sábado, 17 de mayo de 2008

El saber absoluto

VIII. EL SABER ABSOLUTO

[1. El contenido simple del sí mismo que se demuestra como el ser]

EL ESPÍRITU de la religión revelada no ha sobrepasado todavía su conciencia como tal o, lo que es lo mismo, su autoconciencia real no es el objeto de su conciencia; dicho espíritu en general y los momentos que en él se diferencian caen en el representar y en la forma de la objetividad. El contenido del representar es el espíritu absoluto; lo único que aun resta es la superación de esta mera forma o, más bien, puesto que esta forma pertenece a la conciencia como tal, su verdad debe haberse mostrado ya en las configuraciones de la conciencia. Este sobrepasar el objeto de la conciencia no debe tomarse como lo unilateral, como aquel aspecto en que el objeto se mostraba retornando al sí mismo, sino de un modo más determinado, mostrándose el objeto tanto como tal, cuanto como lo que tiende a desaparecer, cuanto más bien como lo que es la enajenación de la autoconciencia, que pone la coseidad, enajenación que tiene no sólo una significación negativa, sino también una significación positiva, no sólo para nosotros o en sí, sino también para ella misma. Para ella, tiene lo negativo del objeto o su superarse a sí mismo, de este modo, la significación positiva; o, la autoconciencia sabe esta nulidad suya, de una parte, por el hecho de enajenarse a sí misma, -pues en esta enajenación se pone como objeto o pone al objeto como sí mismo por razón de la inseparable unidad del ser para sí, de otra parte, se halla implícito aquí, al mismo tiempo, este otro momento de que esta enajenación y objetividad se ha superado también y ha retornado a sí misma y, por consiguiente, se encuentra cerca de sí en su ser otro como tal. Esto es el movimiento de la conciencia y esto es, en ello, la totalidad de sus momentos. La conciencia tiene que comportarse también hacia el objeto en cuanto a la totalidad de sus determinaciones y haberlo captado con arreglo a cada una de ellas. Esta totalidad de sus determinaciones hace de él, en sí, una esencia espiritual, y para la conciencia llega a ser esto, en verdad, mediante la aprehensión de cada una de sus determinaciones singulares por separado como del sí mismo, o por medio de aquel comportamiento espiritual a que acabamos de referirnos.

El objeto es, por tanto, en parte, ser inmediato o una cosa en general, lo que corresponde a la conciencia inmediata; en parte un devenir otro de sí, su relación o ser para otro y ser para sí, la determinabilidad -lo que corresponde a la percepción- y, en parte, esencia o como universal lo que corresponde al entendimiento. El objeto es, como todo, el silogismo o el movimiento de lo universal hacia la singularidad a través de la determinación y, a la inversa, el movimiento de la singularidad hacia lo universal a través de la singularidad como superada o de la determinación. Según estas tres determinaciones debe, pues, la conciencia saber al objeto como a sí misma. Sin embargo, éste de que hablamos no es el saber como un puro concebir del objeto, sino que este saber debe ser mostrado solamente en su devenir o en sus momentos, por el lado que pertenece a la conciencia como tal, y los momentos del concepto en sentido propio o del puro saber, bajo la forma de configuraciones de la conciencia. De ahí que el objeto no se manifieste todavía en la conciencia en cuanto tal como la esencialidad espiritual a que más arriba nos referíamos, y su comportamiento hacia él no es la consideración del mismo en esta totalidad como tal, ni en su pura forma conceptual, sino, en parte, figura de la conciencia en general y, en parte, un número de esas figuras que nosotros reunimos y en las que la totalidad de los momentos del objeto y del comportamiento de la conciencia sólo pueden ser mostrados disueltos en sus momentos.

En cuanto a este lado de la captación del objeto tal como es en la figura de la conciencia, basta con recordar las anteriores figuras de ésta, que ya se han presentado. Por tanto, en lo tocante al objeto, en la medida en que es inmediatamente un ser indiferente, veíamos que la razón observante se buscaba y encontraba a sí misma en esta cosa indiferente, es decir, era consciente de su obrar como de algo externo, así como era consciente del objeto como de algo solamente inmediato. Y veíamos también en su cúspide enunciarse su determinación en el juicio infinito de que el ser del yo es una cosa. Y, ciertamente, una cosa inmediata: cuando se llama al yo alma, se le representa también, es cierto, como cosa, pero como una cosa invisible, intangible, etc. y, de hecho, por tanto, no como un ser inmediato y no como lo que se supone en una cosa. Aquel juicio, tomado en su tenor inmediato, es carente de espíritu o más bien es lo carente de espíritu mismo. Pero, en cuanto a su concepto, es, de hecho, lo más rico de espíritu, y este interior suyo aun no presente en él es lo que expresan los otros dos momentos que pasamos a considerar.

