[1. El concepto de lo absoluto como el concepto del sujeto]
Según mi modo de ver, que deberá justificarse solamente mediante la exposición del sistema mismo, todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto. Hay que hacer notar, al mismo tiempo, que la sustancialidad implica tanto lo universal o la inmediatez del saber mismo como aquello que es para el saber ser o inmediatez. Si el concebir a Dios como la sustancia una indignó a la época en que esta determinación fue expresada, la razón de ello estribaba, en parte, en el instinto de que en dicha concepción la conciencia de sí desaparecía en vez de mantenerse; pero, de otra parte, lo contrario de esto, lo que mantiene al pensamiento como pensamiento, la universalidad en cuanto tal, es la misma simplicidad o la sustancialidad indistinta, inmóvil; y sí, en tercer lugar, el pensamiento unifica el ser de la sustancia consigo mismo y capta la inmediatez o la intuición como pensamiento, se trata de saber, además, sí esta intuición intelectual no recae de nuevo en la simplicidad inerte y presenta la realidad misma de un modo irreal.
La sustancia viva es, además, el ser que es en verdad sujeto o, lo que tanto vale, que es en verdad real, pero sólo en cuanto es el movimiento del ponerse a sí misma o la mediación de su devenir otro consigo misma. Es, en cuanto sujeto, la pura y simple negatividad y es, cabalmente por ello, el desdoblamiento de lo simple o la duplicación que contrapone, que es de nuevo la negación de esta indiferente diversidad y de su contraposición: lo verdadero es solamente esta igualdad que se restaura o la reflexión en el ser otro en sí mismo, y no una unidad originaria en cuanto tal o una unidad inmediata en cuanto tal. Es el devenir de sí mismo, el círculo que presupone y tiene por comienzo su término como su fin y que sólo es real por medio de su desarrollo y de su fin.
La vida de Dios y el conocimiento divino pueden, pues, expresarse tal vez como un juego del amor consigo mismo; y esta idea desciende al plano de lo edificante e incluso de lo insulso sí faltan en ella la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo. En sí aquella vida es, indudablemente, la igualdad no empañada y la unidad consigo misma que no se ve seriamente impulsada hacía un ser otro y la enajenación ni tampoco hacía la superación de ésta. Pero este en sí es la universalidad abstracta, en la que se prescinde de su naturaleza de ser para sí y, con ello, del automovimiento de la forma en general. Precisamente por expresarse la forma como igual a la esencia constituye una equivocación creer que el conocimiento puede contentarse con el en sí o la esencia y prescindir de la forma, que el principio absoluto o la intuición absoluta hacen que resulten superfluos la ejecución de aquél o el desarrollo de ésta. Cabalmente porque la forma es tan esencial para la esencia como ésta lo es para sí misma, no se la puede concebir y expresar simplemente como esencia, es decir, como sustancia inmediata o como la pura autointuición de lo divino, sino también y en la misma medida en cuanto forma y en toda la riqueza de la forma desarrollada; es así y solamente así como se la concibe y expresa en cuanto algo real.
Lo verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se completa mediante su desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es en verdad, y en ello precisamente estriba su naturaleza, que es la de ser real, sujeto o devenir de sí mismo. Aunque parezca contradictorio el afirmar que lo absoluto debe concebirse esencialmente como resultado, basta pararse a reflexionar un poco para descartar esta apariencia de contradicción. El comienzo, el principio o lo absoluto, tal como se lo enuncia primeramente y de un modo inmediato, es solamente lo universal. Del mismo modo que cuando digo: todos los animales, no puedo pretender que este enunciado sea la zoología, resulta fácil comprender que los términos de lo divino, lo absoluto, lo eterno, etc., no expresan lo que en ellos se contiene y que palabras como éstas sólo expresan realmente la intuición, como lo inmediato. Lo que es algo más que una palabra así y marca aunque sólo sea el tránsito hacía una proposición contiene ya un devenir otro que necesita ser reabsorbido, es ya una mediación. Pero es precisamente ésta la que inspira un santo horror, como sí se renunciara al conocimiento absoluto por el hecho de ver en ella algo que no es absoluto ni es en lo absoluto.
