sábado, 17 de mayo de 2008

CC. La religión

[CC.] LA RELIGIÓN


VII. LA RELIGIÓN

EN LAS configuraciones examinadas anteriormente y que se diferencian en general como conciencia, autoconciencia, razón y espíritu, se ha presentado también, ciertamente, en general, la religión, como conciencia de la esencia absoluta, pero solamente desde el punto de vista de la conciencia, consciente de la esencia absoluta; pero no se ha manifestado bajo aquellas formas la esencia absoluta en y para sí misma, no se ha manifestado la autoconciencia del espíritu.

Ya la conciencia, en cuanto es entendimiento, deviene conciencia de lo suprasensible o del interior del ser allí objetivo. Pero lo suprasensible, lo eterno o como se lo quiera llamar, es carente de sí mismo; es solamente, ante todo, lo universal, que dista todavía mucho de ser el espíritu que se sabe como espíritu. Luego, la autoconciencia, que encuentra su perfección en la figura de la conciencia desventurada era solamente el dolor del espíritu, que luchaba por remontarse de nuevo hasta la objetividad, pero sin lograrlo. La unidad de la autoconciencia singular y de su esencia inmutable, unidad a la que aquella se traslada, permanece por tanto un más allá de ella misma. El ser allí inmediato de la razón, que para nosotros brotaba de aquel dolor, y sus peculiares figuras no tienen ninguna religión, porque la autoconciencia de la misma se sabe o se busca en el presente inmediato.

Por el contrario, en el mundo ético veíamos una religión, y precisamente la religión del mundo de abajo; esta religión es la creencia en la espantosa noche desconocida del destino y .en la Euménide del espíritu desaparecido; aquélla la pura negatividad en la forma de la universalidad, ésta la misma en la forma de la singularidad. La esencia absoluta, bajo la última forma, es, por tanto, ciertamente, el sí mismo y es presente, del mismo modo que el sí mismo no es otro; sin embargo, el sí mismo singular es esta sombra singular que tiene separada de sí la universalidad, que es el destino. Es, ciertamente, sombra, un éste superado, y, por tanto, sí mismo universal; pero aquella significación negativa no se ha trocado todavía en esta positiva y, por tanto, el sí mismo superado significa todavía inmediatamente, al mismo tiempo, esto particular y carente de esencia. Pero el destino sin el sí mismo sigue siendo la noche no consciente que no llega a la diferenciación en ella ni a la claridad del saberse a sí misma.


Esta creencia en la nada de la necesidad y en el mundo subterráneo se convierte en la creencia en el cielo, porque el sí mismo desaparecido tiene que unirse con su universalidad, desentrañar de ello lo que contiene y adquirir de este modo claridad ante sí. Pero a este reino de la fe sólo lo veíamos desplegar su contenido sin el concepto en el elemento del pensamiento, viéndolo por tanto hundirse en su destino, o sea en la religión de la Ilustración. En ésta se restaura el más allá suprasensible del entendimiento, pero de tal modo que la autoconciencia se halla satisfecha en el más acá y no sabe ni como sí mismo ni como potencia el más allá suprasensible, el vacío más allá, que no es ni cognoscible ni temible.

En la religión de la moralidad se restablece, por fin, el que la esencia absoluta es un contenido positivo pero este contenido se halla unido con la negatividad de la Ilustración. Es un ser que ha retornado igualmente al sí mismo y permanece encerrado en él y un contenido diferente cuyas partes son tanto inmediatamente negadas como establecidas. Pero el destino en que se hunde este movimiento contradictorio es el sí mismo consciente de sí como del destino de la esencialidad y de la realidad.