La cosa es yo: de hecho, en este juicio infinito se ha superado la cosa; ésta no es en sí; sólo tiene significación en el comportamiento, solamente por el yo y por su relación con él. Este momento se ha alcanzado para la conciencia en la pura intelección y en la Ilustración. Las cosas son sencillamente útiles y sólo deben considerarse según su utilidad. La autoconciencia culta, que ha recorrido el mundo del espíritu extrañado de sí, ha producido por su enajenación la cosa como sí mismo y, por tanto, se conserva todavía ella misma en él y sabe su falta de independencia o sabe que la cosa sólo es, esencialmente, ser para otro; o, expresando totalmente el comportamiento, es decir, lo único que aquí constituye la naturaleza del objeto, la cosa vale para ella como algo que es para sí, la cosa enuncia la certeza sensible como verdad absoluta, pero este ser para sí, a su vez, como momento que sólo tiende a desaparecer y se torna en su contrario, en el ser para otro ya abandonado.

Sin embargo, en este punto el saber de la cosa no está aun completo; no debe saber solamente acerca de la inmediatez del ser y acerca de la determinabilidad, sino también como esencia a interior, como el sí mismo. Esto se halla presente en la autoconciencia moral. Esta sabe su saber como la esencialidad absoluta o sabe el ser sencillamente como la voluntad pura o el saber puro; no es nada más que esta voluntad y este saber; a otra sólo corresponde un ser no esencial, es decir, que no es en sí, que es sólo su cáscara vacía. La conciencia moral, mientras que en su representación del mundo elimina el ser allí del sí mismo, vuelve a recogerla igualmente dentro de sí. Como conciencia, no es ya, finalmente, este colocar y desplazarse de la existencia y del sí mismo, sino que sabe que su ser allí como tal es esta pura certeza de sí misma; el elemento objetivo en el que se muestra como operante no es otra cosa que el puro saber de sí del sí mismo.

Tales son los momentos que integran la reconciliación del espíritu con su conciencia propiamente dicha; para sí, estos momentos son singulares y es solamente su unidad espiritual la que constituye la fuerza de esta reconciliación. Pero el último de estos momentos es, necesariamente, esta unidad misma y, de hecho, los reúne, como se ve claramente, a todos dentro de sí. El espíritu cierto de sí mismo en su ser allí no tiene como elemento del ser allí otra cosa que este saber de sí; la enunciación de que lo que hace lo hace con arreglo a la convicción del deber, este su lenguaje, es la validez de su obrar. El obrar es la primera separación que es en sí de la simplicidad del concepto y el retorno desde esta separación. Este primer movimiento se trueca en el segundo, en cuanto que el elemento del reconocimiento se pone como saber simple del deber frente a la diferencia y la escisión que reside en la acción como tal, y forma de este modo una realidad férrea contra el obrar. Pero en el perdón hemos visto cómo esta dureza remite por sí misma y se enajena. La realidad no tiene aquí, por tanto, para la autoconciencia, como ser allí inmediato, otra significación que la de ser el puro saber; -y lo mismo, como ser allí determinado o como comportamiento, lo opuesto a sí es un saber, en parte, de este puro sí mismo singular y, en parte, del saber como universal. En lo que va implícito, al mismo tiempo, que el tercer momento, la universalidad o la esencia sólo vale para cada uno de los dos opuestos como saber; y éstos superan, por último, la oposición vacía que todavía queda y son el saber del yo = yo; este sí mismo singular que es inmediatamente saber puro o universal.

Esta reconciliación de la conciencia con la autoconciencia se muestra así como producida de dos lados, una vez en el espíritu religioso y otra vez en la conciencia misma como tal. Ambos modos se diferencian el uno del otro en que el primero es esta reconciliación en la forma del ser en sí y el segundo en la forma del ser para sí. Tal como han sido considerados, caen de momento el uno fuera del otro; en el orden en que se nos presentaban sus figuras, la conciencia llega, de una parte, a los momentos singulares de este orden y, de otra parte, a su reunificación mucho tiempo antes de que la religión haya dado a su objeto la figura de la autoconciencia real. La unificación de ambos lados no se ha indicado aun; es ella la que cierra esta serie de las configuraciones del espíritu; pues en ella el espíritu llega a saberse no sólo como es en sí o según su contenido absoluto, ni tampoco como es para sí según su forma carente de contenido, o según el lado de la autoconciencia, sino como es en sí y para sí.