Ahora bien, este santo horror nace, en realidad, del desconocimiento que se tiene de la naturaleza de la mediación y del conocimiento absoluto mismo. En efecto, la mediación no es sino la igualdad consigo misma en movimiento o la reflexión en sí misma, el momento del yo que es para sí, la pura negatividad o, reducida a su abstracción pura, el simple devenir. El yo o el devenir en general, este mediar, es cabalmente, por su misma simplicidad, la inmediatez que deviene y lo inmediato mismo. Es, por tanto, desconocer la razón el excluir la reflexión de lo verdadero, en vez de concebirla como un momento positivo de lo absoluto. Es ella la que hace de lo verdadero un resultado, a la vez que supera esta contraposición entre lo verdadero y su devenir, pues este devenir es igualmente simple y, por tanto, no se distingue de la forma de lo verdadero, consistente en mostrarse como simple en el resultado; es, mejor dicho, cabalmente este haber retornado a la simplicidad. Si es cierto que el embrión es en sí un ser humano, no lo es, sin embargo, para sí; para sí el ser humano sólo lo es en cuanto razón cultivada que se ha hecho a sí misma lo que es en sí. En esto y solamente en esto reside su realidad. Pero este resultado es de por sí simple inmediatez, pues es la libertad autoconsciente y basada en sí misma y que, en vez de dejar a un lado y abandonar la contraposición, se ha reconciliado con ella.
Lo que se ha dicho podría expresarse también diciendo que la razón es el obrar con arreglo a un fin. La elevación de una supuesta naturaleza sobre el pensamiento tergiversado y, ante todo, la prescripción de la finalidad externa han hecho caer en el descrédito la forma del fin en general. Sin embargo, del modo como el mismo Aristóteles determina la naturaleza como el obrar con arreglo a un fin, el fin es lo inmediato, lo quieto, lo inmóvil que es por sí mismo motor y, por tanto, sujeto. Su fuerza motriz, vista en abstracto, es el ser para sí o la pura negatividad. El resultado es lo mismo que el comienzo simplemente porque el comienzo es fin; o, en otras palabras, lo real es lo mismo que su concepto simplemente porque lo inmediato, en cuanto fin, lleva en sí el sí mismo o la realidad pura.
El fin ejecutado o lo real existente es movimiento y devenir desplegado; ahora bien, esta inquietud es precisamente el sí mismo, y es igual a aquella inmediatez y simplicidad del comienzo, porque es el resultado, lo que ha retornado a sí, pero lo que ha retornado a sí es cabalmente el sí mismo y el sí mismo es la igualdad y la simplicidad referida a sí misma.
La necesidad de representarse lo absoluto como sujeto se traduce en proposiciones como éstas: Dios es lo eterno, a el orden moral del universo, a el amor, etc. En tales proposiciones, lo verdadero sólo se pone directamente como sujeto, pero no es presentado como el movimiento del reflejarse en sí mismo. Esta clase de proposiciones comienzan por la palabra Dios. De por sí, esta palabra no es más que una locución carente de sentido, un simple nombre; es solamente el predicado el que nos dice lo que Dios es, lo que llena y da sentido a la palabra; el comienzo vacío sólo se convierte en un real saber en este final. Hasta aquí, no se ve todavía por qué no se habla solamente de lo eterno, del orden moral del mundo, etc. o, como hacían los antiguos, de los conceptos puros, del ser, de lo uno, etc., de aquello que da sentido a la proposición, sin necesidad de añadir la locución carente de sentido. Pero con esta palabra se indica cabalmente que lo que se pone no es un ser, una esencia o un universal en general, sino un algo reflejado en sí mismo, un sujeto. Sin embargo, al mismo tiempo, esto no es más que una anticipación. El sujeto se adopta como un punto fijo, al que se adhieren como a su base de sustentación los predicados; por medio de él, podría el contenido presentarse como sujeto. Tal y como este movimiento se halla constituido, no puede pertenecer al sujeto, pero, partiendo de la premisa de aquel punto fijo, el movimiento no puede estar constituido de otro modo, sólo puede ser un movimiento externo. Por tanto, aquella anticipación de que lo absoluto es sujeto no sólo no es la realidad de este concepto, sino que incluso hace imposible esta realidad; en efecto, dicha anticipación pone el sujeto como un punto quieto y, en cambio, esta realidad es el automovimiento.
