sábado, 17 de mayo de 2008

C. La obra de arte espiritual

c. LA OBRA DE ARTE ESPÍRITUAL

Los espíritus de los pueblos que devienen conscientes de la figura de su esencia en un animal particular se conjugan en unidad; de este modo, los bellos genios nacionales particulares se agrupan en un panteón cuyo elemento y cuya morada es el lenguaje. La intuición pura de sí mismo como humanidad universal tiene en la realidad del espíritu del pueblo la forma de que se une en una empresa común con los otros, con los que constituye por medio de la naturaleza una nación, y para esta obra forma un sólo pueblo y, con ello, un sólo cielo. Esta universalidad a la que el espíritu llega en su ser allí no es, sin embargo, más que la primera universalidad que sale de la individualidad de la vida ética; no ha sobrepasado aun su inmediatez, no ha formado un Estado, partiendo de estas poblaciones. El carácter ético del espíritu real de un pueblo descansa, de una parte, sobre la confianza inmediata de los singulares hacia la totalidad de su pueblo y de otra parte, sobre la participación inmediata que todos, a pesar de la diferencia de estamentos, toman en los actos y decisiones del gobierno. En la unión, que no constituye primeramente un orden permanente, sino que se establece solamente con miras a una acción común, se deja a un lado, por el momento, esta libertad de participación de todos y de cada uno. Esta primera comunidad es, pues, más bien una agrupación de individualidades que la dominación del pensamiento abstracto, que arrebataría a los singulares su participación autoconsciente en el querer y en el obrar del todo.

[1. La epopeya]

[a) Su mundo ético]

La agrupación de los espíritus del pueblo constituye un ciclo de figuras que ahora abarca la naturaleza toda y todo el mundo ético. También ellos se hallan bajo el mando supremo de uno más que bajo su suprema autoridad. Para sí, son las sustancias universales de lo que un sí es y hace la esencia autoconsciente. Y ésta constituye la fuerza, y ante todo, por lo menos, el punto medio en torno al cual se afanan aquellas esencias universales y que por el momento parece entrelazar contingentemente sus negocios. Pero el retorno de la esencia divina a la autoconciencia es lo que contiene ya el fundamento por virtud del cual ésta forma el punto medio para aquellas fuerzas divinas y oculta de momento la unidad esencial bajo la forma de una amistosa relación exterior.

La misma universalidad que corresponde a este contenido tiene también necesariamente la forma de la conciencia, forma bajo la que aparece. No es ya el obrar real del culto sino un obrar que no ha sido elevado todavía al concepto, sino solamente a la representación, en la conexión sintética de la existencia autoconsciente y de la existencia exterior. La existencia de esta representación, el lenguaje, es el lenguaje primero, la epopeya como tal, que encierra el contenido universal, por lo menos como totalidad del mundo, aunque no, ciertamente, como universalidad del pensamiento. El aeda es el singular real, que, como sujeto de este mundo, lo engendra y lo sostiene. Su pathos no es la fuerza natural, aturdidora, sino la Mnemosine, la introspección y la interioridad devenida, la reminiscencia de la esencia anteriormente inmediata. El aeda es el órgano que en su contenido tiende a desaparecer; lo que vale en él no es su propio sí mismo, sino su musa, su canto universal. Pero lo que de hecho se da es el silogismo, en el que el extremo de la universalidad, el mundo de los dioses, se entrelaza por medio de la particularidad con la singularidad, con el aeda. El medio es el pueblo en sus héroes, los cuales son hombres singulares como el aeda, pero solamente hombres representados y, con ello, al mismo tiempo, universales, como el libre extremo de la universalidad, los dioses.


[b) Los hombres y los dioses]

