martes, 13 de mayo de 2008

El derecho de la Ilustración

[3. El derecho de la Ilustración]

La fe tiene el derecho divino, el derecho de la absoluta igualdad consigo misma o del pensamiento puro frente a la Ilustración y experimenta una total injusticia por parte de ésta; pues la Ilustración la tergiversa en todos sus momentos, convirtiéndolos en algo distinto de lo que en ella son. En cambio, la Ilustración sólo tiene frente a la fe y como su verdad el derecho humano; pues la injusticia que comete es el derecho de la desigualdad y consiste en invertir y cambiar un derecho que pertenece a la naturaleza de la autoconciencia por oposición a la esencia simple o al pensamiento. Pero, en tanto que su derecho es el derecho de la autoconciencia, la Ilustración no sólo mantendrá también su derecho, de tal modo que se enfrentarán entre sí dos derechos iguales del espíritu, sin que ninguno de los dos pueda dar satisfacción al otro, sino que ella, la Ilustración, afirmará el derecho absoluto, porque la autoconciencia es la negatividad del concepto, que no solamente es para sí, sino que, además, invade el terreno de su contrario; y la fe misma, por ser conciencia, no podrá negarle su derecho.

[a) El automovimiento del pensamiento]

En efecto, la Ilustración no se comporta hacia la conciencia creyente con principios propios, sino con principios que esta misma lleva en ella. Se limita a aglutinar los propios pensamientos de ésta, que en ella se hallan dispersos y carentes de conciencia; no hace más que recordar a propósito de uno de sus modos los otros que ella lleva también, pero olvidando siempre el uno por el otro. Se revela frente a la fe creyente como pura intelección precisamente porque ante un momento determinado ve el todo y, por tanto, aporta lo contrapuesto en relación con aquel momento e, invirtiendo lo uno en lo otro, produce la esencia negativa de ambos pensamientos, el concepto. Por eso se manifiesta ante la fe como tergiversación y mentira, porque pone de manifiesto el ser otro de sus momentos; le parece, por tanto, que hace de ellos de modo inmediato algo otro de lo que son en su singularidad; pero este otro es igualmente esencial y se halla presente en verdad en la conciencia creyente, sólo que ésta no piensa en ello, sino que lo tiene en otro lugar cualquiera; por eso no es algo ajeno a ella ni puede ser negado por ella.

Pero la misma Ilustración, que recuerda a la fe lo contrapuesto a sus momentos separados, se halla igualmente poco ilustrada acerca de sí misma. Se comporta de manera puramente negativa hacia la fe, por cuanto que excluye su contenido de su pureza y lo toma por lo negativo de ella misma. Por tanto, no se reconoce a sí misma en este negativo, en el contenido de la fe, ni asocia, por ello mismo, los dos pensamientos, el que ella aporta y aquel en contra del cual lo aduce. Al no reconocer que lo que condena en la fe es de modo inmediato su propio pensamiento, ella misma es en la contraposición de ambos momentos, de los cuales solamente reconoce uno, que es siempre el contrapuesto a la fe, separando de él el otro, exactamente lo mismo que hace la fe. No hace brotar, por tanto, la unidad de ambos como unidad de los mismos, es decir, el concepto, sino que éste nace para sí ante la Ilustración o lo encuentra solamente como algo dado. Pues, en sí, la Ilustración es cabalmente la realización de la pura intelección, por el hecho de que ella, cuya esencia es el concepto, deviene primeramente ella misma como un absoluto otro y se niega, pues la oposición del concepto es la oposición absoluta, y desde este ser otro torna a sí misma o a su concepto. Pero la Ilustración es solamente este movimiento, es la actividad todavía carente de conciencia del concepto puro, que aunque llega a sí misma como objeto, toma a éste por un otro y no conoce tampoco la naturaleza del concepto, de que precisamente lo no diferenciado es lo que se separa absolutamente. Por tanto, frente a la fe, la intelección es la potencia del concepto en tanto que es el movimiento y la relación entre los momentos desglosados en su conciencia, relación en la que se revela la contradicción entre ellos. En esto radica el derecho absoluto de la violencia que la pura intelección ejerce sobre la fe; pero la realidad a la que lleva esta violencia consiste precisamente en que la conciencia creyente es ella misma el concepto y ella misma reconoce, por tanto, lo contrapuesto, que la intelección le aporta. Mantiene, por consiguiente, su derecho frente a la conciencia creyente porque hace valer en esta conciencia lo que es necesario para ella misma y lo que ella misma tiene ya.


