sábado, 17 de mayo de 2008

b. La obra de arte viviente

b. LA OBRA DE ARTE VIVIENTE

El pueblo que en el culto de la religión del arte se aproxima a su dios es el pueblo ético que sabe a su Estado y a los actos de éste como la voluntad y el cumplimiento de sí mismo. Este espíritu, enfrentándose al pueblo autoconsciente, no es, por tanto, la esencia luminosa que, carente de sí mismo, no contiene en sí la certeza de los singulares, sino que es más bien solamente su esencia universal y la potencia dominadora en la que aquéllos desaparecen. El culto de la religión de esta simple esencia carente de figura sólo restituye, por tanto, a sus fieles, en general, el que ellos son el pueblo de su dios; sólo les asegura su subsistencia y su sustancia simple en general, pero no su sí mismo real, que es más bien rechazado. Pues ellos veneran a su dios como la profundidad vacía, no como espíritu. Pero, por otra parte, el culto de la religión del arte carece de aquella abstracta simplicidad de la esencia y, por tanto, de la profundidad de ésta. No obstante, la esencia, unida inmediatamente con el sí mismo, es en sí el espíritu y la verdad que sabe, aunque no sea aun la verdad sabida o la verdad que se sabe a sí misma en su profundidad. Así, pues, puesto que la esencia tiene aquí en ella el sí mismo, su manifestación resulta grata a la conciencia, y esta conciencia en el culto no sólo obtiene la justificación universal de su subsistencia, sino también su ser allí consciente en él mismo, del mismo modo que, a la inversa, la esencia no tiene ser allí consciente en un pueblo reprobado en el que solamente la sustancia se reconoce y tiene realidad carente de sí mismo, sino en el pueblo cuyo sí mismo es reconocido en su sustancia.

Del culto procede, pues, la autoconciencia satisfecha en su esencia, y el dios se instala en ella como en su morada. Esta morada es para sí la noche de la sustancia o su pura individualidad, y no ya la tensa individualidad del artista, que aun no se ha reconciliado con su esencia en proceso de objetivación, sino la noche satisfecha que, colmada de todo, tiene en ella su pathos, porque es el retorno de la intuición, de la objetividad superada. Este pathos es para sí la esencia del amanecer, pero un amanecer que es a partir de ahora dentro de sí un ocaso y tiene en él mismo su ocaso, la autoconciencia y, con ello, ser allí y realidad. Esta esencia ha recorrido aquí el movimiento de su realización. Descendiendo desde su esencialidad pura hacia una fuerza natural objetiva y sus exteriorizaciones, es ser allí para lo otro, para el sí mismo, por el cual es devorado. La silenciosa esencia de la naturaleza carente de sí mismo alcanza en su fruto el grado en que la naturaleza, preparándose ella misma para ser digerida después, se ofrece a la vida del sí mismo; alcanza su más alta perfección en la utilidad de ser comida y bebida, pues es así, en efecto, la posibilidad de una existencia más alta y toca a la existencia espiritual -al elevarse, por una parte, hasta la sustancia silenciosamente vigorosa y, por otra parte, hasta la fermentación espiritual, el espíritu de la tierra, en su metamorfosis, prospera hasta convertirse allí en el principio femenino de la nutrición y aquí en el principio masculino de la fuerza del ser allí autoconsciente que se impulsa a sí mismo.

En este goce revela, por tanto, aquella esencia luminosa auroral lo que es; dicho goce es el misterio de esa esencia. Pues lo místico no es el ocultamiento de un secreto o de la ignorancia, sino que consiste en que el sí mismo se sabe uno con la esencia y ésta es, por tanto, revelada. Solamente el sí mismo es revelado ante sí, o lo que se revela se revela solamente en la certeza inmediata de sí. Pero en ésta se pone mediante el culto la esencia simple; ésta, como cosa útil, no tiene solamente un ser allí que se ve, se siente, se huele y se gusta, sino que es también objeto de la apetencia y, mediante el goce real, pasa a ser uno con el sí mismo y, por tanto, completamente puesto de manifiesto ante esto y patente ante él. Aquello de lo que se dice que es revelado a la razón, al corazón, es todavía, de hecho, secreto, pues falta todavía la certeza real del ser allí inmediato, tanto la objetiva como la del goce, que en la religión, sin embargo, no es sólo la inmediata carente de pensamiento, sino al mismo tiempo la del puro saber del sí mismo.

