[3. Desarrollo del concepto de la religión absoluta]
El espíritu es contenido de su conciencia primeramente en la forma de la pura sustancia o es contenido de su pura conciencia. Este elemento del pensamiento es el movimiento que desciende al ser allí o a la singularidad. El término medio entre ellos es su conjunción sintética, la conciencia del devenir otro o el representar como tal. El tercero es el retorno desde la representación y del ser otro o el elemento de la autoconciencia misma. Estos tres momentos constituyen el espíritu; su disociarse en la representación consiste en ser de un modo determinado; pero esta determinabilidad no es otra cosa que uno de sus momentos. Su movimiento desarrollado es, por tanto, el de expandir su naturaleza en cada uno de sus momentos, como en un elemento; al consumarse en sí cada uno de estos círculos, es esta su reflexión dentro de sí, al mismo tiempo, el tránsito al otro. La representación hace de término medio entre el puro pensamiento y la autoconciencia como tal y es solamente una de las determinabilidades; pero, al mismo tiempo, como se ha mostrado, su carácter es ser la conjunción sintética que se expande sobre todos estos elementos y su común determinabilidad.
El contenido mismo que ha de considerarse se ha presentado ya, en parte, como la representación de la conciencia desventurada y creyente; -.pero en aquélla se presentaba en la determinación del contenido producido desde la conciencia y ansiado, en que el espíritu no puede saciarse ni aquietarse, porque no es todavía su contenido en sí o como su sustancia; y, por el contrario, en ésta ha sido considerado como la esencia del mundo carente de sí mismo o como contenido esencialmente objetivo de la representación, -una representación que huye a la realidad en general y, por tanto, es sin la certeza de la autoconciencia y que se separa del saber en parte como vanidad y en parte como pura intelección. La conciencia de la comunidad, por el contrario, tiene a ese contenido como su sustancia, del mismo modo que el contenido es su certeza del propio espíritu.
[a) El espíritu dentro de sí mismo, la Trinidad]
El espíritu, representado primeramente como sustancia en el elemento del puro pensar, es de este modo, inmediatamente, la esencia simple igual a sí misma, pero que no tiene esta significación abstracta de la esencia, sino la significación del espíritu absoluto. Pero el espíritu no consiste en ser significación, lo interior, sino en ser lo real. Por tanto, la esencia simple y eterna sólo sería espíritu en cuanto a la palabra vacua si permaneciese en la representación y la expresión de la simple esencia eterna. Pero la esencia simple, por ser la abstracción, es de hecho lo negativo en sí mismo, y precisamente la negatividad del pensamiento o la negatividad tal como es en la esencia en sí; es decir, la diferencia absoluta de sí o su puro devenir otro. Como esencia, es solamente en sí o para nosotros; pero, por cuanto esta pureza es cabalmente la abstracción o la negatividad, es para sí misma o el sí mismo, el concepto. Es, por tanto, objetiva; y, en cuanto que la representación aprehende y enuncia como un acaecer la necesidad del concepto que acabamos de enunciar, se dirá que la esencia eterna se engendra un otro. Pero en este ser otro ha retornado también de un modo inmediato a sí, pues la diferencia es la
diferencia en sí; es decir, ésta sólo es inmediatamente diferente de sí misma y es, por tanto, la unidad retornada dentro de sí.
Se diferencian, por tanto, los tres momentos, el de la esencia, el del ser para sí, que es el ser otro de la esencia y para el que la esencia es, y el del ser para sí o el saberse a sí mismo en el otro. La esencia sólo se intuye a sí misma en su ser para sí; en esta enajenación es solamente cerca de sÍ; el ser para sí que se excluye de la esencia es el saber de la esencia de sí mismo; es la palabra que, una vez pronunciada, deja enajenado y vacío a quien la emite, pero que es escuchada también de modo inmediato, y sólo este escucharse a sí mismo es el ser allí de la palabra. De tal modo que las diferencias que se establecen son disueltas tan inmediatamente como se han establecido y se establecen de modo tan inmediato como se disuelven, y lo verdadero y lo real son cabalmente este movimiento que gira en sí mismo.
