[3. El mal, y su perdón]
Pero esta tácita confluencia de las desmeduladas esencialidades de la vida volatilizada debe tomarse, además, en el otro sentido de la realidad de la buena conciencia y en la manifestación de su movimiento, considerando la buena conciencia como lo que actúa. El momento objetivo en esta conciencia se ha determinado más arriba como conciencia universal; el saber que se sabe a sí mismo es, como este sí mismo, diferente de otros sí mismos; el lenguaje en el que todos se reconocen mutuamente como conciencias escrupulosas, esta igualdad universal, se descompone en la desigualdad del ser para sí singular y cada conciencia se refleja también simplemente en sí desde su universalidad; de este modo, surge necesariamente la oposición de la singularidad contra los otros singulares y contra lo universal, y hay que considerar esta relación y su movimiento. O esta universalidad y el deber tiene la significación simplemente contrapuesta de la singularidad determinada, que se exceptúa de lo universal y para la que el puro deber es solamente la universalidad que se manifiesta en la superficie y que se vuelve hacia el exterior; el deber radica solamente en las palabras y vale como un ser para otro. La buena conciencia, que primeramente sólo adoptaba una actitud negativa hacia el deber como este deber determinado y dado, se sabe libre de él; pero, al llenar por sí misma el deber vacío con un contenido determinado, tiene acerca de ello la conciencia positiva de hacerse el contenido como este sí mismo; su sí mismo puro, como saber vacío, es lo carente de contenido y de determinación; el contenido que le da está tomado de su sí mismo como esta individualidad natural y determinada de por sí, y en el hablar de escrupulosidad de su obrar es, evidentemente, consciente de su puro sí mismo, pero en el fin de su actuar como contenido real es consciente de sí como este singular particular y de la oposición entre lo que es para sí y lo que es para otros, de la oposición entre la universalidad o el deber y su ser reflejado partiendo de ella.
[a) La pugna entre la escrupulosidad y la hipocresía)
Si así se expresa en su interior la oposición en la que la buena conciencia interviene como lo que actúa, esta oposición es, al mismo tiempo, la desigualdad hacia el exterior en el elemento de la existencia, la desigualdad de su particular singularidad con respecto a otro singular. Su particularidad consiste en que los dos momentos que constituyen su conciencia, el sí mismo y el en sí, valen en él con desigual valor y, además, con la determinación de que la certeza de sí mismo es la esencia, frente al en sí o lo universal, que vale solamente como momento. A esta determinación interior se contrapone, por tanto, el elemento de la existencia o la conciencia universal, para la que la esencia es más bien la universalidad, el deber y, en cambio, la singularidad, que es para sí frente a lo universal, sólo vale como momento superado. Para este aferrarse al deber la primera conciencia vale como el mal, porque es la desigualdad de su ser dentro de sí con respecto a lo universal y, en cuanto esto, al mismo tiempo, enuncia su obrar como igualdad consigo mismo, como deber y escrupulosidad, vale como hipocresía.
El movimiento de esta oposición es, primeramente, la instauración formal de la igualdad entre lo que el mal es dentro de sí y lo que expresa; debe ponerse de manifiesto que es malo y que, de este modo su existencia es igual a su esencia, la hipocresía debe ser desenmascarada. Este retorno a la igualdad de la desigualdad que en ella se da no se produce ya allí donde la hipocresía, como suele decirse, muestra su respeto por el deber y la virtud precisamente al revestir la apariencia de ellos y al adoptarlos como máscara de su propia conciencia, no menos que de la extraña; en cuyo reconocimiento de lo contrapuesto se contendrían en sí la igualdad y la coincidencia. Sin embargo, la hipocresía queda igualmente fuera de este reconocimiento del lenguaje y se refleja en sí misma; y en el uso que hace de lo que sólo es en sí como un ser para otro se contiene más bien para todos el propio desprecio del mismo y la presentación de su carencia de esencia. En efecto, lo que se deja emplear como un instrumento externo se muestra como una cosa que no tiene en sí ningún peso propio.