Entre las muchas consecuencias que se desprenden de lo que queda dicho puede destacarse la de que el saber sólo es real y sólo puede exponerse como ciencia o como sistema; y esta otra: la de que un llamado fundamento o principio de la filosofía, aun siendo verdadero, es ya falso en cuanto es solamente fundamento o principio. Por eso resulta fácil refutarlo. La refutación consiste en poner de relieve su deficiencia, la cual reside en que es solamente lo universal o el principio, el comienzo. Cuando la refutación es a fondo se deriva del mismo principio y se desarrolla a base de él, y no se monta desde fuera, mediante aseveraciones y ocurrencias contrapuestas. La refutación deberá ser, pues, en rigor, el desarrollo del mismo principio refutado, complementando sus deficiencias, pues de otro modo la refutación se equivocará acerca de sí misma y tendrá en cuenta solamente su acción negativa, sin cobrar conciencia del progreso que ella representa y de su resultado, atendiendo también al aspecto positivo. Y, a la inversa, el desarrollo propiamente positivo del comienzo es, al mismo tiempo, una actitud igualmente negativa con respecto a él, es decir, con respecto a su forma unilateral, que consiste en ser sólo de un modo inmediato o en ser solamente fin. Se la puede, por tanto, considerar asimismo como la refutación de aquello que sirve de fundamento al sistema, aunque más exactamente debe verse en ella un indicio de que el fundamento o el principio del sistema sólo es, en realidad, su comienzo.
El que lo verdadero sólo es real como sistema o el que la sustancia es esencialmente sujeto se expresa en la representación que enuncia, lo absoluto como espíritu, el concepto más elevado de todos y que pertenece a la época moderna y a su religión. Sólo lo espiritual es lo real; es la esencia o el ser en sí, lo que se mantiene y lo determinado -el ser otro y el ser para sí- y lo que permanece en sí mismo en esta determinabilidad o en su ser fuera de sí o es en y para sí. Pero este ser en y para sí es primeramente para nosotros o en sí, es la sustancia espiritual. Y tiene que ser esto también para sí mismo, tiene que ser el saber de lo espiritual y el saber de sí mismo como espíritu, es decir, tiene que ser como objeto y tiene que serlo, asimismo, de modo inmediato, en cuanto objeto superado, reflejado en sí. Es para sí solamente para nosotros, en cuanto que su contenido espiritual es engendrado por él mismo; pero en cuanto que es para sí también para sí mismo, este autoengendrarse, el concepto puro, es para él, al mismo tiempo, el elemento objetivo en el que tiene su existencia; y, de este modo, en su existencia, es para sí mismo objeto reflejado en sí. El espíritu que se sabe desarrollado así como espíritu es la ciencia. Esta es la realidad de ese espíritu y el reino que el espíritu se construye en su propio elemento.
[2. El devenir del saber]
El puro conocerse a sí mismo en el absoluto ser otro, este éter en cuanto tal, es el fundamento y la base de la ciencia o el saber en general. El comienzo de la filosofía sienta como supuesto o exigencia el que la conciencia se halle en este elemento. Pero este elemento sólo obtiene su perfección y su transparencia a través del movimiento
de su devenir. Es la pura espiritualidad, como lo universal, la que tiene el modo de la simple inmediatez; esta simplicidad, tal y como existe [Existenz hat] en cuanto tal, es el terreno, el pensamiento que es solamente en el espíritu. Y por ser este elemento, esta inmediatez del espíritu, lo sustancial del espíritu en general, es la esencialidad transfigurada, la reflexión que, siendo ella misma simple, es la inmediatez en cuanto tal y para sí, el ser que es la reflexión dentro de sí mismo. La ciencia, por su parte, exige de la autoconciencia que se remonte a este éter, para que pueda vivir y viva en ella y con ella. Y, a la inversa, el individuo tiene derecho a exigir que la ciencia le facilite la escala para ascender, por lo menos, hasta este punto de vista, y se la indique en él mismo. Su derecho se basa en su absoluta independencia, en la independencia que sabe que posee en cada una de las figuras de su saber, pues en cada una de ellas, sea reconocida o no por la ciencia y cualquiera que su contenido sea, el individuo es la forma absoluta, es decir, la certeza inmediata de sí mismo; y, si se prefiere esta expresión, es de este modo ser incondicionado. Si el punto de vista de la conciencia, el saber de cosas objetivas por oposición a sí misma y de sí misma por oposición a ellas, vale para la ciencia como lo otro -y aquello en que se sabe cercana a sí misma más bien como la pérdida del espíritu-, el elemento de la ciencia es para la conciencia, por el contrario, el lejano más allá en que ésta ya no se posee a sí misma. Cada una de estas dos partes parece ser para la otra lo inverso a la verdad. El que la conciencia natural se confíe de un modo inmediato a la ciencia es un nuevo intento que hace, impulsada no se sabe por qué, de andar de cabeza; la coacción que sobre ella se ejerce para que adopte esta posición anormal y se mueva en ella es una violencia que se le quiere imponer y que parece tan sin base como innecesaria. Sea en sí misma lo que quiera, la ciencia se presenta en sus relaciones con la autoconciencia inmediata como lo inverso a ésta, o bien, teniendo la autoconciencia en la certeza de sí misma el principio de su realidad, la ciencia, cuando dicho principio para sí se halla fuera de ella, es la forma de la irrealidad. Así, pues, la ciencia tiene que encargarse de unificar ese elemento con ella misma o tiene más bien que hacer ver que le pertenece y de qué modo le pertenece. Carente de tal realidad, la ciencia es solamente el contenido, como el en sí, el fin que no es todavía, de momento, más que algo interno; no es en cuanto espíritu, sino solamente en cuanto sustancia espiritual. Este en sí tiene que exteriorizarse y convertirse en para sí mismo, lo que quiere decir, pura y simplemente, que él mismo tiene que poner la autoconciencia como una con él.