Por tanto, en esta epopeya se presenta en general a la conciencia lo que en el culto se actualiza en sí, la relación entre lo divino y lo humano. El contenido es una acción de la esencia autoconsciente. El obrar perturba la quietud de la sustancia y excita la esencia, lo que hace que su simplicidad se divida y se escinda en el mundo múltiple de las fuerzas naturales y éticas. La acción es la herida abierta en la tierra quieta, la fosa que, animada por la sangre, evoca los espíritus desaparecidos, los cuales, sedientos de vida, la logran en el obrar de la autoconciencia. El asunto en torno al cual gira el esfuerzo universal presenta los dos lados, el del sí mismo, es decir, el del ser efectuado por un conjunto de pueblos reales y por las individualidades que se hallan a su cabeza, y el del universal, el ser efectuado por sus potencias sustanciales. Pero, anteriormente, la relación entre ambos se había determinado de tal modo que era la conexión sintética entre lo universal y lo singular, o sea la representación. De tal determinación depende el enjuiciamiento de este mundo. La relación de aquellos dos lados es, por tanto, una mezcla que divide de modo inconsecuente la unidad del obrar y envía superfluamente la acción de un lado para otro. Las potencias universales tienen en ellas la figura de la individualidad y, con ello, el principio del obrar; su realizar se manifiesta, por tanto, como un obrar tan libre y tan derivado de ellas como el de los hombres. Los dioses y los hombres han hecho, pues, uno y lo mismo. La seriedad de aquellas potencias es, pues, una ridícula superfluidad, ya que, de hecho, son la fuerza de la individualidad actuante -y la tensión y el trabajo de ésta es un esfuerzo igualmente inútil, ya que aquéllas más bien lo guían todo. Los mortales que pecan por exceso de celo, que son la nada, son al mismo tiempo el poderoso sí mismo que somete a sí a las esencias universales, ofende a los dioses y les atribuye en general la realidad y un interés de obrar; del mismo modo que, a la inversa, estas impotentes universalidades, que se nutren de los dones de los hombres y que sólo gracias a éstos tienen algo que hacer son la esencia natural y la materia de todo cuanto sucede y son también la materia ética y el pathos del obrar. Si sus naturalezas elementales sólo cobran realidad y comportamiento activo mediante el libre sí mismo de la individualidad, son, igualmente, lo universal que se sustrae a esta conexión, permanece ilimitadamente en su determinación y, mediante la incoercible elasticidad de su unidad, extingue la puntualidad del elemento activo y sus figuraciones, se mantiene puro a sí mismo y disuelve todo lo individual en su fluidez.

[c) Los dioses entre sí]

Lo mismo que los dioses caen en esta relación contradictoria con la contrapuesta naturaleza del sí mismo, así también su universalidad entra en conflicto con su propia determinación y con el comportamiento de ésta hacia los otros dioses. Los dioses son los bellos individuos eternos que, descansando sobre su propio ser allí, se hallan sustraídos al pasado y al poder extraño. Pero son, al mismo tiempo, elementos determinados, dioses particulares, que se comportan también con respecto a los otros. Pero el comportamiento hacia los otros, que, vista en cuanto a su contraposición, es un litigio con ellos, es un cómico autoolvidar su naturaleza eterna. La determinabilidad se halla enraizada en la subsistencia divina y tiene en su limitación la independencia de toda la individualidad; mediante ésta pierden sus caracteres, al mismo tiempo, la nitidez de la peculiaridad y se mezclan en su multivocidad. Un fin de la actividad y su actividad misma, puesto que se dirige hacia un otro y, por tanto, hacia una invencible fuerza divina, es un vacuo y contingente pavonearse que se esfuma también y cambia la aparente seriedad de la acción en un inocuo juego seguro de sí mismo, sin resultado ni consecuencia. Pero, si en la naturaleza de su divinidad lo negativo o la determinabilidad sólo se manifiesta como la inconsecuencia de su actividad y como la contradicción entre el fin y el resultado, y si aquella seguridad independiente mantiene la supremacía sobre lo determinado, se le enfrenta precisamente por ella la pura fuerza de lo negativo, y cabalmente como su potencia última, más allá de la cual ya nada pueden. Los dioses son lo universal y lo positivo frente al sí mismo singular de los mortales, que no puede hacer frente a su poder; pero si el sí mismo universal flota por esto sobre ellos y sobre todo este mundo de la representación al que pertenece el contenido total como el vacío carente de concepto de la necesidad, un acaecer con respecto al cual los dioses se comportan como carentes de sí mismos y afligidos, pues estas naturalezas determinadas no se encuentran en esta pureza.