Y a esta igualdad no se llega tampoco ni mediante la persistencia unilateral de la conciencia mala sobre sí, ni a través del juicio de lo universal. Si aquélla reniega de sí frente a la conciencia del deber y enuncia que lo que la conciencia del deber proclama como maldad, como absoluta desigualdad con lo universal, es un obrar con arreglo a la ley interior y a la buena conciencia, en esta unilateral aseveración de la igualdad permanece, a pesar de todo, la desigualdad de la conciencia mala con respecto a lo otro, ya que ésta no lo cree ni lo reconoce. O bien, puesto que la unilateral persistencia en uno de los extremos se disuelve a sí misma, de este modo el mal se confesaría indudablemente como el mal, pero en ella se superaría de un modo inmediato y no sería hipocresía ni se desenmascararía como tal. Se confiesa de hecho como mal mediante la afirmación de que, contrapuesto a lo universal reconocido, obra con arreglo a su ley interior y a su buena conciencia. Pues si esta ley y esta buena conciencia no fuesen la ley de su singularidad y arbitrariedad, no serían algo interior, propio, sino lo universalmente reconocido. Quien, por tanto, dice que obra en contra de los otros con arreglo a su ley y a su buena conciencia, dice en realidad que las atropella. Pero la buena conciencia real no es este persistir en el saber y en el querer que, se contrapone a lo universal, sino que lo universal es el elemento de su ser allí y su lenguaje enuncia por tanto, su obrar como el deber reconocido.
Y tampoco es desenmascaramiento y disolución de la hipocresía el que la conciencia universal persista en su juicio. Al denunciar a la hipocresía como mala, vil, etc., la conciencia universal se remite en tales juicios a su ley, lo mismo que la conciencia mala se remite a la suya. Pues aquélla se pone en contraposición con ésta y se presenta así como una ley particular. No le lleva, pues, ninguna ventaja a la otra, sino que más bien la legitima; y este celo hace exactamente lo contrario de lo que cree hacer; es decir, muestra lo que llama verdadero deber y que debe ser universalmente reconocido como algo no reconocido, con lo que confiere, por tanto, a lo otro el derecho igual del ser para sí.
[b) El juicio moral]
Pero este juicio tiene, al mismo tiempo, otro lado, y visto por éste se convierte en la introducción a la disolución de la oposición dada. La conciencia de lo universal no se comporta como una conciencia real y actuante frente a la primera -pues ésta es más bien lo real-, sino, contrapuesta más bien a ella, se comporta como lo no captado en la oposición de singularidad y universalidad que aparece en el actuar. La conciencia de lo universal se mantiene en la universalidad del pensamiento, se comporta como algo que aprehende y su primer acto es solamente el juicio. Mediante este juicio se coloca ahora, como acaba de hacerse notar, junta al primero, y éste llega, mediante esta igualdad, a la intuición de sí mismo en esta otra conciencia. Pues la conciencia del deber se comporta como algo que aprehende, de un modo pasivo; y, con ella, entra en contradicción consigo misma como querer absoluto del deber, consigo, que se determina simplemente por sí mismo. No le resulta difícil mantenerse en la pureza, pues no actúa; es la hipocresía que quiere que se tomen los juicios por hechos reales y que demuestra la rectitud, no por medio de actos, sino mediante la proclamación de excelentes intenciones. La conciencia del deber presenta, pues, en todo y por todo, la misma contextura que aquella a la que se le reprocha de que pone su deber simplemente en su discurso. En ambas es el lado de la realidad igualmente diferente del discurso, en una por el fin egoísta del actuar, en la otra por la ausencia de obrar en general, cuya necesidad reside en el mismo hablar del deber, ya que éste, sin actos, no significa nada.