Este movimiento dentro de sí mismo enuncia la esencia absoluta como espíritu; la esencia absoluta que no es captada como espíritu sólo es el vacío abstracto, del mismo modo que el espíritu no aprehendido como este movimiento es solamente una palabra vacua. En cuanto que sus momentos se captan en su pureza, son los conceptos carentes de quietud que son solamente en la medida en que en ellos mismos son su contrario y en que sólo tienen su quietud en el todo. Pero la representación de la comunidad no es este pensamiento conceptual, sino que posee el contenido sin su necesidad y transfiere al reino de la pura conciencia, en vez de la forma del concepto, las relaciones naturales entre Padre e Hijo. Al comportarse ella misma en el pensamiento como representación, la esencia se revela, ciertamente, ante ella, pero los momentos de esta esencia, en virtud de esta representación sintética, se separan en parte uno de otro, de tal modo que ya no se refieren el uno al otro por medio de su propio concepto y, en parte, ella misma queda atrás de este su puro objeto y sólo se refiere a él de un modo externo; le es revelado por algo extraño, y en este pensamiento del espíritu no se conoce a sí misma, no reconoce la naturaleza de la pura autoconciencia. En tanto que se debe sobrepasar la forma de la representación y de aquellas representaciones tomadas de lo natural y, especialmente, por tanto, este modo de tomar los momentos de este movimiento que es el espíritu como sustancias aisladas e inconmovibles o sujetos, en vez de ver en ellos momentos transitorios -este sobrepasar debe ser considerado, según se hizo notar ya anteriormente, en relación con otro aspecto, como una presión del concepto; pero, en tanto que es solamente instinto, se desconoce a sí mismo, repudia a la por con la forma el contenido y, lo que es lo mismo, lo rebaja a una representación histórica y a una herencia de la tradición; aquí se ha retenido tan sólo lo puramente externo de la fe, como algo, por tanto, muerto y carente de conocimiento, pero lo interior de ella ha desaparecido, pues ese algo interior sería el concepto que se sabe como concepto.
[b) El espíritu, en su enajenación, el reino del Hijo]
El espíritu absoluto, representado en la pura esencia, no es, ciertamente, la pura esencia abstracta, sino que ésta, cabalmente por ser en el espíritu solamente un momento, ha descendido a elemento. Pero, en este elemento, la presentación del espíritu lleva en sí, con arreglo a la forma, el mismo defecto que tiene la esencia como esencia. La esencia es lo abstracto y, por tanto, lo negativo de su simplicidad, un otro; y, del mismo modo, el espíritu en el elemento de la esencia es la forma de la unidad simple, la que, por tanto, es también esencialmente un devenir otro. O, lo que es lo mismo, la relación de la esencia eterna con su ser para sí es la relación inmediata y simple del puro pensamiento; en este simple intuirse de sí mismo en el otro el ser otro no se pone, por tanto, como tal; es la diferencia tal como en el puro pensamiento no es inmediatamente diferencia alguna; un reconocimiento del amor en el que los dos no se contraponen en cuanto a su esencia. El espíritu que se enuncia en el elemento del puro pensamiento es él mismo esencialmente esto: no es solamente en él, sino que es espíritu real, pues en su concepto radica el mismo ser otro, es decir, la superación del puro concepto solamente pensado.
El elemento del puro pensamiento, por ser el elemento abstracto, es él mismo más bien el otro de su simplicidad y pasa, por tanto, al elemento peculiar de la representación, al elemento en el cual los momentos del puro concepto adquieren una existencia sustancial el uno con respecto al otro, del mismo modo que son sujetos que no tienen ante un tercero la indiferencia recíproca del ser, sino que, reflejados en sí mismos, se particularizan y contraponen el uno con respecto al otro.
[1) El mundo] El espíritu solamente eterno o abstracto deviene, pues, ante sí un otro o entra en el ser allí e inmediatamente en el ser allí inmediato. Crea, así, un mundo. Este crear es la palabra de la representación para el concepto mismo con arreglo a su movimiento absoluto o para el proceso en el cual lo simple enunciado absolutamente o el puro pensamiento es más bien lo negativo y, así, lo contrapuesto a sí mismo o lo otro, porque es lo abstracto; -o, para decir lo mismo en otra forma, porque lo que se pone como esencia es la simple inmediatez o el ser, pero, como inmediatez o ser, carente del sí mismo y, por tanto, de la interioridad, como ser pasivo o ser para otro. Este ser para otro es, al mismo tiempo, un mundo; el espíritu, en la determinación del ser para otro, es el quieto subsistir de los momentos anteriormente incluidos en el puro pensamiento y, por tanto, la disolución de su universalidad simple y la disociación de ésta en su propia particularidad.