Pero esta necesidad es la unidad del concepto, a la que se halla sometida la contradictoria sustancialidad de los momentos singulares, donde se ordena la inconsecuencia y la contingencia de su obrar y donde el juego de sus acciones adquiere en ellos mismos su seriedad y su valor. El contenido del mundo de la representación despliega para sí su movimiento sin lazo alguno en el término medio, congregado en tomo a la individualidad de un héroe, el cual, sin embargo, siente rota su vida en su fuerza y en su belleza y se entristece con el anticipo de una muerte prematura. En efecto, la singularidad firme en sí misma y real se halla excluida en la extremidad y escindida en sus momentos, que aun no se han encontrado ni unido. Un singular, lo irreal abstracto, es la necesidad que no participa de la vida del término medio, como no participa tampoco el otro, el singular real, el aeda, que se mantiene fuera de él y se hunde en su representación. Ambos extremos deben acercarse al contenido; uno, la necesidad, tiene que llenarse del contenido; el otro, el lenguaje del aeda, tiene que participar de él, y el contenido primeramente confiado a sí mismo debe recibir en él la certeza y la firme determinación de lo negativo.

[2. La tragedia]

Este más elevado lenguaje, la tragedia, compendia, pues, más de cerca la dispersión de los momentos del mundo esencial y actuante, la sustancia de lo divino se desdobla, con arreglo a la naturaleza del concepto, en sus figuras y su movimiento es también conforme a él. En cuanto a la forma, el lenguaje, al entrar en el contenido, deja de ser narrativo, del mismo modo que el contenido [deja de ser] un contenido representado. Es el mismo héroe quien habla y la representación muestra al auditor, que es al mismo tiempo espectador, hombres autoconscientes que conocen y saben decir su derecho y su fin, la fuerza y la voluntad de su determinación. Son artistas que no expresan, como el lenguaje que en la vida real acompaña al obrar usual, no consciente, natural e ingenuamente, lo exterior de sus decisiones y de sus empresas, sino que exteriorizan la íntima esencia, demuestran el derecho de su actuar y afirman serenamente y expresan determinadamente el pathos al que pertenecen, libres de circunstancias contingentes y de la particularidad de las personalidades, en su individualidad universal. La existencia de estos caracteres son, finalmente, hombres reales, que revisten la personalidad de los héroes y los presentan en un lenguaje real, que no es un lenguaje narrativo, sino el suyo propio. Así como a la estatua le es esencial el ser obra de manos humanas, no menos esencial es al actor su máscara, y no como condición exterior de la que deba abstraerse la consideración artística; o bien que, en la medida en que en la consideración artística deba hacerse abstracción de ello, con esto se viene a decir que el arte no contiene aun en él su sí mismo verdadero y peculiar.

[a) Las individualidades del coro, de los héroes y de las potencias divinas]

El terreno universal en el que procede el movimiento de estas figuras engendradas por el concepto es la conciencia del primer lenguaje representativo y de su contenido carente de sí mismo y entregado a la disgregación. Es el pueblo común en general cuya sabiduría se expresa en el coro de la vejez; tiene su representante en esta carencia de vigor, porque él mismo constituye solamente el material positivo y pasivo de la individualidad del gobierno que a él se enfrenta. Careciendo de la fuerza de lo negativo, no puede aglutinar y domeñar la riqueza y la abigarrada plenitud de la vida divina, sino que la deja dispersarse y ensalza en sus himnos de veneración cada momento singular como un dios independiente, tan pronto éste como otro. Pero, cuando se da cuenta de la seriedad del concepto, como cuando ésta avanza sobre tales figuras y las destroza, cuando ve cuán mal les va a sus ensalzados dioses, que se aventuran a este terreno en el que impera el concepto, no es la potencia negativa misma la que interviene actuando, sino que se mantiene en el pensamiento carente de sí mismo de la misma, en la conciencia del destino extraño y coloca en primer plano el vacuo deseo del aquietamiento, el débil lenguaje del apaciguamiento. En el temor a las potencias superiores, que son los brazos inmediatos de la sustancia, en el temor a la lucha de unas contra otras y al simple sí mismo de la necesidad, que los aplasta al igual que a los vivos a ellos vinculados; en la compasión por éstos, a quienes sabe al mismo tiempo como una sola cosa consigo mismo, es para ello solamente el terror inactivo de este movimiento, el lamento igualmente impotente y, como final, la vacía quietud de la rendición a la necesidad, cuya obra no es concebida como la acción necesaria del carácter, ni como el obrar de la esencia absoluta dentro de sí misma.