Pero el juzgar debe considerarse como un acto positivo del pensamiento y tiene un contenido positivo; con este lado se hacen todavía más completas la contradicción que viene dada en la conciencia que aprehende y su igualdad con la primera. La conciencia actuante expresa este su obrar determinado como deber, y la conciencia enjuiciadora no puede desmentirla; pues el deber mismo es la forma carente de contenido y susceptible de un contenido cualquiera, o la acción concreta, diversa en ella misma en su multilateralidad, tiene en ella tanto el lado universal, aquel que es tomado como deber, cuanto el lado particular, que constituye la aportación y el interés del individuo. La conciencia enjuiciadora no permanece ahora en aquel lado del deber ni en el saber que el que actúa tiene acerca de que esto es su deber y ésta la relación y situación de su realidad. Sino que se atiene más bien al otro lado, hace entrar la acción en lo interior y la explica por sí misma, por la intención de la acción, diferente de la acción misma, y por su resorte egoísta. Como toda acción es susceptible de ser considerada desde el punto de vista de su conformidad al deber, así también puede ser considerada desde este otro punto de vista de su particularidad, pues como acción es la realidad del individuo. Este enjuiciar destaca, por tanto, la acción de su existencia y la refleja en lo interior o en la forma de la propia particularidad. Si la acción va acompañada de fama, sabrá este interior como afanoso de fama; si se ajusta en general al estado del individuo sin remontarse por sobre él y es de tal constitución que la individualidad no encuentre este estado añadido como una determinación exterior, sino que más bien llena por sí misma tal universalidad, mostrándose precisamente por ello capaz de algo más alto, el juicio sabrá su interior como afán de gloria, etc. Como en la acción en general el que actúa llega a la intuición de sí mismo en la objetividad o al sentimiento de sí mismo en su existencia y llega así, por tanto, al goce, el juicio sabe lo interior como impulso de su propia dicha, aunque ésta consista solamente en la vanidad moral interior, en el goce que la conciencia encuentra en su propia excelencia y en el gusto anticipado que da la esperanza de una dicha futura. Ninguna acción puede sustraerse a este enjuiciar, pues el deber por el deber mismo, este fin puro, es lo irreal; su realidad la tiene en el obrar de la individualidad y, por tanto, la acción tiene en ello el lado de lo particular. Nadie es héroe para su ayuda de cámara,* pero no porque aquél no sea un héroe, sino porque éste es el ayuda de cámara,** que no ve en él al héroe, sino al hombre que come, bebe y se viste; es decir, que lo ve en la singularidad de sus necesidades y de su representación. No hay, pues, para el enjuiciar ninguna acción en la que el lado de la singularidad de la individualidad no pueda contraponerse al lado universal de la acción y en que no puede actuar frente al sujeto agente como el ayuda de cámara de la moralidad.
Esta conciencia enjuiciadora es, de este modo, ella misma vil, porque divide la acción y produce y retiene su desigualdad con ella misma. Es, además, hipocresía, porque no hace pasar tal enjuiciar como otra manera de ser malo, sino como la conciencia justa de la acción, se sobrepone a sí misma en esta su irrealidad y su vanidad del saber bien y mejorar a los hechos desdeñados y quiere que sus discursos inoperantes sean tomados como una excelente realidad. Equiparándose, por tanto, así al que actúa enjuiciado por ella, es reconocida por éste como lo mismo que él. Este no sólo se encuentra aprehendido por aquélla como un extraño y desigual a ella, sino que más bien encuentra que aquélla, según su propia estructura, es igual a él. Intuyendo esta igualdad y proclamándola, la conciencia actuante la confiesa y espera asimismo que la otra, colocada de hecho en un plano igual a ella, le conteste con el mismo discurso, exprese en ella su igualdad y que se presente así la existencia que reconoce. Su confesión no es una humillación, un rebajamiento, una degradación con respecto a la otra, pues esta proclamación no es la proclamación unilateral que pone su desigualdad con respecto a ella, sino que sólo se expresa en gracia a la intuición de la igualdad de la otra con respecto a ella, proclama su igualdad por su parte en su confesión y la expresa porque el lenguaje es la existencia del espíritu como el sí mismo inmediato; espera, pues, que la otra contribuya con lo suyo a esta existencia.