Pero el mundo no es solamente este espíritu disociado y lanzado a la integridad y su orden externo, sino que, por ser esencialmente el simple sí mismo, éste se da también en él: el espíritu que es allí, el cual es el sí mismo singular que tiene la conciencia y que se diferencia de sí como otro o como mundo. Este sí mismo singular, tal como empieza poniéndose aquí inmediatamente, no es todavía espíritu para sí; no es, por tanto, como espíritu, puede llamársele inocente, pero no bueno. Para que sea, de hecho, sí mismo y espíritu, debe ante todo devenir para sí mismo un otro, lo mismo que la esencia eterna se presenta como el movimiento de ser igual a sí misma en su ser otro. En cuanto que este espíritu se determina como algo que comienza siendo allí de un modo inmediato o como dispersado en la multiplicidad de su conciencia, su devenir otro es el adentrarse en sí del saber en general. El ser allí inmediato se trueca en el pensamiento, o la conciencia solamente sensible se trueca en la conciencia del pensamiento; y es así, cabalmente, porque el pensamiento proviene de la inmediatez o es pensamiento condicionado, porque no es el saber puro, sino el pensamiento que el ser otro tiene en él y, por tanto, el pensamiento contrapuesto a sí mismo del bien y del mal. El hombre es representado como algo acaecido. como algo no necesario, -como si hubiese perdido la forma de la igualdad consigo mismo al probar la fruta del árbol del conocimiento del bien y el mal, siendo arrojado fuera de la conciencia inocente, de la naturaleza que se le entregaba sin, trabajo y del paraíso, del jardín de los animales.
[2. El mal y el bien] Puesto que este ir dentro de sí de la conciencia que es allí se determina de modo inmediato como el devenir desigual a sí mismo, el mal se manifiesta como el primer ser allí de la conciencia que ha ido dentro de sí; y, como los pensamientos del bien y el mal son sencillamente contrapuestos y esta contraposición no ha sido resuelta aun, entonces, esta conciencia sólo es, esencialmente, el mal. Pero, al mismo tiempo, y en gracia precisamente a esta contraposición, se da también en contra de ella la conciencia buena y su mutua relación. En la medida en que el ser allí inmediato se trueca en el pensamiento y el ser dentro de sí se determina más de cerca, en parte como pensamiento él mismo y, en parte, como el momento del devenir otro de la esencia, este devenir malo puede arrojarse hacia atrás fuera del mundo que es allí y desplazarse al primer reino del pensamiento. Se puede, pues, decir que ya el primogénito de la luz, al ir dentro de sí mismo, es el que ha caído, pero que en lugar suyo ha sido engendrado en seguida otro. Estas formas, las de la caída y el hijo, pertenecientes solamente a la representación y no al concepto, rebajan, por lo demás y desplazan al plano de la representación los momentos del concepto, invirtiéndolos, o transfieren la representación al reino del pensamiento. E igualmente indiferente es el coordinar al pensamiento simple del ser otro en la esencia eterna una multiplicidad de otras figuras, desplazando a éstas el ir dentro de sí. Esta coordinación debe, por ello, ser también aprobada, ya que, de este modo, este momento del ser otro expresa, al mismo tiempo, como debe hacerlo, la diversidad, y no precisamente como pluralidad en general, sino, al mismo tiempo, como diversidad determinada, de tal modo que una parte, el hijo, es el elemento simple que se sabe a sí mismo como esencia, mientras que la otra parte es la enajenación del ser para sí, que sólo vive en el elogio de la esencia; en esta parte puede ponerse entonces la recuperación del ser para sí enajenado y el ir dentro de sí del mal. En tanto que el ser otro se divide en dos, el espíritu sería expresado de una manera más determinada en sus momentos y, sí se los contara, se expresaría como cuaternidad o, puesto que la muchedumbre se divide a su vez, en dos partes, a saber, en la que se mantiene buena y la que se torna mala, incluso como quineidad. Pero el contar los momentos puede verse como totalmente inútil, ya que, de una parte, lo diferente mismo es solamente uno, es decir, es cabalmente el pensamiento de la diferencia que es solamente un pensamiento, con lo que este pensamiento es él mismo este diferente, el segundo con relación al primero -y, de otra parte, porque el pensamiento que encuadra lo plural en lo uno debe ser disuelto fuera de su universalidad y diferenciado en más de tres a cuatro diferentes; -cuya universalidad, frente a la absoluta determinabilidad del uno abstracto, del principio del número, se manifiesta como indeterminabilidad en relación con el número mismo, de tal modo que podría hablarse solamente de números en general, es decir, no de un número de diferencias, razón por la cual es totalmente superfluo pensar aquí en el número y en la numeración en general, del mismo modo que, por lo demás, la mera diferencia de magnitud y cantidad carece de concepto y no dice nada.