Ante esta conciencia espectadora, como terreno indiferente de la representación, el espíritu no aparece en su multiplicidad dispersa, sino en el simple desdoblamiento del concepto. Su sustancia se muestra, pues, desgarrada solamente en sus dos potencias extremas. Estas esencias elementales universales son, al mismo tiempo, individualidades autoconscientes, héroes que ponen su conciencia en una sola de estas potencias, que poseen en ella la determinabilidad del carácter y constituyen su activación y su realidad. Esta individualización universal desciende todavía, como se ha recordado, hasta la realidad inmediata de la existencia propiamente dicha y se presenta a una muchedumbre de espectadores que tiene en el coro su contraimagen o que tiene en él más bien su propia representación que se expresa.

El contenido y el movimiento del espíritu que es aquí su propio objeto han sido ya considerados como la naturaleza y la realización de la sustancia ética. Este espíritu alcanza en su religión la conciencia sobre sí o se representa a su conciencia bajo su forma más pura y en su figura más simple. Por tanto, si la sustancia ética, mediante su concepto y según su contenido, se escindiese en las dos potencias que han sido determinadas como derecho divino y derecho humano, derecho del mundo subterráneo y del mundo de lo alto -aquél la familia, éste el poder del Estado-, de los cuales el primero era el carácter femenino y el segundo el masculino, el círculo de los dioses, primeramente multiforme y flotante en sus determinaciones, queda restringido a estas potencias, que, gracias a esta determinación, se acercan a la individualidad propiamente dicha. Pues la dispersión anterior del todo en fuerzas múltiples y abstractas que se manifiestan como sustantivadas, es la disolución del sujeto que las concibe solamente como momentos en su sí mismo, y la individualidad, por consiguiente, es sólo la forma superficial de estas esencias. A la inversa, hay que atribuir a la personalidad contingente y en sí exterior una diferencia de caracteres mayor que ésta de que acabamos de hablar.

[b) El doble sentido de la conciencia de la individualidad]

Al mismo tiempo, la esencia se divide atendiendo a su forma o al saber. El espíritu actuante se coloca, como conciencia, frente al objeto sobre el cual actúa y que de este modo es determinado como lo negativo del que sabe; quien actúa se encuentra, por tanto, en la oposición del saber y el no-saber. Toma su fin sacándolo de su carácter y lo sabe como la esencialidad ética; pero, por medio de la determinabilidad del carácter, sabe solamente una de las potencias de la sustancia, permaneciéndole oculta la otra. La realidad presente es, por tanto, algo otro en sí y un otro para la conciencia; el derecho de lo alto y el derecho secular adquieren en esta relación el significado de la potencia que sabe y se revela a la conciencia y de la potencia que se esconde y se queda acechando al fondo. Uno es el lado de la luz, el dios del oráculo que, atendiendo a su momento natural, que brota del sol que todo lo ilumina, lo sabe y lo revela todo -Febo y Zeus, que es su padre. Pero los mandamientos de este dios que habla la verdad y sus anuncios de lo que es son más bien engañosos. Pues este saber es, en su concepto, de modo inmediato, el no-saber, porque la conciencia es en sí misma en el obrar esta oposición. Quien podía descifrar por sí mismo el enigma de la esfinge, como aquel que confiaba de un modo infantil, son arrastrados a la catástrofe por lo que el dios les revela. Esta sacerdotisa por la que habla el hermoso dios no es otra cosa que las equivocas hermanas del destino que con sus augurios empujan al crimen y que en la ambigüedad de lo que dan como seguro engañan a quien se dejaba llevar del sentido revelado. Por tanto, la conciencia, que es más pura que la anterior, la que cree en las brujas, y más reflexiva y concienzuda que la primera, la que confía en la sacerdotisa y en el hermoso dios, vacila en vengarse sólo por la revelación hecha por el espíritu mismo del padre acerca del crimen que lo ha matado y recurre a otras pruebas; por la razón de que este espíritu revelador podría del mismo modo ser el diablo.

Esta desconfianza tiene su fundamento, porque la conciencia que sabe se pone en oposición a la certeza de sí misma y a la esencia objetiva. El derecho de lo ético de que la realidad no es en sí nada en oposición a la ley absoluta experimenta que su saber es unilateral, que su ley es solamente la ley de su carácter, que ha captado solamente una de las potencias de la sustancia. La acción misma es esta inversión de lo sabido en su contrario, el ser, es el trueque del derecho del carácter y del saber en el derecho de lo contrapuesto, con el que aquél se halla enlazado en la esencia de la sustancia, el trueque en las Erinias del otro poder y del otro carácter incitados a la hostilidad. Este derecho de abajo se sienta con Zeus en el trono y goza de la misma consideración que el dios revelado y que sabe.