Sin embargo, a la confesión del mal: esto es lo que soy, no sigue esta replica de la misma confesión. No era éste el sentido de aquel juicio; ¡por el contrario! Dicho juicio rechaza esta comunidad y es el corazón duro que es para sí y rechaza la continuidad con lo otro. De este modo, se invierte la escena. La conciencia que se había confesado se ve repelida y ve la injusticia de la otra, que ahora se niega a salir de su interior a la existencia del discurso, contrapone al mal la belleza de su alma y da a la confesión la espalda rígida del carácter igual a sí mismo y del silencio de quien se repliega en sí mismo y se niega a rebajarse a otro. Es puesta aquí la más alta rebelión del espíritu cierto de sí mismo, pues éste se contempla a sí mismo en el otro como este simple saber del sí mismo, y además de tal modo que tampoco la figura exterior de este otro no es como en la riqueza lo carente de esencia, no es una cosa, sino que es el pensamiento, el saber mismo que se le contrapone, es esta continuidad absolutamente fluida del saber puro, que se niega a mantener su comunicación con él -con él, que ya en su confesión había renunciado al ser para sí separado y se ponía como particularidad superada y, por tanto, como la continuidad con lo otro, como universal. Pero lo otro mantiene en él mismo su ser para sí que no se comunica; y en quien se confiesa retiene cabalmente lo mismo, pero rechazado ya por éste. Se muestra, así, como la conciencia abandonada por el espíritu y que reniega de éste, pues no reconoce que el espíritu, en la certeza absoluta de sí mismo, es dueño de toda acción y de toda realidad y puede rechazarla y hacer que no acaezca. Al mismo tiempo, no reconoce la contradicción en que incurre, la repudiación acaecida en el discurso, como la verdadera repudiación, mientras que ella misma tiene la certeza de su espíritu, no en una acción real, sino en su interior, y su existencia en el discurso de su juicio. Es, pues, ella misma la que entorpece el retorno del otro desde el obrar a la existencia espiritual del discurso y a la igualdad del espíritu, produciendo con esta dureza la desigualdad todavía dada.
Ahora bien, en cuanto que el espíritu cierto de sí mismo, como alma bella, no posee la fuerza de la enajenación de aquel saber de ella misma que mantiene en sí, no puede llegar a la igualdad con la conciencia que ha sido repudiada ni tampoco, por tanto, a la unidad intuida de ella misma en otro, no puede llegar al ser allí; la igualdad se produce, por consiguiente, sólo de un modo negativo, como un ser carente de espíritu. El alma bella carente de realidad, en la contradicción de su puro sí mismo y de la necesidad del mismo enajenarse en el ser y de trocarse en realidad, en la inmediatez de esta oposición retenida -una inmediatez que es solamente el medio y la reconciliación de la oposición llevada hasta su abstracción pura y que es el ser puro o la nada vacía-; el alma bella, por tanto, como conciencia de esta contradicción en su inconciliada inmediatez, se ve desgarrada hasta la locura y se consume en una nostálgica tuberculosis. Esa conciencia abandona, por tanto, de hecho, el duro aferrarse a su ser para sí, pero sólo produce la unidad carente de espíritu del ser.
[c) Perdón y reconciliación]
La verdadera nivelación, a saber, la nivelación autoconsciente y que es allí, se contiene ya, con arreglo a su necesidad, en lo que antecede. La ruptura del corazón duro y su exaltación a universalidad es el mismo movimiento ya expresado en la conciencia que se confesaba. Las heridas del espíritu se curan sin dejar cicatriz; el hecho no es lo imperecedero, sino que es devuelto a sí mismo por el espíritu, y el lado de la singularidad que se halla presente en él, sea como intención o como negatividad que es allí y límite de la misma, es lo que inmediatamente desaparece. El sí mismo que se realiza, la forma de su acción, es solamente un momento del todo, y asimismo el saber determinante mediante el juicio y que fija la diferencia entre el lado singular y el lado universal del actuar. Aquel mal pone esta enajenación de sí o se pone a sí mismo como momento, atraído a la existencia que se confiesa por la intuición de sí mismo en el otro. Pero para este otro debe romperse su juicio unilateral y no reconocido así como para aquél su existencia unilateral y no reconocida del ser para sí particular; y, del mismo modo que aquél presenta la potencia del espíritu sobre su realidad, éste presenta la potencia sobre su concepto determinado.
Pero éste renuncia al pensamiento que divide y a la dureza del ser para sí que a el se aferra porque de hecho se intuye a sí mismo en el primero. Este, que echa por la borda su realidad, convirtiéndose en un éste superado, se presenta así, de hecho, como universal, retorna a sí mismo como esencia desde su realidad exterior; la conciencia universal se reconoce, por tanto, aquí a sí misma. El perdón que esta conciencia concede a la primera es la renuncia a sí, a su esencia irreal, a la que se equiparaba aquella otra, que era obrar real, reconociendo como buena esta otra, a la que la determinación recibida del obrar en el pensamiento llamaba el mal, o más bien da de lado a esta diferencia del pensamiento determinado y a su juicio determinante que es para sí, como lo otro da de lado al determinar de la acción que es para sí. La palabra de la reconciliación es el espíritu que es allí que intuye el puro saber de sí mismo como esencia universal en su contrario, en el puro saber de sí como singularidad que es absolutamente en sí misma -un reconocimiento mutuo que es el espíritu absoluto.