El bien y el mal eran las diferencias determinadas del pensamiento que se presentaban. Por cuanto que su contraposición no se ha resuelto aun y se las representa como esencias del pensamiento, del que cada una de ellas es independiente para sí, tenemos que el hombre es el sí mismo carente de esencia y el terreno sintético de su ser allí y de su lucha. Pero estas potencias universales pertenecen igualmente al sí mismo, o el sí mismo es su realidad. Así, pues, según este momento, acaece que, como el mal no es sino el ir dentro de sí mismo del ser allí natural del espíritu, a la inversa, el bien entra en la realidad y se manifiesta como una autoconciencia que es allí. Lo que en el espíritu puramente pensado se esboza solamente en general como el devenir otro de la esencia divina se acerca aquí a su realización [Realisierung] para la representación; esta realización [Realisierung] consiste para ella en la voluntaria humillación de la esencia divina, que renuncia a su abstracción y a su irrealidad. Por lo que se refiere al otro lado, el mal, la representación lo toma como un acaecer extraño a la esencia divina; captar el mal en esta esencia misma como su cólera es el supremo, el más duro esfuerzo que se impone la representación en lucha consigo misma, esfuerzo que, al carecer de concepto, permanece infructuoso.
El extrañamiento de la esencia divina se plantea, pues, en su doble modo; el sí mismo del espíritu y su pensamiento simple son los dos momentos cuya unidad absoluta es el espíritu mismo; su extrañamiento consiste en que estos momentos se han separado y en que uno tiene un valor desigual con respecto al otro. Esta desigualdad es, pues, una desigualdad doble, y nacen así dos conjunciones, cuyos momentos comunes son aquellos que han sido señalados. En una de ellas, la esencia divina vale como lo esencial, pero el ser allí natural y el sí mismo valen como lo no esencial y lo que debe ser superado; en la otra, por el contrario, es el ser para sí lo que vale como lo esencial y lo divino simple como lo no esencial. Su término medio todavía vacío es el ser allí en general, la simple comunidad de sus dos momentos.
[3. La redención y la reconciliación] Esta oposición no llega a resolverse mediante la lucha de las dos esencias representadas como esencias separadas e independientes. En su independencia radica el que cada una deba resolverse en sí misma en sí, por medio de su concepto; la lucha termina solamente cuando ambas esencias dejan de ser estas mezclas del pensamiento y del ser allí independiente y cuando se enfrentan la una a la otra solamente como pensamientos. En efecto, entonces, como conceptos determinados, son sólo, esencialmente, en la relación de lo contrapuesto; por el contrario, como términos independientes, tienen su esencialidad fuera de la contraposición; su movimiento es, pues, el movimiento libre y propio de ellos mismos. Por tanto, como el movimiento de ambos es el movimiento en sí, porque debe considerarse en ellos mismos, el movimiento es iniciado por aquel de los dos que es determinado con respecto al otro como el que es en sí. Esto es representado como un obrar libre; pero la necesidad de su enajenación reside en el concepto de que el que es en sí, determinado por ello sólo en la oposición, no tiene por esto mismo una subsistencia verdadera; -por tanto, aquello para lo que vale como la esencia, no el ser para sí, sino lo simple, es lo que se enajena a sí mismo, lo que va a la muerte y, con ello, se reconcilia a sí mismo con la esencia absoluta. En efecto, en este movimiento se presenta como espíritu; la esencia abstracta se ha extrañado, tiene ser allí natural y una realidad de sí misma; este su ser otro o su presencia sensible es revocado por el segundo devenir otro y puesto como superado, como universal; de este modo, la esencia ha devenido sí misma en esa presencia sensible; el ser allí inmediato de la realidad ha dejado de ser un ser allí extraño o externo, al ser superado, universal; esta muerte es, por tanto, su nacimiento como espíritu.