Lo que de este modo, mediante el culto, se revela en él mismo al espíritu autoconsciente es la simple esencia como el movimiento consistente, de una parte, en remontarse de su nocturna reconditez a la conciencia, en ser su callada sustancia nutricia, y, de otra parte, en perderse de nuevo en la noche subterránea, en el sí mismo, y en permanecer arriba solamente con callada nostalgia maternal. Pero el impulso ruidoso es la esencia de la luz naciente de múltiples nombres y su vida tumultuosa, abandonada asimismo por su ser abstracto, se enmarca primeramente en la existencia objetiva del fruto y luego, entregándose a la autoconciencia, llega en ella a la realidad propiamente dicha, y ahora vaga como un tropel de mujeres delirantes, el tumulto indomeñado de la naturaleza en la figura autoconsciente.

Pero lo que se pone de manifiesto ante la conciencia sólo es todavía el espíritu absoluto, que es esta simple esencia, y no lo que es como espíritu en él mismo, o solamente el espíritu inmediato, el espíritu de la naturaleza. Su vida autoconsciente es, por tanto, solamente el misterio del pan y del vino, el misterio de Ceres y de Baco, no el de los otros dioses, propiamente superiores y cuya individualidad encierra dentro de sí como momento esencial la autoconciencia como tal. Aun no se le ha sacrificado, por tanto, el espíritu como espíritu autoconsciente, y el misterio del pan y del vino no es aun el misterio de la carne y de la sangre.

Esta incontenida ebriedad del dios tiene que aquietarse tornándose objeto y el entusiasmo que no llega a la conciencia producir una obra que se le enfrente como una obra igualmente perfecta, a la manera como al entusiasmo del artista de que ya hemos hablado se le enfrentaba la estatua, pero no como un sí mismo carente en él de vida, sino como un sí mismo viviente. Un culto así es la fiesta que el hombre se da en su propio honor; pero sin poner en ella todavía la significación de la esencia absoluta; pues sólo se pone de manifiesto ante él, por el momento, la esencia, pero todavía no el espíritu; no como un espíritu que adopte figura esencialmente humana. Pero este culto sienta el fundamento para esta revelación y desdobla, uno por uno, sus momentos. Aquí, es el momento abstracto de la corporeidad viva de la esencia, como más arriba era la unidad de ambos en el delirio no consciente. Por tanto, el hombre se coloca a sí mismo en vez de la estatua como una figura educada y elaborada para un movimiento perfectamente libre, lo mismo que aquélla es la quietud perfectamente libre. Si cada individuo sabe presentarse, por lo menos, como portador de antorcha, de entre ellos se destaca uno que es el movimiento configurado, la lisa elaboración y la fuerza fluida de todos los miembros -una obra de arte viva y animada que une a su belleza la fuerza y a la que el ornato con que ha sido honrada la estatua se le concede como premio a su fuerza y el honor de ser entre su pueblo la más alta representación corpórea de su esencia, en vez del dios de piedra.

En las dos representaciones que acabamos de ver se daba la unidad de la autoconciencia y de la esencia espiritual; lo único que les falta es su equilibrio. En el entusiasmo báquico es el sí mismo fuera de sí, pero en la bella corporeidad la esencia espiritual. Aquel embotamiento de la conciencia y sus salvajes balbuceos deben ser acogidos en la clara existencia de la corporeidad, y la claridad carente de espíritu de ésta en la interioridad de la primera. El elemento perfecto, en el que la interioridad es a un tiempo exterior, como la exterioridad interior, es nuevamente el lenguaje, pero no el lenguaje del oráculo, totalmente contingente y singular en su contenido, ni el del himno, sentimiento y alabanza de un dios singular exclusivamente, ni los balbuceos carentes de contenido del frenesí báquico. Sino que el lenguaje ha adquirido su contenido claro y universal -su contenido claro, pues el artista ha salido del primer entusiasmo totalmente sustancial y se ha elaborado hasta una figura que es en sus movimientos existencia penetrada por el alma autoconsciente y el ser allí conviviente; y su contenido universal, pues en esta fiesta que es el honor del hombre desaparece la unilateralidad de las estatuas, que contiene solamente un espíritu nacional, un carácter determinado de la divinidad. El bello gimnasta es sin duda el honor de su pueblo particular, pero es una singularidad corpórea en la que han desaparecido el desarrollo y la seriedad de la significación y el carácter interior del espíritu que sostiene la vida particular, las disposiciones, las necesidades y las costumbres de su pueblo. En esta enajenación que va hasta la total corporeidad, el espíritu se ha despojado de las particulares impresiones y resonancias de la naturaleza, que llevaba dentro de sí como el espíritu real del pueblo. Su pueblo no es ya, pues, consciente en él de su particularidad, sino que es más bien consciente de haberse despojado de ella y es consciente de la universalidad de su existencia humana.

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