El espíritu absoluto entra en el ser allí solamente en la cúspide en la que su puro saber de sí mismo es la oposición y el cambio con sí mismo. Sabiendo que su saber puro es la esencia abstracta es este deber que sabe, en la oposición absoluta contra el saber que se sabe ser la esencia como absoluta singularidad del sí mismo. El primer saber es la pura continuidad del universal, el que sabe la singularidad que se sabe como esencia, como lo nulo en sí, como el mal. El segundo saber, por el contrario, es la absoluta discreción que se sabe a sí misma absoluta en su puro uno y sabe aquel universal como lo irreal que es solamente para otros. Ambos lados se esclarecen en esta pureza en que no tienen ya en ellos ninguna existencia carente de sí mismo, ningún negativo de la conciencia, sino que aquel deber es el carácter que permanece igual a sí mismo de su saberse a sí mismo, y este mal tiene asimismo su fin en su ser dentro de sí y su realidad en su discurso; el contenido de este discurso es la sustancia de su persistencia; es la aseveración acerca de la certeza del espíritu en sí mismo. Ambos espíritus ciertos de sí mismos no tienen otro fin que su puro sí mismo y ninguna otra realidad y ser allí que precisamente este puro sí mismo. Pero son todavía distintos; y la diversidad es la diversidad absoluta, porque se halla puesta en este elemento del concepto puro. Y esa diversidad, además, no lo es solamente para nosotros, sino para los conceptos mismos que se hallan en esta oposición. En efecto, estos conceptos son ciertamente conceptos recíprocamente determinados, pero son al mismo tiempo conceptos universales en sí, de tal modo que llenan todo el ámbito del sí mismo, y este sí mismo no tiene ningún otro contenido más que esta su determinabilidad, la cual no lo sobrepasa ni se halla ya limitada por él; pues la una, la absolutamente universal, es el puro saberse a sí mismo, lo mismo que lo es lo otro, la absoluta discreción de la singularidad y ambas son solamente este puro saberse. Ambas determinabilidades son, por tanto, los conceptos puros que saben, cuya determinabilidad es también ella misma inmediatamente saber, o cuyo comportamiento y oposición es el yo. De este modo, son entre sí éstos sencillamente contrapuestos contrapuesto a sí mismo y entrado en el ser allí es, por tanto, el perfecto interior; aquellos conceptos constituyen el puro saber que, mediante esta oposición, es puesto como conciencia. Pero no es todavía autoconciencia. Esta realización la alcanza en el movimiento de esta oposición. Pues esta oposición es más bien ella misma la no discreta continuidad e igualdad del yo = yo; y cada yo para sí se supera en él mismo precisamente mediante la contradicción de su universalidad pura que, al mismo tiempo, contradice todavía a su igualdad con el otro y se aleja de él. Por medio de esta enajenación, este saber desdoblado en su ser allí retorna a la unidad del sí mismo; es el yo real, el universal saberse a sí mismo en su absoluto contrario, en el saber que es dentro de sí, el yo real que en virtud de la pureza de su ser dentro de sí separado es él mismo el perfecto universal. El sí de la reconciliación, en el que los dos yo hacen dejación de su ser contrapuesto es el ser allí del yo extendido hasta la dualidad, que en ella permanece igual a sí mismo y tiene la certeza de sí mismo en su perfecta enajenación y en su perfecto contrario; es el Dios que se manifiesta en medio de ellos, que se saben como el puro saber.
* Es un dicho francés: il n’y a pas de héros pour le valet de chambre. [T.]
** Este pensamiento fue recogido por Goethe en su obra
Las afinidades electivas, 2 parte, cap. v, diario de Otilia.
Las afinidades electivas, 2 parte, cap. v, diario de Otilia.
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