La presencia inmediata superada de la esencia autoconsciente es esta esencia como autoconciencia universal; este concepto del sí mismo singular superado que es esencia absoluta expresa, por tanto, de modo inmediato la constitución de una comunidad que, habiéndose mantenido hasta entonces en la representación, retorna ahora dentro de sí como al sí mismo, y el espíritu sale así del segundo elemento de su determinación, la representación, para pasar al tercero, a la autoconciencia como tal. Si consideramos el modo de comportarse esta representación en su proceso, vemos ante todo expresarse esto: que la esencia divina asume la naturaleza humana. En ello va ya enunciado que, en sí, no se hallan separadas una y otra; del mismo modo que en el hecho de que la esencia divina se enajena a sí misma desde el principio, de que su ser allí penetra en sí y se convierte en mala, no se enuncia, sino que va implícito el que en sí ese ser allí malo no es algo extraño para ella, la esencia absoluta tendría solamente este nombre vacuo si hubiese en verdad un otro con respecto ella, una caída de ella; -el momento del ser dentro de sí constituye más bien el momento esencial del sí mismo del espíritu. Que el ser dentro de sí y, con ello, solamente la realidad pertenezcan a la esencia misma, esto que para nosotros es concepto y es en tanto que concepto, se manifiesta ante la conciencia representativa como un acaecer inconcebible; el en sí asume para ella la forma del ser indiferente. Pero el pensamiento de que aquellos dos momentos que parecen huir el uno del otro -los momentos de la esencia absoluta y del sí mismo que es para sí- no son desdoblados, se manifiesta también a esta representación -pues esta representación posee el verdadero contenido-, pero más tarde -en la enajenación de la esencia divina encarnada. Esta representación, que de este modo es todavía inmediata, y por ende no espiritual, o que sabe la figura humana de la esencia, primeramente, sólo como figura particular y todavía no como figura universal, deviene espiritual para esta conciencia en el movimiento de la esencia configurada el sacrificar de nuevo su ser allí inmediato y retornar a la esencia; la esencia es el espíritu solamente como reflejada dentro de sí. Aquí se representa, por tanto, la reconciliación de la esencia divina con el otro en general y, de un modo más preciso, con el pensamiento de éste, con el mal. Si esta reconciliación, con arreglo a su concepto, se expresa diciendo que es porque el mal es en sí lo mismo que el bien, o también porque la esencia divina es lo mismo que la naturaleza en toda su amplitud, del mismo modo que la naturaleza separada de la esencia divina es solamente la nada; esta formulación debe verse como una manera no espiritual de expresarse que necesariamente tiene que suscitar equívocos. Si el mal es lo mismo que el bien, ello querrá decir cabalmente que el mal no es mal y que el bien no es bien, sino que ambos han sido más bien superados: que el mal en general es el ser para sí que es dentro de sí y el bien lo simple carente de sí mismo. Cuando ambos son enunciados así con arreglo a su concepto, su unidad es al mismo tiempo evidente; en efecto, el ser para sí que es dentro de sí es el saber simple, y lo simple carente de sí mismo es igualmente el puro ser para sí que es dentro de sí. Del mismo modo que, por tanto, debe decirse que el bien y el mal, con arreglo a este concepto que es el suyo, es decir, en tanto que no son el bien y el mal, son lo mismo, así también debe decirse que no son lo mismo, sino que son sencillamente distintos; pues el simple ser para sí o también el puro saber son igualmente la pura negatividad o la absoluta diferencia en ellas mismas. Solamente estas dos proposiciones completan el todo y a la afirmación y aseveración de la primera debe enfrentarse, con insuperable tenacidad, el aferramiento a la otra; teniendo ambas el mismo derecho, ambas se hallan igualmente fuera del derecho, y su falta de derecho consiste en tomar por algo verdadero, sólido y real formas abstractas tales como lo mismo y no lo mismo, la identidad y la no identidad, y en apoyarse sobre estas formas. La verdad no está en la una o la otra de estas formas, sino propiamente en su movimiento según el cual el simple él mismo es la abstracción y, por tanto, la diferencia absoluta, mientras que esta diferencia absoluta, como diferencia en sí, diferente de sí misma, es, pues, la igualdad consigo misma. Y precisamente esto es lo que ocurre con la mismeidad de la esencia divina y de la naturaleza en general y la naturaleza humana en particular; aquélla es naturaleza en tanto que no es esencia, mientras que ésta es divina con arreglo a su esencia; -pero es el espíritu en el que ambos lados abstractos se ponen como en verdad son, a saber, como superados-, un poner que no puede ser expresado mediante el juicio y por la cópula, el es carente de espíritu. Asimismo, la naturaleza no es nada fuera de su esencia; pero esta nada misma es igualmente; es la abstracción absoluta y, por tanto, el puro pensamiento o el ser dentro de sí y, con el momento de su contraposición a la unidad espiritual, es el mal. La dificultad que reside en estos conceptos es únicamente la tenacidad con que se mantiene el es y el olvido del pensamiento en el que los momentos tanto son como no son, -son solamente el movimiento que es el espíritu. Esta unidad espiritual o la unidad en la que las diferencias solamente son como momentos o como diferencias superadas es lo que ha devenido para la conciencia representativa en aquella reconciliación, y, en cuanto que esa unidad es la universalidad de la autoconciencia, ésta ha dejado de ser conciencia representativa; el movimiento ha retornado a ella.
