modo irreflexivo y extraño, como por un juego de dados. Si el singular se deja determinar por su entendimiento y elige con reflexión lo que le es útil, a esta autodeterminación le sirve de base la determinabilidad del carácter particular; ésta es lo contingente y aquel saber del entendimiento de lo que es útil para el singular es, por tanto, un saber del mismo tipo que el de aquel oráculo o el de la suerte; solamente que quien interroga al oráculo o a la suerte expresa con ello la disposición ética de la indiferencia hacia lo contingente, mientras que aquél, por el contrario, trata a lo en sí contingente como interés esencial de su pensamiento y de su saber. Pero lo superior a ambas cosas es, ciertamente, el hacer de la reflexión el oráculo del obrar contingente, pero sabiendo este obrar reflexivo mismo como algo contingente, en virtud de su lado de relación con lo particular y su utilidad.
El verdadero ser allí autoconsciente que el espíritu cobra en el lenguaje que no es el lenguaje de la autoconciencia extraña, y por tanto contingente y no universal, es la obra de arte que hemos visto anteriormente. Esta obra de arte se contrapone al carácter de cosa de la estatua. Mientras ésta es el ser allí quieto, aquélla es, en cambio, el ser allí que tiende a desaparecer; mientras que en ésta la objetividad dejada en libertad carece del propio sí mismo inmediato, aquélla permanece demasiado encerrada en el sí mismo, cobra demasiado poca configuración y, como el tiempo, no es ya de un modo inmediato mientras es allí.
[3. El culto]
El movimiento de ambos lados, en el que la figura divina movida en el puro elemento sensible de la autoconciencia y la figura divina quieta en el elemento de la coseidad abandonan mutuamente su diversa determinación y la unidad que es el concepto de su esencia llega al ser allí, constituye el culto. En él se da el sí mismo la conciencia del descender de la esencia divina de su más allá a él y ésta, que anteriormente era lo irreal y solamente objetivo, adquiere de este modo la realidad propiamente dicha de la autoconciencia.
Este concepto del culto se halla ya en sí contenido y presente en el fluir del canto de los himnos. Esta devoción es la satisfacción inmediata y pura del sí mismo por medio y dentro de sí mismo. Es el alma depurada que, en esta pureza, sólo es inmediatamente esencia y forma una unidad con la esencia. Por su abstracción, no es la conciencia que diferencia su objeto de sí y es solamente, por tanto, la noche del ser allí y el lugar dispuesto para su figura. El culto abstracto eleva, por tanto, al sí mismo al ser este puro elemento divino. El alma lleva a cabo esta depuración de un modo consciente; sin embargo, no es todavía el sí mismo que ha descendido a sus profundidades, que se sabe como el mal, sino que es un algo que es, un alma que purifica su exterioridad con abluciones, que la cubre de vestidos blancos y conduce su interioridad por el camino representado de los trabajos, las penas y las recompensas, por el camino de la cultura que se enajena de la particularidad, camino por el cual el alma logra llegar a las moradas y a la comunidad de la beatitud.
En un principio, este culto es solamente una actuación secreta, es decir, una actuación solamente representada, irreal; debe ser acción real, ya que una acción irreal se contradice a sí misma. La
conciencia propiamente dicha se eleva de este modo a su pura autoconciencia. La esencia tiene en ella la significación de un objeto libre; mediante el culto real retorna éste al sí mismo -y en la medida en que el objeto tiene en la conciencia pura la significación de la pura esencia que mora más allá de la realidad, esta esencia desciende de su universalidad, a través de esta mediación, hasta la singularidad y se conjuga así con la realidad.
El modo como ambos lados entran en la acción se determina de manera que para el lado autoconsciente, en cuanto es conciencia real, la esencia se presenta como la naturaleza real; de una parte, le pertenece como posesión y propiedad y vale como la existencia que no es en sí; de otra parte, es su propia realidad y singularidad inmediatas que la conciencia considera asimismo como no esencia y supera. Pero, al mismo tiempo, aquella naturaleza exterior tiene para su conciencia pura el significado opuesto, el de ser la esencia que es en sí, frente a la cual el sí mismo sacrifica su no esencialidad, del mismo modo que, a la inversa, se sacrifica a sí mismo el lado no esencial de la naturaleza. La acción es movimiento espiritual, porque es bilateral, supera la abstracción de la esencia del modo como la devoción determina al objeto y la hace real; y eleva lo real, del modo como el que actúa determina el objeto y se determina a sí mismo, a la universalidad y en ella.