El espíritu que se sabe a sí mismo es en la religión, de un modo inmediato, su propia autoconciencia pura. Las figuras de ese espíritu que han sido examinadas -la del espíritu verdadero, la del espíritu extrañado de sí mismo y la del espíritu cierto de sí mismo- lo constituyen todas ellas juntas en su conciencia, que, enfrentándose a su mundo, no se reconoce en él. Pero, en su buena conciencia, somete a sí tanto su mundo objetivo en general como su representación y sus conceptos determinados y es ahora autoconciencia que es cerca de sí. En ésta tiene para sí, representada como objeto, la significación de ser el espíritu universal que contiene en sí toda esencia y toda realidad; pero no es en la forma de la libre realidad o de la naturaleza que se manifiesta de modo independiente. Tiene, ciertamente, figura o la forma del ser, en cuanto es objeto de su conciencia, pero puesto que ésta, en la religión, se pone en la determinación esencial de ser autoconciencia, la figura es totalmente translúcida ante sí misma; y la realidad que contiene es encerrada en él y superada en él, precisamente del modo como cuando hablamos de toda realidad; es la realidad pensada, universal.

Por tanto, como en la religión la determinación de la conciencia propiamente dicha del espíritu no tiene la forma del libre ser otro, su ser allí es diferente de su autoconciencia y su realidad propiamente dicha cae fuera de la religión; es, evidentemente, un espíritu de ambas, pero su conciencia no abarca a ambas a la vez y la religión se manifiesta como una parte del ser allí y del obrar y el actuar, cuya otra parte es la vida en su mundo real. Ahora bien, como sabemos que el espíritu en su mundo y el espíritu consciente de sí como espíritu o el espíritu en la religión son lo mismo, la plenitud de la religión consiste en que ambos se igualen recíprocamente, no sólo en que su realidad sea abarcada por la religión, sino, a la inversa, en que él, como espíritu consciente de sí mismo, devenga real y objeto de su conciencia. En la medida en que el espíritu se representa en la religión a él mismo, es ciertamente conciencia y la realidad encerrada en la religión es la figura y el ropaje de su representación. Pero la realidad no experimenta de nuevo en esta representación su pleno derecho, a saber, el de no ser solamente ropaje, sino ser allí independiente y libre; y, a la inversa, al faltarle la perfección en ella misma, la religión es una figura determinada que no alcanza aquello que debe presentar, o sea el espíritu consciente de sí mismo. Para poder expresar el espíritu consciente de sí, su figura no debiera ser otra cosa que él y él debiera manifestarse o ser real como es en su esencia. Solamente así se lograría también la que podría parecer ser la exigencia de lo contrario, a saber, que el objeto de su conciencia tenga al mismo tiempo la forma de libre realidad; pero solamente el espíritu que es objeto de sí como espíritu absoluto es ante sí una realidad igualmente libre en la medida en que permanece en ello consciente de sí mismo.

Como primeramente se diferencian la autoconciencia y la conciencia en sentido propio, la religión y el espíritu en su mundo o el ser allí del espíritu, este último consiste en la totalidad del espíritu, en cuanto sus momentos se presentan como desgajados y cada uno para sí. Pero los momentos son la conciencia, la autoconciencia, la razón y el espíritu; -el espíritu, en efecto, como espíritu inmediato, que no es todavía la conciencia del espíritu. Su totalidad unificada constituye el espíritu en su ser allí mundano en general; el espíritu como tal contiene las anteriores configuraciones en las determinaciones universales, en los momentos que más arriba señalábamos. La religión presupone todo el curso de estos mismos y es la simple totalidad o el absoluto sí mismo de ellos. Por lo demás, por lo que a la religión se refiere, su discurrir no puede representarse en el tiempo. Solamente el espíritu en su totalidad es en el tiempo, y las figuras que son figuras del espíritu total como tal se presentan en una sucesión; pues sólo lo total tiene realidad en sentido propio y, por tanto, la forma de la pura libertad frente a lo otro que se expresa como tiempo. Pero los momentos del todo, la conciencia, la autoconciencia, la razón y el espíritu, no tienen, por ser momentos, ningún ser allí distinto los unos con respecto a los otros. Como el espíritu se diferenciaba de sus momentos, hay que diferenciar, en tercer lugar, de estos momentos mismos su determinación singularizada. Cada uno de aquellos momentos lo veíamos diferenciarse, en efecto, a su vez, en él mismo en un propio discurrir y en diversas figuras; como, por ejemplo, en la conciencia se diferenciaban la certeza sensible y la percepción. Estos últimos lados se desdoblan en el tiempo y pertenecen a un todo particular. Pues el espíritu desciende desde su universalidad a la singularidad por medio de la determinación. La determinación o el medio es conciencia, autoconciencia, etc. Pero la singularidad la constituyen las figuras de estos momentos. Estos presentan, por tanto, el espíritu en su singularidad o realidad y se diferencian en el tiempo, pero de tal modo que el siguiente retiene en él a los anteriores.