A estas tres esencias es limitado por la individualidad actuante el mundo de los dioses del coro. Lo uno es la sustancia, que es tanto la potencia del hogar y el espíritu de la piedad familiar como la potencia universal del Estado y del gobierno. Y, en cuanto que esta diferencia pertenece a la sustancia como tal, no se individualiza en la representación en dos figuras diferentes, sino que tiene en la realidad las dos personas de sus caracteres. Por el contrario, la diferencia entre el saber y el no-saber cae en cada una de las autoconciencias reales, y solamente en la abstracción, en el elemento de la universalidad, se reparte entre dos figuras individuales. Pues el sí mismo del héroe sólo tiene ser allí como conciencia total y es, por tanto, esencialmente, la diferencia total que pertenece a la forma, pero su sustancia es determinada y sólo le pertenece un lado de la diferencia del contenido. Por consiguiente, los dos lados de la conciencia que en la realidad no tienen una individualidad separada, una individualidad propia de cada una, tienen en la representación cada una de ellas su figura particular, una la del dios revelado, otra la de las Erinias que se mantienen ocultas. De una parte, ambas gozan del mismo honor, de otra parte, la figura de la sustancia, Zeus, es la necesidad de la relación entre ambas. La sustancia es la relación según la cual el saber es para sí, pero tiene su verdad en lo simple, según la cual la diferencia mediante la que la conciencia real es tiene su fundamento en la esencia interior que la destruye y según la que la aseveración clara ante sí de la certeza tiene su confirmación en el olvido.

[c) El declinar de la individualidad]

La conciencia ha puesto en claro esta oposición por medio de la acción; obrando con arreglo al saber revelado, experimenta el carácter engañoso de este saber y, al entregarse con arreglo al contenido a un atributo de la sustancia, ha ofendido al otro y ha dado a éste el derecho contra ella. Siguiendo al dios que sabe, ha captado más bien lo no revelado y expía la falta de haberse confiado al saber cuya ambigüedad, por ser ésta su naturaleza, debía darse también para ella y darse como una advertencia. El frenesí de la sacerdotisa, la figura inhumana de las brujas, la voz del árbol, del pájaro, del sueño, etc., no son los modos en que la verdad se manifiesta, sino signos admonitorios del engaño, de la falta de reflexión, de la singularidad y la contingencia del saber. o, lo que es lo mismo, la potencia contrapuesta a la que esta conciencia ofende se da como ley expresada y derecho vigente, ya sea la ley de la familia o la del Estado; la conciencia ha seguido, por tanto, al propio saber, ocultándose a sí misma lo revelado. Pero la verdad de las potencias del contenido y de la conciencia, enfrentándose entre sí, es el resultado: ambas tienen el mismo derecho y, por tanto, en su contraposición, que la acción produce, la misma falta de derecho. El movimiento del obrar muestra su unidad en la mutua destrucción de ambas potencias y de los caracteres autoconscientes. La reconciliación de la oposición consigo misma es el Leteo del mundo subterráneo en la muerte -o el Leteo del mundo de lo alto como absolución, no de la culpa, pues la conciencia que ha obrado no puede ya renegar de ella, sino del crimen, y su apaciguamiento por medio de la expiación. Ambos son el olvido, el ser desapercibido de la realidad y del obrar de las potencias de la sustancia, su sus individualidades, y que las potencias del pensamiento abstracto del bien y del mal; pues ninguna de ellas es para sí la esencia, sino que ésta es la quietud del todo en sí mismo, la unidad inmóvil del destino, la quieta existencia y, con ello, la inactividad y carencia de vida de la familia y del gobierno, y el igual honor y, con ello, la indiferente irrealidad de Apolo y las Erinias y el retorno de su animación y de su actividad al simple Zeus.