Este devenir de la ciencia en general o del saber es lo que expone esta Fenomenología del espíritu. El saber en su comienzo, o el espíritu inmediato, es lo carente de espíritu, la conciencia sensible. Para convertirse en auténtico saber o engendrar el elemento de la ciencia, que es su mismo concepto puro, tiene que seguir un largo y trabajoso camino. Este devenir, como habrá de revelarse en su contenido y en las figuras que en él se manifiestan, no será lo que a primera vista suele considerarse como una introducción de la conciencia acientífica a la ciencia, y será también algo distinto de la fundamentación de la ciencia -y nada tendrá que ver, desde luego, con el entusiasmo que arranca inmediatamente del saber absoluto como un pistoletazo y se desembaraza de los otros puntos de vista, sin más que declarar que no quiere saber nada de ellos.
[3. La formación del individuo]
La tarea de conducir al individuo desde su punto de vista informe hasta el saber, había que tomarla en su sentido general, considerando en su formación cultural al individuo universal, al espíritu autoconsciente mismo. Si nos fijamos en la relación entre ambos, vemos que en el individuo universal se muestra cada momento en que adquiere su forma concreta y propia configuración. El individuo singular, en cambio, es el espíritu inacabado, una figura concreta, en cuyo total ser allí domina una determinabilidad, mostrándose las otras solamente en rasgos borrosos. En el espíritu, que ocupa un plano más elevado que otro la existencia concreta más baja desciende hasta convertirse en un momento insignificante; lo que antes era la cosa misma, no es más que un rastro; su figura aparece ahora velada y se convierte en una simple sombra difusa. Este pasado es recorrido por el individuo cuya sustancia es el espíritu en una fase superior, a la manera como el que estudia una ciencia más alta recapitula los conocimientos preparatorios de largo tiempo atrás adquiridos, para actualizar su contenido; evoca su recuerdo, pero sin interesarse por ellos ni detenerse en ellos. También el individuo singular tiene que recorrer, en cuanto a su contenido, las fases de formación del espíritu universal, pero como figuras ya dominadas por el espíritu, como etapas de un camino ya trillado y allanado; vemos así cómo, en lo que se refiere a los conocimientos, lo que en épocas pasadas preocupaba al espíritu maduro de los hombres desciende ahora al plano de los conocimientos, ejercicios e incluso juegos propios de la infancia, y en las etapas progresivas pedagógicas reconoceremos la historia de la cultura proyectada como en contornos de sombras. Esta existencia pasada es ya patrimonio adquirido del espíritu universal, que forma la sustancia del individuo y que, manifestándose ante él en su exterior, constituye su naturaleza inorgánica. La formación, considerada bajo este aspecto y desde el punto de vista del individuo, consiste en que adquiere lo dado y consuma y se apropia su naturaleza inorgánica. Pero esto, visto bajo el ángulo del espíritu universal como la sustancia, significa sencillamente que ésta se da su autoconciencia y hace brotar dentro de sí misma su devenir y su reflexión.