[b) La critica de las posiciones de la fe]

Primeramente, la Ilustración afirma que el momento del concepto es un obrar de la conciencia; afirma en contra de la fe que la esencia absoluta de ésta es esencia de su conciencia como de un sí mismo o que es producida por la conciencia. Para la conciencia creyente su esencia absoluta, del mismo modo que es un en sí no es tampoco, al mismo tiempo, como una cosa extraña que estaría en ella no se sabe cómo ni de dónde; sino que su confianza consiste precisamente en el encontrarse allí como esta conciencia personal, y su obediencia y su culto consisten en producirla como su esencia absoluta por medio de su obrar. Es esto sólo lo que propiamente recuerda la Ilustración a la fe, cuando ésta expresa puramente el en sí de la esencia absoluta más allá del obrar de la conciencia. Pero, en tanto que la Ilustración, aunque sin aglutinar sus propios pensamientos, aporta a la unilateralidad de la fe el momento contrapuesto del obrar de ésta frente al ser, único en lo que la fe piensa aquí, lo que hace con ello es aislar el momento puro del obrar y del en sí de la fe expresa que es solamente un producto de la conciencia. Pero el obrar aislado, contrapuesto al en sí, es un obrar contingente y, en tanto que obrar representativo, una creación de ficciones -de representaciones que no son en sí; y es así como la Ilustración considera el contenido de la fe. Pero, a la inversa, la pura intelección dice, asimismo, lo contrario. Al afirmar el momento del ser otro que lleva en él el concepto, expresa la esencia de la fe como una esencia que para nada interesa a la conciencia, que está más allá de ella y le es extraña y desconocida. Y lo mismo hace la fe, por cuanto de una parte confía en la esencia y tiene en ella la certeza de sí misma, mientras que, de otra parte, es inescrutable en sus caminos e inalcanzable en su ser.

Además, la Ilustración afirma contra la conciencia creyente un derecho, derecho que esta misma concede, cuando considera el objeto de su adoración como piedra o madera o como cualquier otra determinabilidad antropomórfica finita. En efecto, como la conciencia creyente es la conciencia desdoblada de tener un más allá de la realidad y un puro más acá de aquel más allá, también en ella se da, de hecho, este punto de vista de la cosa sensible según el cual la cosa vale en y para sí; pero la conciencia creyente no reúne estos dos pensamientos de lo que es en y para sí y que es para ella, de una parte, la pura esencia y, de otra, una vulgar cosa sensible. Incluso su conciencia pura se halla afectada por este último modo de ver; pues las diferencias de su reino suprasensible son, por carecer del concepto, una serie de figuras independientes y su movimiento un acaecer,
es decir, son solamente en la representación y tienen en ellas el modo del ser sensible. La Ilustración aísla, a su vez, la realidad, como una esencia abandonada por el espíritu, la determinabilidad como una inconmovible finitud que no sería, a su vez, un momento en el movimiento espiritual de la esencia, no una nada, ni tampoco un algo que es en y para sí, sino algo llamado a desaparecer.

Es claro que lo mismo ocurre también con el fundamento del saber. La misma conciencia creyente reconoce un saber contingente, pues guarda un comportamiento con las contingencias, y la esencia absoluta misma es para ella en la forma de una realidad común representada; con ello, la conciencia creyente es también una certeza que no tiene la verdad en ella misma y confiesa ser una tal conciencia no esencial más acá del espíritu que se cerciora de sí mismo y se confirma. Pero olvida este momento en su saber espiritual inmediato de la esencia absoluta. Ahora bien, la Ilustración, que le recuerda esto, sólo piensa, a su vez, en el saber contingente y olvida al otro -piensa solamente en la mediación que se establece a través de un tercero extraño y no en aquella en que lo inmediato es el sí mismo el tercero a través del cual es mediado con lo otro, es decir, consigo mismo.

Finalmente, en su punto de vista acerca del obrar de la fe, la Ilustración encuentra que es injusto y no corresponde al fin el rechazar el goce y la posesión. En cuanto a la injusticia, la conciencia creyente coincide con ella en que esta misma reconoce esta realidad consistente en poseer, conservar y disfrutar propiedades; en la afirmación de la propiedad, se comporta de un modo tanto más aislado y tenaz y se entrega a su goce de un modo tanto más tosco cuanto que su conducta religiosa -renuncia a la posesión y al placer- cae más allá de esta realidad y le rescatan la libertad en lo que a este lado se refiere. Este culto del sacrificio del impulso natural y del goce no tiene de hecho, por esta oposición, verdad alguna; la conservación tiene lugar junto al sacrificio; éste es solamente un símbolo que sólo lleva a cabo el sacrificio real en una pequeña parte y que, por tanto, se limita a representárselo.