Pero esta unificación ya se ha llevado a cabo en sí, también, ciertamente, en la religión, en el retorno de la representación a la autoconciencia, pero no con arreglo a la forma auténtica, pues el lado religioso es el lado del en sí que se enfrenta al movimiento de la autoconciencia. Por tanto, la unificación pertenece a este otro lado que, por contraste, es el lado de la reflexión dentro de sí y, por consiguiente, aquel que se contiene a sí mismo y a su contrario y que los contiene no solamente en sí o de un modo universal, sino para sí o de un modo desarrollado y diferenciado. El contenido, lo mismo que el otro lado del espíritu autoconsciente, en tanto que es el otro lado, se da y ha sido mostrado en su perfección; la unificación, que falta aun, es la unidad simple del concepto. Este se da ya también en el lado de la misma autoconciencia; pero, tal como se ha presentado anteriormente, tiene, como todos los demás momentos, la forma de ser una figura particular de la conciencia. Es, pues, aquella parte de la figura del espíritu cierto de sí mismo que permanece quieto en su concepto y que se llamaba el alma bella. Ésta es, en efecto, su saber de sí misma en su unidad translúcida y pura, -la autoconciencia que sabe este puro saber del puro ser dentro de sí como el espíritu-, no sólo la intuición de lo divino, sino la autointuición de ello. Por cuanto que este concepto se mantiene contrapuesto a su realización [Realisierung], es la figura unilateral que hemos visto desaparecer en la niebla vacía, pero que también hemos visto en su enajenación y movimiento hacia adelante positivos. Mediante esta realización [Realisierung] se supera el aferramiento a sí de esta autoconciencia carente de objeto, la determinabilidad del concepto con respecto a su cumplimiento, su autoconciencia cobra la forma de la universalidad y lo que le resta es su concepto verdadero o el concepto que ha adquirido su realización [Realisierung]; es el concepto en su verdad, a saber, en la unidad con su enajenación, -el saber del puro saber, no como esencia abstracta, que es el deber, sino el saber de él como esencia que es este saber, esta autoconciencia pura y que es, por tanto, al mismo tiempo, objeto verdadero, pues es el sí mismo que es para sí.

Este concepto se ha dado su cumplimiento, de una parte, en el espíritu operante cierto de sí mismo y, de otra parte, en la religión: en ésta ha cobrado el contenido absoluto como contenido o en la forma de la representación, del ser otro para la conciencia; por el contrario, en aquella figura la forma es el mismo sí mismo, ya que contiene el espíritu operante cierto de sí mismo; el sí mismo lleva a cabo la vida del espíritu absoluto. Esta figura es, como veíamos, aquel concepto simple, pero que ha abandonado su esencia eterna, que es allí u obra. El escindirse o el emerger lo tiene en la pureza del concepto, puesto que esta pureza es la abstracción absoluta o la negatividad. Y, asimismo, tiene el elemento de su realidad o del ser en él, en el puro saber mismo, pues es la simple inmediatez, que es tanto ser y ser allí como esencia, aquélla el pensamiento negativo y ésta el pensamiento positivo mismo. Este ser allí es, finalmente, asimismo, el ser reflejado dentro de sí -tanto como ser allí cuanto como deber- o el ser malo. Este ir dentro de sí constituye la oposición del concepto y es con ello el presentarse, el puro saber de la esencia no operante, no real. Pero este su presentarse en esta oposición es el participar en ella; el puro saber de la esencia se ha enajenado en sí su simplicidad, pues es el escindirse o la negatividad, que es el concepto; en la medida en que esta escisión es el devenir para sí, es lo malo; en la medida en que es el en sí, es lo que permanece bueno. Ahora bien, lo que en primer término acaece en sí es al mismo tiempo para la conciencia y es, asimismo, duplicado él mismo, es tanto para la conciencia como es su ser para sí o su propio obrar. Lo mismo que se pone ya en sí se repite, por tanto, ahora, como saber de la conciencia de él y como obrar consciente. Cada momento cede con respecto al otro, la independencia de la determinabilidad en que se presenta frente a él. Este ceder es la misma renuncia a la unilateralidad del concepto que en sí constituía el comienzo; pero es, de ahora en adelante, su renuncia, del mismo modo que el concepto a que renuncia es el suyo. Aquel en sí del comienzo es en verdad, como negatividad, asimismo, lo mediado, que se pone ahora tal como en verdad es, y lo negativo, como determinabilidad, es de cada uno para el otro y en sí lo que se supera a sí mismo. Una de las dos partes de la oposición es la desigualdad del ser dentro de sí, en su singularidad, frente a la universalidad, -la otra, la desigualdad de su universalidad abstracta con respecto al sí mismo; aquélla agoniza ante su ser para sí y se enajena, se confiesa: ésta renuncia a la dureza de su universalidad abstracta y agoniza de este modo con respecto a su sí mismo carente de vida y a su inmóvil universalidad; de tal modo, por tanto, que lo primero se ha completado por el momento de la universalidad, que es esencia, y lo segundo por la universalidad, que es sí mismo. Mediante este movimiento del obrar, el espíritu, -que solamente es espíritu porque es allí, porque eleva su ser allí al pensamiento y, con ello, a la absoluta contraposición, y, partiendo de ésta y pasando por ella, retorna a sí mismo- el espíritu surge como pura universalidad del saber, que es autoconciencia, -como autoconciencia, que es la unidad simple del saber.

Lo que, por tanto, era en la religión contenido o forma de la representación de un otro, esto mismo es aquí obrar propio del sí mismo; el concepto es lo que unifica, así como el contenido es obrar propio del sí mismo; -pues este concepto es, como veíamos, el saber del obrar del sí mismo dentro de sí como de toda esencialidad y de todo ser allí, el saber de este sujeto como de la sustancia, y de la sustancia como este saber de su obrar. Lo que aquí hemos añadido es solamente, en parte, la reunión de los momentos singulares cada uno de los cuales presenta en su principio la vida del espíritu todo y, en parte, la fijación del concepto en la forma del concepto, cuyo contenido se había dado ya en aquellos momentos e incluso bajo la forma de una figura de la conciencia.

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