Si, por tanto, la religión es el acabamiento del espíritu, en el que los momentos singulares del mismo, conciencia, autoconciencia, razón y espíritu, retornan y han retornado como a su fundamento, constituyen en conjunto la realidad que es allí de todo el espíritu, el cual sólo es como el movimiento que diferencia y que retorna a sí de estos sus lados. El devenir de la religión en general se contiene en el movimiento de los momentos universales. Pero, como cada uno de estos atributos se presenta tal y como se determina no solamente en general, sino tal y como es en y para sí, es decir, tal como discurre en sí mismo como todo, con ello no nace tampoco solamente el devenir de la religión en general, sino que aquellos procesos completos de los lados singulares contienen al mismo tiempo las determinabilidades de la religión misma. El espíritu total, el espíritu de la religión es, a su vez, el movimiento que consiste en llegar, partiendo de su inmediatez, al saber de lo que él es en sí o de un modo inmediato y en conseguir que la figura en que el espíritu se manifiesta para su conciencia sea completamente igual a su esencia y se intuya tal y como es. En este devenir él mismo es también en determinadas figuras, que constituyen las diferencias de este movimiento; al mismo tiempo, la religión determinada tiene con ella, asimismo, un espíritu real determinado. Así, pues, si al espíritu que se sabe pertenecen en general conciencia, autoconciencia, razón y espíritu, a las figuras determinadas del espíritu que se sabe pertenecen las formas determinadas, que se desarrollan dentro de la conciencia, de la autoconciencia, de la razón y del espíritu, en cada una de ellas en particular. La figura determinada de la religión destaca para su espíritu real, de entre las figuras de cada uno de sus momentos, aquella que le corresponde. La determinabilidad una de la religión penetra por todos lados su existencia real y les imprime este sello común.

De este modo se ordenan ahora las figuras que habían aparecido hasta aquí de otro modo que como se manifestaban en su serie, acerca de lo cual hay que decir todavía, en pocas palabras, lo necesario. En la serie considerada, todo momento se formaba ahondando en sí, hacia un todo en su principio peculiar; y el conocer era la profundidad o el espíritu en que tenían su sustancia aquellos momentos, que no tenían subsistencia alguna para sí. Pero esta sustancia se ha destacado a partir de ahora; es la profundidad del espíritu cierto de sí mismo que no permite al principio singular aislarse y convertirse en sí mismo en totalidad, sino que, reuniendo y manteniendo aglutinados en sí todos estos momentos, progresa en toda esta riqueza de su espíritu real, y todos sus momentos particulares toman y reciben en sí, conjuntamente, la igual determinabilidad del todo. Este espíritu cierto de sí mismo y su movimiento es su verdadera realidad y el ser en y para sí que a cada singular corresponde. Por tanto, si hasta aquí estábamos ante una serie que designaba en su progreso, por medio de nódulos, los retrocesos en ella, pero de tal modo que, partiendo de estos nódulos, progresaba de nuevo en una longitud, ahora vernos que se rompe al mismo tiempo en estos nódulos, en los momentos universales y se descompone en muchas líneas, que, reunidas en un haz, se unen al mismo tiempo simétricamente, de manera que coinciden las mismas diferencias, en que cada línea particular se configuraba dentro de ella. Por lo demás, de todo lo expuesto se desprende por sí mismo cómo debe entenderse esta coordinación aquí expuesta de las direcciones universales y que resulta superfluo hacer la observación de que estas diferencias sólo deben concebirse, esencialmente, como momentos del devenir, y no como partes; en el espíritu real, dichas diferencias son atributos de su sustancia, pero en la religión son más bien solamente predicados del sujeto. Del mismo modo, en sí o para nosotros, todas las formas en general se contienen, indudablemente, en el espíritu y en cada momento; pero, por lo que se refiere a su realidad, todo depende, en general, de qué determinabilidad sea para él en su conciencia, en la que él expresa su sí mismo o en qué figura sepa su esencia.