Por lo que se refiere a la conformidad al fin, la Ilustración considera torpe el rechazar un bien para saberse y demostrarse liberado del bien, considera torpe renunciar a un goce para saberse y demostrarse liberado del goce. La conciencia creyente misma capta el obrar absoluto como un obrar universal; no sólo el proceder de su esencia absoluta como de su objeto es para ella algo universal, sino que también la conciencia singular debe demostrarse liberada total y universalmente de su esencia sensible. Pero el rechazar un bien singular o el renunciar a un goce singular no es esta acción universal; y, puesto que en la acción el fin, que es lo universal, y la ejecución, que es lo singular, deben hallarse esencialmente ante la conciencia en su incongruencia, la acción se muestra como un obrar en que no participa para nada la conciencia y, por tanto, este obrar se revela como demasiado ingenuo para ser una acción; es demasiado simplista ayunar para demostrarse liberados del placer de la comida -demasiado simplista apartar del cuerpo, como Orígenes, otros placeres, para demostrar que se ha acabado con ellos. La acción misma se revela como un obrar externo y singular; pero la apetencia se halla interiormente arraigada y es un universal; su placer no desaparece ni con el instrumento ni por la abstención singular.

Pero, por su parte, la Ilustración aísla aquí lo interior, lo irreal, frente a la realidad, así como frente a la interioridad de la fe, en su intuición y en su devoción retenía firmemente la exterioridad de la coseidad. La Ilustración pone lo esencial en la intención, en el pensamiento, ahorrándose con ello el consumar realmente la liberación de los fines naturales; por el contrario, esta interioridad misma es lo formal, que encuentra su cumplimiento en los impulsos naturales, los cuales son precisamente justificados por el hecho de [ser] interiores, por pertenecer al ser universal, a la naturaleza.

[c) La fe vacía de contenido]

La Ilustración ejerce también una violencia irresistible sobre la fe porque en su misma conciencia se encuentran los momentos que aquélla hace valer. Considerando más de cerca el efecto de esta fuerza, su comportamiento con respecto a la fe parece desgarrar la hermosa unidad de la confianza y de la certeza inmediata, manchar su conciencia espiritual con bajos pensamientos de la realidad sensible, perturbar su ánimo aquietado y seguro en su sumisión con la vanidad del entendimiento y de la propia voluntad y consumación. Pero, de hecho, la Ilustración conduce más bien a la superación de una separación carente de pensamiento o más bien carente de concepto que se da en la fe. La conciencia creyente emplea dos medidas y dos pesas, tiene dos clases de ojos y de oídos, tiene dos lenguas y dos lenguajes, todas las representaciones son para ella dobles, pero sin confrontar este doble sentido. Dicho de otro modo, la fe vive en dos clases de percepciones: una, la percepción de la conciencia durmiente, puramente en pensamientos carentes de concepto, otra la de la conciencia despierta, que vive puramente en la realidad sensible, y en cada una de estas clases de percepciones adopta un tenor de vida distinto. La Ilustración ilumina aquel mundo celestial con las representaciones del mundo sensible y pone de manifiesto ante aquel esta finitud de que la fe no puede renegar, porque es autoconciencia y, por tanto, la unidad a que pertenecen ambos tipos de representaciones y en la que no se bifurcan, pues pertenecen al mismo sí mismo simple inseparable al que ha pasado la fe.

La fe ha perdido, con ello, el contenido que llenaba su elemento y cae en un sordo tejer del espíritu en él mismo. Ha sido expulsada de su reino, o este reino ha sido saqueado, puesto que la conciencia despierta en sí ha arrebatado toda diferencia y toda expansión dentro de aquél, reivindicando todas sus partes y restituyéndolas a la tierra como propiedad suya. Pero no por ello queda satisfecha, pues esta iluminación sólo hace nacer en todo caso la esencia singular y la finitud abandonada por él. Por cuanto que la fe carece de contenido y no puede permanecer en este vacío o por cuanto que, más allí de lo finito, que es el contenido único, encuentra solamente el vacío, la fe es un puro anhelo, su verdad un más allí vacío, al que no puede encontrarse ya ningún contenido adecuado, porque todo se ha tornado otro. De hecho, la fe ha devenido aquí lo mismo que la Ilustración, a saber, la conciencia de la relación entre lo finito que es en sí y lo absoluto carente de predicados, desconocido e incognoscible; sólo que la segunda es la Ilustración satisfecha y la primera, la fe, la Ilustración insatisfecha. Se pondrá de manifiesto, sin embargo, en la Ilustración si puede mantenerse en su satisfacción; aquel anhelo del espíritu oscuro que deplora la pérdida de su mundo espiritual acecha al fondo. La misma Ilustración lleva en sí esta mácula del anhelo insatisfecho, como puro objeto en su vacía esencia absoluta -como obrar y movimiento en el sobrepasar su esencia singular para ir hacia el más allí no cumplido-, como objeto cumplido en la carencia de sí mismo de lo útil. Pero superará esta mácula; considerando más de cerca el resultado positivo que es la verdad de la Ilustración, se demostrará que dicha mácula se halla ya en sí superada aquí.

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