Este destino lleva a cabo la despoblación del cielo -la mezcla carente de pensamiento de la individualidad y la esencia-, mezcla por medio de la cual el obrar de la esencia se manifiesta como un obrar inconsecuente, contingente, indigno de ella; pues la individualidad que se adhiere a la esencia sólo de un modo superficial, es lo no esencial. La eliminación de tales representaciones carentes de esencia, que los filósofos de la Antigüedad reclamaban, comienza, por tanto, ya en la tragedia en general por el hecho de que la división de la sustancia se halla dominada allí por el concepto, con lo que la individualidad es, así, allí, la individualidad esencial y las determinaciones son los caracteres absolutos. La autoconciencia representada en la tragedia, sólo conoce y reconoce, por tanto, una suprema potencia, y a este Zeus solamente como la potencia del Estado o del hogar en oposición al saber, solamente como el padre del saber de lo particular que deviene figura y como el Zeus del juramento y de las Erinias, de lo universal, de lo interior que mora en lo oculto. Por el contrario, los momentos que siguen dispersándose del concepto en la representación y que el coro hace valer sucesivamente, no son pathos del héroe, pero descienden en él al plano de la pasión -a momentos contingentes y carentes de esencia que el coro carente de sí mismo ensalza ciertamente, pero que no son capaces de constituir el carácter de los héroes ni de ser enunciados y respetados por ellos como su esencia.

Pero también las personas de la esencia divina misma, al igual que los caracteres de su sustancia, confluyen en la simplicidad de lo no consciente. Esta necesidad tiene frente a la autoconciencia la determinación de ser la potencia negativa de todas las figuras que aparecen, de no conocerse a sí misma en ella, sino de hundirse más bien allí. El sí mismo aparece solamente como atribuido a los caracteres, y no como el término medio del movimiento. Pero la autoconciencia, la simple certeza de sí es, de hecho, la potencia negativa, la unidad del Zeus, de la esencia sustancial y la necesidad abstracta, es la unidad espiritual a la que todo retorna. Porque la autoconciencia real es todavía diferente de la sustancia y del destino, es en parte el coro o más bien la muchedumbre espectadora a la que este movimiento de la vida divina, como algo extraño, llena de terror o en la que este movimiento, como algo cercano, engendra solamente la emoción de la compasión inactiva. En parte, en la medida en que la conciencia coopera y pertenece a los caracteres es esta unificación, puesto que la verdadera, la del sí mismo, el destino y la sustancia no se da aun, una unificación externa, una hipocresía; el héroe, que aparece ante el espectador, se desintegra en su máscara y en el acto; en la persona y en el sí mismo real.

La autoconciencia del héroe tiene que salir fuera de su máscara y presentarse del modo como ella se sabe, como el destino tanto de los dioses del coro como de las potencias absolutas mismas, sin estar ya separada del coro, de la conciencia universal.

[3. La comedia]

Ante todo, la comedia tiene el lado de que en ella la autoconciencia real se presenta como el destino de los dioses. Estas esencias elementales no son, como momentos universales, un sí mismo, ni son reales. Están, ciertamente, dotadas de la forma de la individualidad, pero esta forma se imagina simplemente en ellas y no les corresponde en y para sí mismas; el sí mismo real no tiene como su sustancia y contenido un tal momento abstracto. Él, el sujeto, se halla, pues, por encima de tal momento como por encima de una propiedad singular y, revestido de esta máscara, expresa la ironía de dicha propiedad, que quiere ser algo para sí. La arrogancia de la esencialidad universal se delata en el sí mismo; se muestra prisionera de una realidad y deja caer la máscara, precisamente cuando quiere ser algo justo. Aquí, el sí mismo, presentándose en su significado como real, actúa con la máscara que se pone una vez para ser su persona pero sale rápidamente de esta apariencia para tornar a su propia desnudez y a su habitualidad, que muestra que no es diferente del sí mismo en sentido propio, del actor y del espectador.

[a) La esencia del ser allí natural]