La acción del culto mismo comienza, pues, con la pura entrega de una posesión que el propietario aparentemente olvida como algo totalmente inútil para él o deja que se volatilice en humo. Ante la esencia de su conciencia pura renuncia, por tanto, a la posesión y al derecho de propiedad y de goce de la misma; renuncia a la personalidad y al retorno del obrar al sí mismo y refleja la acción más bien en lo universal o en la esencia como dentro de sí. Pero, a la inversa, en ello se va también a pique la esencia que es. El animal sacrificado es el signo de un dios; los frutos que se comen son los mismos Baco y Ceres vivientes; en aquél mueren las potencias del derecho de arriba, que tiene sangre y vida real; y en éstos las potencias del derecho de abajo, que posee, sin sangre, el poder misterioso y astuto. El sacrificio de la sustancia divina pertenece, en la medida en que es obrar, al lado autoconsciente; y para que este obrar real sea posible, es necesario que la esencia misma se haya sacrificado ya en sí. Así lo ha hecho al darse ser allí y convertirse en el animal singular y en el fruto. Esta renuncia, que por tanto lleva ya a cabo la esencia en sí presenta al sí mismo actuante en la existencia y para su conciencia y sustituye aquella realidad inmediata de la esencia por la realidad superior, es decir, la de sí misma. En efecto, la unidad engendrada, que es el resultado de la singularidad y separación de ambos lados superados, no es el destino solamente negativo, sino que tiene un significado positivo. Solamente a la esencia abstracta y subterránea se entrega totalmente lo sacrificado a ella, con lo que se designa la reflexión de la posesión y del ser para sí en lo universal, como diferente del sí mismo como tal. Pero, al mismo tiempo, esto sólo es una pequeña parte, y los demás sacrificios son solamente la destrucción de lo inútil y más bien la preparación de lo sacrificado para la mesa, cuyo festín defrauda a la acción en su significado negativo. El que sacrifica retiene en aquel primer sacrificio la mayor parte y, en ella, lo que es útil para su propio goce. Este goce es la potencia negativa que supera tanto la esencia como la singularidad y es, al mismo tiempo, la realidad positiva, donde la existencia objetiva de la esencia se ha transformado en autoconsciente y el sí mismo tiene la conciencia de su unidad con la esencia.
Por lo demás, aunque este culto sea, ciertamente, una acción real su significado ya sólo reside más bien en la devoción; lo que a ésta pertenece no brota objetivamente, del mismo modo que el resultado se despoja a sí mismo, en el goce, de su existencia. Por tanto, el culto sigue adelante y suple primeramente este defecto dando a su devoción una subsistencia objetiva, al ser el culto el trabajo común o singular que cada cual puede realizar, trabajo que hace surgir la morada y el ornamento del dios, para honrarlo. De este modo, y de una parte, se supera la objetividad de la estatua, ya que mediante esta consagración de sus ofrendas y de sus trabajos el trabajador se congracia al dios e intuye en él, adecuadamente como algo que le pertenece, a su sí mismo; y, por otra parte, este obrar no es el trabajo singular del artista, sino que esta particularidad queda disuelta en la universalidad. Pero no es el honor tributado al dios lo único que se produce, y la bendición de su inclinación no fluye solamente en la representación sobre el trabajador, sino que el trabajo tiene también el significado inverso frente al primero de la enajenación y del honor extraño. Las moradas y los altares de los dioses son para el uso del hombre y los tesoros guardados en los templos son utilizados, por él, en caso de necesidad: y el honor que al dios se le tributa en su ornato es el honor del pueblo artísticamente dotado y magnánimo. En las fiestas, el pueblo adorna igualmente sus propias moradas y ropas y rodea también de gracioso ornato sus ceremonias. De este modo, recibe en la gratitud del dios la compensación y las pruebas de su benevolencia, en la que se unió a él por medio del trabajo, y no ya en la esperanza y en una tardía realidad, sino que tiene en los honores tributados y en la aportación de las ofrendas, de un modo inmediato, el goce de su propia riqueza y de su magnificencia.
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