[1. Lo verdadero y lo falso]
El ser allí inmediato del espíritu, la conciencia, encierra los dos momentos, el del saber y el de la objetividad negativa con respecto al saber. Cuando el espíritu se desarrolla en este elemento y despliega en él sus momentos, a ellos corresponde esta oposición y aparecen todos como figuras de la conciencia. La ciencia de este camino es la ciencia de la experiencia que hace la conciencia; la sustancia con su movimiento es considerada como objeto de la conciencia. La conciencia sólo sabe y concibe lo que se halla en su experiencia, pues lo que se halla en ésta es sólo la sustancia espiritual, y cabalmente en cuanto objeto de su sí mismo. En cambio, el espíritu se convierte en objeto, porque es este movimiento que consiste en devenir él mismo un otro, es decir, objeto de su sí mismo y superar este ser otro. Y lo que se llama experiencia es cabalmente este movimiento en el que lo inmediato, lo no experimentado, es decir, lo abstracto, ya pertenezca al ser sensible o a lo simple solamente pensado, se extraña, para luego retornar a sí desde este extrañamiento, y es solamente así como es expuesto en su realidad y en su verdad, en cuanto patrimonio de la conciencia.
La desigualdad que se produce en la conciencia entre el yo y la sustancia, que es su objeto, es su diferencia, lo negativo en general. Puede considerarse como el defecto de ambos, pero es su alma o lo que los mueve a los dos; he ahí por qué algunos antiguos concebían el vacío, como el motor, ciertamente, como lo negativo, pero sin captar todavía lo negativo como el sí mismo. Ahora bien, si este algo negativo aparece ante todo como la desigualdad del yo con respecto al objeto, es también y en la misma medida la desigualdad de la sustancia con respecto a sí misma. Lo que parece acaecer fuera de ella y ser una actividad dirigida en contra suya es su propia acción, y ella muestra ser esencialmente sujeto. Al mostrar la sustancia perfectamente esto, el espíritu hace que su ser allí se iguale a su esencia; es objeto de sí mismo tal y como es, y se sobrepasa con ello el elemento abstracto de la inmediatez y la separación entre el saber y la verdad. El ser es absolutamente mediado -es contenido sustancial, que de un modo no menos inmediato es patrimonio del yo, es sí mismo o el concepto. Al llegar aquí, termina la Fenomenología del Espíritu. Lo que el espíritu se prepara en ella es el elemento del saber. En este elemento se despliegan ahora los momentos del espíritu en la forma de la simplicidad, que sabe su objeto como sí mismo. Dichos momentos ya no se desdoblan en la contraposición del ser y el saber, sino que permanecen en la simplicidad del saber, son lo verdadero bajo la forma de lo verdadero, y su diversidad es ya solamente una diversidad en cuanto al contenido. Su movimiento, que se organiza en este elemento como un todo, es la Lógica o Filosofía especulativa.
Ahora bien, como aquel sistema de la experiencia del espíritu capta solamente la manifestación de éste, parece como sí el progreso que va desde él hasta la ciencia de lo verdadero y que es en la figura de lo verdadero, fuese algo puramente negativo, y cabría pedir que se eximiera de lo negativo como de lo falso, exigiendo ser conducidos directamente y sin más a la verdad, pues para qué ocuparse de lo falso? Ya más arriba se ha hablado de que debiera comenzarse directamente por la ciencia, y a esto hay que contestar aquí diciendo cómo está constituido en general lo negativo en tanto que lo falso. Las representaciones en torno a esto entorpecen muy especialmente el acceso a la verdad. Esto nos dará que para hablar del conocimiento matemático, que el saber filosófico se representa como el ideal que debiera proponerse alcanzar la filosofía, pero que hasta ahora ha sido una vana aspiración.