Esta disolución universal de la esencia configurada en general en su individualidad deviene en su contenido más seria, y con ello más voluntariosa y más amarga en la medida en que adquiere su significación más seria y más necesaria. La sustancia divina reúne en ella la significación de la esencialidad natural y ética. En lo tocante a lo natural, la conciencia de sí real se muestra ya en el empleo de este mismo elemento para su adorno, su morada, etc. y en la ofrenda de su festín, como el destino al que se le ha revelado el secreto que guarda relación con la autoesencialidad de la naturaleza; en el misterio del pan y del vino, se los apropia a ambos juntos con el significado de la esencia interior, y en la comedia tiene en general conciencia de la ironía de este significado. En la medida en que ahora esta significación contiene la esencialidad ética, es en parte el pueblo bajo sus dos aspectos, el del Estado o el demos propiamente dicho, y el de la singularidad familiar; pero es, en parte, el puro saber autoconsciente o el pensamiento racional de lo universal. Aquel demos, la masa universal que se sabe como señor y regente, y también como el entendimiento y la intelección que deben ser respetados, se violenta y perturba por la particularidad de su realidad y presenta el ridículo contraste entre su opinión de sí y su ser allí inmediato, entre su necesidad y su contingencia, entre su universalidad y su vulgaridad. Si el principio de su singularidad, separado de lo universal, surge en la figura propiamente dicha de la realidad y se apodera manifiestamente de la comunidad, cuya enfermedad secreta es, y la organiza, se delata de un modo inmediato el contraste entre lo universal como una teoría y aquello de que se trata en la práctica, se delata la total emancipación de los fines de la singularidad inmediata con respecto al orden universal y a la burla que aquélla hace de éste.

[b) La no esencialidad de la individualidad abstracta de lo divino]

El pensamiento racional sustrae la esencia divina a su figura contingente y, en contraposición a la sabiduría carente de concepto del coro, que enuncia diversas máximas éticas y hace valer una multitud de leyes y determinados conceptos de deberes y derechos, los eleva a las simples ideas de lo bello y lo bueno. El movimiento de esta abstracción es la conciencia de la dialéctica que en ellas tienen estas máximas y leyes y, con ello, del desaparecer de la validez absoluta bajo la que previamente se manifestaban. Al desaparecer la determinación contingente y la individualidad superficial que la representación atribuía a las esencialidades divinas, éstas, atendiendo a su lado natural, sólo poseen ya la desnudez de su ser allí inmediato, son nubes, una niebla que desaparece, como aquellas representaciones. Atendiendo a su esencialidad pensada, se han convertido en los pensamientos simples de lo bello y lo bueno, tolerando el que se las llene con cualquier contenido. La fuerza del saber dialéctico abandona las leyes y máximas determinadas del obrar al placer y la ligereza de la juventud extraviada -por esto- y da armas para el engaño a la pusilanimidad y a los cuidados de la vejez, limitada a la singularidad de la vida. Los puros pensamientos de lo bello y lo bueno, liberados de la suposición que contiene tanto su determinabilidad como contenido cuanto su determinabilidad absoluta, la firmeza de la conciencia, ofrecen, por tanto, el cómico espectáculo de vaciarse de su contenido, convirtiéndose con ello en juguetes de la opinión y de la arbitrariedad de la individualidad contingente.

[c) El sí mismo singular cierto de sí como esencia absoluta]

Es aquí donde el destino antes no consciente, que consiste en la quietud vacía y en el olvido y se halla separado de la autoconciencia, se reúne con ésta. El sí mismo singular es la fuerza negativa por medio de la cual y en la cual desaparecen los dioses y sus momentos, la naturaleza que es allí y los pensamientos de sus determinaciones; al mismo tiempo, aquél no es la vaciedad del desaparecer, sino que se mantiene en esta nulidad misma, es cerca de sí y la única realidad. La religión del arte se ha llevado a término en él y ha retornado totalmente a sí. Puesto que la conciencia singular es en la certeza de sí misma lo que se presenta como esta potencia absoluta, esta potencia ha perdido la forma de algo representado, separado de la conciencia en general y extraño para ella, como lo eran la estatua y también la viva y bella corporeidad o el contenido de la epopeya y las potencias y los personajes de la tragedia; además, la unidad no es tampoco la unidad no consciente del culto y de los misterios, sino que el sí mismo propiamente dicho del actor coincide con su persona, y lo mismo ocurre con el espectador, que se siente perfectamente como en su casa en lo que se representa ante él y se ve actuar a sí mismo en la acción. Lo que esta autoconciencia intuye es que, en ella, lo que asume hacia ella la forma de la esencialidad se disuelve y abandona más bien en su pensamiento, en su ser allí y en su obrar, es el retorno de todo lo universal a la certeza de sí mismo, que es, por ello, la ausencia total de terror, la ausencia total de esencia de cuanto es extraño, y un bienestar y un sentirse bien de la conciencia, tales como no se encontrarán nunca ya fuera de esta comedia.

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