[c) El espíritu en su plenitud, el reino del espíritu]
El espíritu es puesto, por tanto, en el tercer elemento, en la autoconciencia universal; es su comunidad. El movimiento de la comunidad como el movimiento de la autoconciencia, que es diferente de su representación, es el producir lo que ha devenido en sí. El hombre divino muerto o el dios humano es en sí la autoconciencia universal; tiene que devenir esto para esta autoconciencia. O, puesto que constituye uno de los lados de la oposición de la representación, el lado del mal, aquel para el que el ser allí natural y el ser para sí singular valen como la esencia, este lado, que, como independiente no es representado todavía como momento, debe, en razón de su independencia, elevarse en y para sí mismo al espíritu o presentar en él el movimiento del espíritu.
Este lado es el espíritu natural; el sí mismo debe retirarse de esta naturalidad e ir dentro de sí, es decir, devenir el mal. Pero es ya malo en sí; el ir dentro de sí consiste, por tanto, en convencerse de que el ser allí natural es el mal. El devenir malo que es allí y el ser malo del mundo, así como la reconciliación que es allí de la esencia absoluta, caen en la conciencia representativa; pero este representado sólo cae en cuanto a la forma en la autoconciencia como tal en tanto que momento superado, pues el sí mismo es lo negativo; lo que, por tanto, le pertenece es el saber, -un saber que es un puro obrar de la conciencia dentro de sí misma. Este momento de lo negativo debe expresarse también en el contenido. Puesto que la esencia se ha reconciliado ya en sí consigo y es unidad espiritual en la que las partes de la representación son superadas o son momentos, esto se presenta de modo que cada parte de la representación adquiere aquí la significación contrapuesta a la que antes tenía; toda significación se completa de este modo en la otra, y solamente así es como el contenido es un contenido espiritual; por cuanto que la determinabilidad es asimismo la contrapuesta a ella, se lleva a cabo la unidad en el ser otro, lo espiritual; del mismo modo que para nosotros o en sí se unificaban antes las significaciones contrapuestas y se superaban incluso las formas abstractas de lo mismo y el no lo mismo, de la identidad y la no identidad.
Así, pues, en la conciencia representativa la interiorización de la autoconciencia natural era el mal existente, la interiorización en el elemento de la autoconciencia es el saber del mal como de un mal que en sí es en el ser allí. Este saber es, por tanto, ciertamente, un devenir del mal, pero sólo devenir del pensamiento del mal, siendo por consiguiente reconocido como el primer momento de la reconciliación. En efecto, como un retorno dentro de sí mismo partiendo de la inmediatez de la naturaleza, que es determinada como el mal, aquel saber es un abandono de ésta y la muerte del pecado. Lo que se abandona por la conciencia no es el ser allí natural como tal, sino, al mismo tiempo, el ser natural que se sabe como el mal. El movimiento inmediato del ir dentro de sí es también un movimiento mediado; -este movimiento se presupone a sí mismo o es su propio fundamento, es decir, que el fundamento del ir dentro de sí es que la naturaleza ha ido dentro de sí ya en sí; en virtud del mal, el hombre debe adentrarse en sí, pero el mal es él mismo el ir dentro de sí. Este primer movimiento es él mismo sólo el movimiento inmediato o su concepto simple precisamente porque es lo mismo que su fundamento. El movimiento o el devenir otro debe, por tanto, presentarse todavía bajo su forma más peculiar.