La diferencia establecida entre el espíritu real y el que se sabe como espíritu o entre sí mismo como conciencia y como autoconciencia es superada en el espíritu que se sabe de acuerdo con su verdad; su conciencia y su autoconciencia se equilibran. Pero, como aquí la religión es solamente inmediata, esta diferencia no ha retornado todavía al espíritu. Se ha puesto solamente el concepto de la religión; en este concepto, la esencia es la autoconciencia que es ante sí toda verdad y que contiene en ésta toda realidad. Esta autoconciencia, como conciencia, se tiene a sí por objeto; el espíritu que sólo se sabe inmediatamente ante sí, es pues, espíritu bajo la forma de la inmediatez, y la determinabilidad de la figura en la cual se manifiesta ante sí mismo es la del ser. Este ser no es pleno de sensaciones ni de materia viva ni de cualquier otro momento unilateral, de fines y determinaciones, sino del espíritu, y es sabido por sí como toda verdad y realidad. De este modo, esta plenitud no es igual a su figura, ni él, como esencia, es igual a su conciencia. Sólo es real como espíritu absoluto porque entonces, tal como es en la certeza de sí mismo, así es también ante sí en su verdad; o, los extremos en los que se divide como conciencia son el uno para el otro en figura de espíritu. La configuración que el espíritu asume como objeto de su conciencia permanece plena con la certeza del espíritu como por la sustancia; por medio de este contenido desaparece el que el objeto descienda a pura objetividad, a forma de la negatividad de la autoconciencia. La unidad inmediata del espíritu consigo mismo es la base o conciencia pura, dentro de la cual la conciencia se descompone. De este modo, encerrado en su pura autoconciencia, el espíritu no existe en la religión como el creador de una naturaleza en general, sino que lo que él hace surgir en este movimiento son, por el contrario, sus figuras como espíritus que todos juntos constituyen el acabamiento de su manifestación; y este mismo movimiento es el devenir de su completa realidad por medio de los lados singulares de ella o por medio de sus realidades incompletas.

La primera realidad del espíritu es el concepto de la religión misma o la religión como religión inmediata y, por tanto, natural; en ella el espíritu se sabe como su objeto en figura natural o inmediata. Pero la segunda es necesariamente la de saberse en la figura de la naturalidad superada o del sí mismo. Es, por tanto, la religión artística, porque la figura se eleva aquí a la forma del sí mismo gracias a la producción de la conciencia, de tal modo que ésta contempla en su objeto su obrar, o el sí mismo. Por último, la tercera supera el carácter de unilateralidad de las dos primeras; el sí mismo es tanto un inmediato como la inmediatez es sí mismo. Si en la primera el espíritu es en general en la forma de la conciencia y en la segunda en la de la autoconciencia, en la tercera es en la forma de la unidad de ambas; tiene la figura del ser en y para sí; y, al ser así representado como es en sí y para sí, ésta es la religión revelada. Pero, sí bien el espíritu alcanza en ella su figura verdadera, la figura misma y la representación son todavía el lado no sobrepasado del que el espíritu debe pasar al concepto, para resolver en él enteramente la forma de la objetividad, en él que encierra en sí mismo también este su contrario. El espíritu ha captado entonces el concepto de sí mismo, a la manera como nosotros hemos llegado a captarlo solamente ahora; y su figura o el elemento de su ser allí, en cuanto es el concepto, es él mismo.

1 comentario:

meramos76@gmail.com dijo...

Felicitaciones por el esfuerzo de poner a Hegel en castellano en la web