La ciencia expone en su configuración este movimiento formativo, así en su detalle cuanto en su necesidad, como lo que ha descendido al plano de momento y patrimonio del espíritu. La meta es la penetración del espíritu en lo que es el saber. La impaciencia se afana en lo que es imposible: en llegar al fin sin los medios. De una parte, no hay más remedio que resignarse a la largura de este camino, en el que cada momento es necesario -de otra parte, hay que detenerse en cada momento, ya que cada uno de ellos constituye de por sí una figura total individual y sólo es considerada de un modo absoluto en cuanto que su determinabilidad, se considera como un todo o algo concreto o cuando se considera el todo en lo que esta determinación tiene de peculiar. Puesto que la sustancia del individuo e incluso el espíritu del mundo han tenido la paciencia necesaria para ir recorriendo estas formas en la larga extensión del tiempo y asumir la inmensa labor de la historia del mundo, en la que el espíritu del mundo ha ido desentrañando y poniendo de manifiesto en cada una de dichas formas el contenido total de sí mismo de que era capaz, y puesto que no le era posible adquirir con menos esfuerzo la conciencia de sí mismo, el individuo, por exigencia de la propia cosa, no puede llegar a captar su sustancia por un camino más corto; y, sin embargo, el esfuerzo es, al mismo tiempo, menor, ya que en sí todo esto ha sido logrado: el contenido es ya la realidad cancelada en la posibilidad o la inmediatez sojuzgada, la configuración ya reducida a su abreviatura, a la simple determinación del pensamiento. Como algo ya pensado, el contenido es ya patrimonio de la sustancia; ya no es el ser allí en la forma del ser en sí, sino que es solamente el en sí -no ya simplemente originario ni hundido en la existencia-, sino más bien en sí recordado y que hay que revertir a la forma del ser para sí. Veamos más de cerca cómo se lleva a cabo esto.
Lo que se nos ahorra en cuanto al todo, desde el punto de vista en que aquí aprehendemos este movimiento, es la superación del ser allí; lo que resta y requiere una superior transformación es la representación y el conocimiento de las formas. El ser allí replegado sobre la sustancia sólo es inmediatamente transferido por esta primera negación al elemento del sí mismo; por tanto, este patrimonio que el sí mismo adquiere presenta el mismo carácter de inmediatez no conceptual, de indiferencia inmóvil, que presenta el ser allí mismo, por donde éste no ha hecho más que pasar a la representación. Con ello, dicho ser allí se convierte al mismo tiempo en algo conocido, en algo con que ha terminado ya el espíritu que es allí y sobre lo que, por consiguiente, no recaen ya su actividad ni, por ende, su interés. Si la actividad que ya no tiene nada que ver con el ser allí es solamente, a su vez, el movimiento del espíritu particular que no se concibe, tenemos que el saber, por el contrario, se vuelve contra la representación que así se produce, contra este ser conocido, es la acción del sí mismo universal y el interés del pensamiento.
Lo conocido en términos generales, precisamente por ser conocido, no es reconocido. Es la ilusión más corriente en que uno incurre y el engaño que se hace a otros al dar por supuesto en el conocimiento algo que es como conocido y conformarse con ello; pese a todo lo que se diga y se hable, esta clase de saber, sin que nos demos cuenta de por qué, no se mueve del sitio. El sujeto y el objeto, etc., Dios, la naturaleza, el entendimiento, la sensibilidad, etc., son tomados sin examen como base, dándolos por conocidos y valederos, como puntos fijos de partida y de retorno. El movimiento se desarrolla, en un sentido y en otro, entre estos puntos que permanecen inmóviles y se mantiene, por tanto, en la superficie. De este modo, el aprehender y el examinar se reducen a ver sí cada cual encuentra también en su propia representación lo que se dice de ello, sí le parece así y es o no conocido para él.