Lo verdadero y lo falso figuran entre esos pensamientos determinados, que, inmóviles, se consideran como esencias propias, situadas una de cada lado, sin relación alguna entre sí, fijas y aisladas la una de la otra. Por el contrario, debe afirmarse que la verdad no es una moneda acuñada, que pueda entregarse y recibirse sin más, tal y como es. No hay lo falso como no hay lo malo. Lo malo y lo falso no son, indudablemente, tan malignos como el diablo, y hasta se les llega a convertir en sujetos particulares como a éste; como lo falso y lo malo, son solamente universales, pero tienen su propia esencialidad el uno con respecto al otro. Lo falso (pues aquí se trata solamente de esto) sería lo otro, lo negativo de la sustancia, que en cuanto contenido del saber es lo verdadero. Pero la sustancia es ella misma esencialmente lo negativo, en parte como diferenciación y determinación del contenido y en parte como una simple diferenciación, es decir, como sí mismo y saber en general. No cabe duda de que se puede saber algo de una manera falsa. Decir que se sabe algo falsamente equivale a decir que el saber está en desigualdad con su sustancia. Y esta desigualdad constituye precisamente la diferenciación en general, es el momento esencial. De esta diferenciación llegará a surgir, sin duda alguna, su igualdad, y esta igualdad que llega a ser es la verdad. Pero no es verdad así como sí se eliminara la desigualdad, a la manera como se elimina la escoria del metal puro, ni tampoco a la manera como se deja a un lado la herramienta después de modelar la vasija ya terminada, sino que la desigualdad sigue presente de un modo inmediato en lo verdadero como tal, como lo negativo, como el sí mismo. Sin embargo, no puede afirmarse, por ello, que lo falso sea un momento o incluso parte integrante de lo verdadero. Cuando se dice que en lo falso hay algo verdadero, en este enunciado son ambos como el aceite y el agua, que no pueden mezclarse y que se unen de un modo puramente externo. Y precisamente atendiendo al significado y para designar el momento del perfecto ser otro, no debieran ya emplearse aquellos términos allí donde se ha superado su ser otro. Así como la expresión de la unidad del sujeto y el objeto, de lo finito y lo infinito, del ser y el pensamiento, etc., tiene el inconveniente de que objeto y sujeto, etc. significan lo que son fuera de su unidad y en la unidad no encierran ya, por tanto, el sentido que denota su expresión, así también, exactamente lo mismo, lo falso no es ya en cuanto falso un momento de la verdad.
El dogmatismo, como modo de pensar en el saber y en el estudio de la filosofía, no es otra cosa que el creer que lo verdadero consiste en una proposición que es un resultado fijo o que es sabida de un modo inmediato. A preguntas tales como cuándo nació Julio César, cuántas toesas tiene un estadio, etc., hay que dar una respuesta neta, del mismo modo que es una verdad determinada el que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados del triángulo rectángulo. Pero la naturaleza de esta llamada verdad difiere de la naturaleza de las verdades filosóficas.
[2. El conocimiento histórico y el matemático]
En lo que concierne a las verdades históricas, para referirse brevemente a ellas, en lo tocante a su lado puramente histórico, se concederá fácilmente que versan sobre la existencia singular, sobre un contenido visto bajo el ángulo de lo contingente y lo arbitrario, es decir, sobre determinaciones no necesarias de él. Pero incluso verdades escuetas como las citadas a título de ejemplo no son sin el movimiento de la autoconciencia. Para llegar a conocer una de estas verdades, hay que comparar muchas cosas, manejar libros, entregarse a investigaciones, cualesquiera que éstas sean; incluso cuando se trata de una intuición inmediata, sólo el conocimiento de ella unido a sus fundamentos podrá considerarse como algo dotado de verdadero valor, aunque en puridad lo que interesa sea solamente el resultado escueto.