Además de esta inmediatez, es necesaria, por tanto, la mediación de la representación. En sí, el saber de la naturaleza como el ser allí no verdadero del espíritu, y esta universalidad devenida dentro de si del sí mismo, son la reconciliación del espíritu consigo mismo. Este en sí adquiere para la autoconciencia no conceptual la forma de algo que es y para él representado. Por tanto, el concebir no es para ella un apoderarse de este concepto que sabe la naturalidad superada como universal y, por tanto, como reconciliada consigo misma, sino un apoderarse de aquella representación según la cual la esencia divina se ha reconciliado con su ser allí mediante el acaecer de la propia enajenación de la esencia divina mediante su acaecida encarnación humana y su muerte. La captación de esta representación expresa ahora de un modo más determinado lo que antes se llamaba en ella la resurrección espiritual o el devenir de su autoconciencia individual a lo universal o a la comunidad. La muerte del hombre divino como muerte es la negatividad abstracta, el resultado inmediato del movimiento que sólo termina en la universalidad natural. Esta significación natural la pierde la muerte en la autoconciencia espiritual, o la muerte deviene su concepto hace poco mencionado; la muerte deja de ser lo que de modo inmediato significa, el no ser de este algo singular, para transfigurarse, convirtiéndose en la universalidad del espíritu que vive en su comunidad y muere y resucita diariamente en ella.
Lo que pertenece al elemento de la representación, el que el espíritu absoluto, como un espíritu singular o más bien como un espíritu particular, represente en su ser allí la naturaleza del espíritu, se transpone, por tanto, aquí a la autoconciencia misma, al saber que se conserva en su ser otro; por tanto, esto no muere realmente, como se representa que el particular ha muerto realmente, sino que su particularidad muere en su universalidad, es decir, en su saber, que es la esencia que se reconcilia consigo misma. El elemento de la representación que primeramente antecede se pone, pues, aquí como superado, o ha retornado al sí mismo, a su concepto; lo que allí era solamente lo que es ha pasado a ser el sujeto. Y precisamente con ello el primer elemento, el puro pensamiento y el espíritu eterno en él, no son ya más allá de la conciencia representativa ni del sí mismo, sino que el retorno del todo dentro de sí es cabalmente esto, el contener dentro de sí todos los momentos. La muerte del mediador captada por el sí mismo es la superación de su objetividad o de su particular ser para sí; este particular ser para sí se ha convertido en autoconciencia universal. Del otro lado, lo universal se ha convertido realmente, y precisamente de este modo, en autoconciencia y el espíritu puro o irreal del mero pensamiento se ha convertido en real. La muerte del mediador no es solamente la muerte de su lado natural o de su particular ser para sí; no muere solamente la envoltura ya muerta, sustraída a la esencia, sino que muere también la abstracción de la esencia divina. Pues el mediador, en la medida en que su muerte no ha llevado a cabo todavía la reconciliación, es lo unilateral que sabe lo simple del pensamiento como la esencia por oposición a la realidad; este extremo del sí mismo no tiene aun un valor igual a la esencia; el sí mismo sólo posee este valor en el espíritu. La muerte de esta representación contiene, pues, al mismo tiempo la muerte de la abstracción de la esencia divina que no se pone como sí mismo. Esta muerte es el sentimiento doloroso de la conciencia desventurada de que Dios mismo ha muerto. Esta dura expresión es la simple expresión del simple saber de sí mismo más íntimo, el retorno de la conciencia a las profundidades de la noche del yo = yo, que no diferencia ni sabe ya nada, fuera de ella. Este sentimiento es, pues, de hecho, la pérdida de la sustancia y de su enfrentamiento a la conciencia; pero es, al mismo tiempo, la pura subjetividad de la sustancia o la pura certeza de sí mismo que a ella le faltaba, como el objeto, o lo inmediato, o la pura esencia. Este saber es, pues, la espiritualización por medio de la cual la sustancia ha devenido sujeto, su abstracción y su carencia de vida han muerto, por medio de la cual, por tanto, la sustancia ha devenido realmente autoconciencia simple y universal.