El análisis de una representación, tal y como solía hacerse, no era otra cosa que la superación de la forma de su ser conocido. Descomponer una representación en sus elementos originarios equivale a retrotraerla a sus momentos, que, por lo menos, no poseen la forma de la representación ya encontrada, sino que constituyen el patrimonio inmediato del sí mismo. Es indudable que este análisis sólo lleva a pensamientos de suyo conocidos y que son determinaciones fijas y quietas. Pero este algo separado, lo irreal mismo, es un momento esencial, pues sí lo concreto es lo que se mueve es, solamente, porque se separa y se convierte en algo irreal. La actividad del separar es la fuerza y la labor del entendimiento, de la más grande y maravillosa de las potencias o, mejor dicho, de la potencia absoluta. El círculo que descansa cerrado en sí y que, como sustancia, mantiene sus momentos es la relación inmediata, que, por tanto, no puede causar asombro. La potencia portentosa de lo negativo reside, por el contrario, en que alcance un ser allí propio y una libertad particularizada en cuanto tal, separado de su ámbito, lo vinculado, y que sólo tiene realidad en su conexión con lo otro; es la energía del pensamiento, del yo puro. La muerte, sí así queremos llamar a esa irrealidad, es lo más espantoso, y el retener lo muerto lo que requiere una mayor fuerza. La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque éste exige de ella lo que no está en condiciones de dar. Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. El espíritu no es esta potencia como lo positivo que se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es nada o que es falso y, hecho esto, pasamos sin más a otra cosa, sino que sólo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca de ello. Esta permanencia es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva al ser. Es lo mismo que más arriba se llamaba el sujeto, el cual, al dar un ser allí a la determinabilidad en su elemento, supera la inmediatez abstracta, es decir, la que sólo es en general; y ese sujeto es, por tanto, la sustancia verdadera, el ser o la inmediatez que no tiene la mediación fuera de sí, sino que es esta mediación misma.
El que lo representado se convierta en patrimonio de la pura autoconciencia, esta elevación a la universalidad en general, es solamente uno de los aspectos, pero no es aun la formación cultural completa. El tipo de estudio de los tiempos antiguos se distingue del de los tiempos modernos en que aquél era, en rigor, el proceso de formación plena de la conciencia natural. Esta se remontaba hasta una universalidad corroborada por los hechos, al experimentarse especialmente en cada parte de su ser allí y al filosofar sobre todo el acaecer. Por el contrario, en la época moderna el individuo se encuentra con la forma abstracta ya preparada; el esfuerzo de captarla y apropiársela es más bien el brote no mediado de lo interior y la abreviatura de lo universal más bien que su emanación de lo concreto y de la múltiple variedad de la existencia. He ahí por qué ahora no se trata tanto de purificar al individuo de lo sensible inmediato y de convertirlo en sustancia pensada y pensante, sino más bien de lo contrario, es decir, de realizar y animar espiritualmente lo universal mediante la superación de los pensamientos fijos y determinados. Pero es mucho más difícil hacer que los pensamientos fijos cobren fluidez que hacer fluida la existencia sensible. La razón de ello es lo que se ha dicho anteriormente: aquellas determinaciones tienen como sustancia y elemento de su ser allí el yo, la potencia de lo negativo o la pura realidad; en cambio, las determinaciones sensibles solamente la inmediatez abstracta impotente o el ser en cuanto tal. Los pensamientos se hacen fluidos en tanto que el pensamiento puro, esta inmediatez interior, se conoce como momento o en cuanto que la pura certeza de sí misma hace abstracción de sí -no se descarta o se pone a un lado, sino que abandona lo que hay de fijo en su ponerse a sí misma, tanto lo fijo de lo puro concreto que es el yo mismo por oposición al contenido diferenciado, como lo fijo de lo diferenciado, que, puesto en el elemento del pensamiento puro, participa de aquella incondicionalidad del yo. A través de este movimiento, los pensamientos puros devienen conceptos y sólo entonces son lo que son en verdad, automovimientos, círculos; son lo que su sustancia es, esencialidades espirituales.
Este movimiento de las esencialidades puras constituye la naturaleza de la cientificidad en general. Considerado como la cohesión de su contenido, este movimiento es la necesidad y el despliegue de dicho contenido en un todo orgánico. El camino por el que se llega al concepto del saber se convierte también, a su vez, en un devenir necesario y total, de tal modo que esta preparación deja de ser un filosofar contingente que versa sobre estos o los otros objetos, relaciones y pensamientos de la conciencia imperfecta, tal como lo determina la contingencia, o que trata de fundamentar lo verdadero por medio de razonamientos, deducciones y conclusiones extraídas al azar de determinados pensamientos; este camino abarcará más bien, mediante el movimiento del concepto, el mundo entero de la conciencia en su necesidad.
Semejante exposición constituye, además, la primera parte de la ciencia, porque el ser allí del espíritu, en cuanto lo primero, no es otra cosa que lo inmediato o el comienzo, pero el comienzo no es aun su retorno a sí mismo. El elemento del ser allí inmediato es, por tanto, la determinabilidad por la que esta parte de la ciencia se distingue de las otras. La indicación de esta diferencia nos lleva a examinar algunos pensamientos establecidos que suelen presentarse a este propósito.
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