Así, pues, el espíritu es espíritu que se sabe a sí mismo; se sabe, lo que para él es objeto es, o su representación es el verdadero contenido absoluto; expresa, como veíamos, al espíritu mismo. Y, al mismo tiempo, no sólo es contenido de la autoconciencia y no sólo es objeto para ella, sino que es también espíritu real. Es esto por cuanto que recorre los tres elementos de su naturaleza; este movimiento a través de sí mismo constituye su realidad; -lo que se mueve es él, él es el sujeto del movimiento y es, igualmente, el moverse mismo, o la sustancia a través de la cual pasa el sujeto. El concepto del espíritu había llegado ya a ser para nosotros cuando entramos en los dominios de la religión, a saber, como el movimiento del espíritu cierto de sí mismo que perdona el mal y, con ello, se despoja al mismo tiempo de su propia simplicidad y de su dura inmutabilidad, o como el movimiento en el que lo absolutamente contrapuesto se reconoce como lo mismo y hace brotar este reconocimiento como el sí entre estos extremos; -este concepto es el que ahora intuye la conciencia religiosa, a la que se ha revelado la esencia absoluta y supera la diferencia de su sí mismo y de lo que intuye; así como es el sujeto, así también es la sustancia y es, pues, ella misma, el espíritu, precisamente porque es y en la medida en que es este movimiento.
Pero esta comunidad no es completa en esta su autoconciencia; su contenido es en general en la forma de la representación para ella y de este modo, la espiritualización real de esta comunidad. su retorno de su representación, posee todavía en ella este carácter de escisión, que afectaba incluso al elemento del puro pensamiento mismo. Esta comunidad no tiene tampoco la conciencia de lo que ella es; es la autoconciencia espiritual que no es ante sí como este objeto, o que no se abre a la conciencia de sí misma; pero, en tanto que es conciencia, tiene estas representaciones que se han considerado. En su punto de viraje final, vemos a la autoconciencia interiorizarse y llegar al saber del ser dentro de sí; la vemos enajenar su ser allí natural y conquistar la pura negatividad. Pero la significación positiva de esta negatividad, es decir, el que precisamente esta negatividad o pura interioridad del saber sea igualmente la esencia igual a sí misma -o el que la sustancia haya llegado aquí a ser autoconciencia absoluta, esto es para la conciencia devota un otro. Esta conciencia capta el lado de que la pura interiorización del saber es en la simplicidad absoluta o la sustancia, como la representación de algo que no es así con arreglo al concepto, sino como el acto de una satisfacción extraña. O no es para ella como esta profundidad del puro sí mismo es la fuerza por medio de la cual la esencia abstracta es hecha descender de su abstracción y es elevada al sí mismo por la potencia de esta pura devoción. El obrar del sí mismo mantiene así esta significación negativa con respecto a aquélla porque, de su lado, la enajenación de la sustancia es un en sí para esta conciencia que no la capta y la concibe de este modo o no la encuentra en su obrar como tal. Habiéndose producido en sí esta unidad de la esencia y del sí mismo, la conciencia tiene también aun esta representación de su reconciliación, pero como representación. Alcanza la satisfacción añadiendo desde fuera a su pura negatividad la significación positiva de la unidad de sí misma con la esencia; por tanto su satisfacción permanece afectada por la oposición de un más allá. Su propia reconciliación entra, por consiguiente, en su conciencia, como algo lejano, como la lejanía del futuro, del mismo modo que la reconciliación que llevaba a cabo el otro sí mismo se manifiesta como algo lejano en el pasado. Así como el hombre divino singular tiene un padre que es en sí y solamente una madre real, así también el hombre divino universal, la comunidad, tiene por padre su propio obrar y su saber y por madre el amor eterno que se limita a sentir, pero que no intuye en su conciencia como objeto inmediato real. Su reconciliación es, pues, en su corazón, pero escindida todavía de su conciencia, y su realidad se halla aun rota. Lo que entra en su conciencia como el en sí o como el lado de la pura mediación es la reconciliación situada en el más allá; pero lo que entra en ella como presente, como el lado de la inmediatez y del ser allí, es el mundo que tiene que esperar aun su transfiguración. El mundo se halla ya, ciertamente, reconciliado en sí con la esencia, y de la esencia se sabe, ciertamente, que no conoce ya el objeto como algo extrañado, sino como igual a ella en su amor. Pero, para la autoconciencia, este presente inmediato no tiene todavía figura de espíritu. El espíritu de la comunidad es, así, en su conciencia inmediata, separado de su conciencia religiosa, la que proclama, ciertamente, que estas conciencias no están separadas en sí, pero un en sí que no se ha realizado [realisiert] o que no ha devenido todavía absoluto ser para sí.
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