En cuanto a las verdades matemáticas, aun menos podríamos considerar como geómetra a quien, sabiendo de memoria el teorema de Euclides, lo supiese sin sus demostraciones, no lo supiese en su interior, como cabría decir en contraste con aquello. Y del mismo modo habría que considerar no satisfactorio el conocimiento que alguien, midiendo muchos triángulos rectángulos, pudiera adquirir acerca del hecho de que sus lados presentan la conocida proporción. Sin embargo, la esencialidad de la demostración no tiene tampoco en el conocimiento matemático el significado ni la naturaleza de ser un momento del resultado mismo, sino que es un momento que se abandona y desaparece en este resultado. Como resultado, indudablemente, el teorema, es un teorema considerado como verdadero. Pero esta circunstancia sobreañadida no afecta a su contenido, sino solamente a su relación con el sujeto; el movimiento de la demostración matemática no forma parte de lo que es el objeto, sino que es una operación exterior a la cosa. Así, vemos que la naturaleza del triángulo rectángulo no se desdobla de por sí tal y como se expone en la construcción necesaria para probar la proposición que se expresa en sus proporciones; toda la operación de la que brota el resultado es un proceso y un medio del conocimiento. También en el conocimiento filosófico tenemos que el devenir del ser allí como ser allí difiere del devenir de la esencia o de la naturaleza interna de la cosa. Pero, en primer lugar, el conocimiento filosófico contiene lo uno y lo otro, mientras que el conocimiento matemático sólo representa el devenir del ser allí, es decir, del ser de la naturaleza de la cosa en el conocimiento en cuanto tal. Y, en segundo lugar, el conocimiento filosófico unifica también estos dos movimientos particulares. El nacimiento interno o el devenir de la sustancia es un tránsito sin interrupción a lo externo o al ser allí, es ser para otro y, a la inversa, el devenir del ser allí el retrotraerse a la esencia. El movimiento es, de este modo, el doble proceso y devenir del todo, consistente en que cada uno pone al mismo tiempo lo otro, por lo que cada uno tiene en sí los dos como dos aspectos; juntos, los dos forman el todo, al disolverse ellos mismos, para convertirse en sus momentos.
En el conocimiento matemático la intelección es exterior a la cosa, de donde se sigue que con ello se altera la cosa verdadera. De ahí que, aun conteniendo sin duda proposiciones verdaderas el medio, la construcción y la demostración, haya que decir también que el contenido es falso. Para seguir con el ejemplo anterior, el triángulo resulta desmembrado y sus partes pasan a ser elementos de otras figuras que la construcción hace nacer de él. Solamente al final se restablece de nuevo el triángulo, del que propiamente se trata, que en el transcurso del procedimiento se había perdido de vista y que solamente se manifestaba a través de fragmentos pertenecientes a otro todo. Vemos, pues, cómo entra aquí en acción la negatividad del contenido, a la que deberíamos llamar la falsedad de éste, ni más ni menos que en el movimiento del concepto la desaparición de los pensamientos considerados fijos.
Ahora bien, la defectuosidad de este conocimiento en sentido propio afecta tanto al conocimiento mismo como a su materia en general. Por lo que al conocimiento se refiere, al principio no se da uno cuenta de la necesidad de la construcción. Esta necesidad no se deriva del concepto del teorema, sino que viene impuesta y hay que obedecer ciegamente al precepto de trazar precisamente estas líneas, cuando podrían trazarse infinidad de líneas distintas, sin saber nada más del asunto, aunque procediendo con la buena fe de creer que ello será adecuado a la ejecución de la demostración. La adecuación al fin perseguido se pondrá de manifiesto con posterioridad, lo que quiere decir que es puramente externa, porque sólo se revela más tarde en la demostración. Esta sigue, por tanto, un camino que arranca de un punto cualquiera, sin que sepamos qué relación guarda con el resultado que se ha de obtener. La marcha de la demostración asume estas determinaciones y relaciones y descarta otras, sin que sea posible darse cuenta de un modo inmediato de cuál es la necesidad a que responde esto, pues lo que rige este movimiento es un fin externo.
La evidencia de este defectuoso conocimiento de que tanto se enorgullece la matemática y del que se jacta también en contra de la filosofía, se basa exclusivamente en la pobreza de su fin y en el carácter defectuoso de su materia, siendo por tanto de un tipo que la filosofía debe desdeñar. Su fin o concepto es la magnitud. Es precisamente la relación inesencial, aconceptual. Aquí, el movimiento del saber opera en la superficie, no afecta a la cosa misma, no afecta a la esencia o al concepto y no es, por ello mismo, un concebir. La materia acerca de la cual ofrece la matemática un tesoro grato de verdades es el espacio y lo uno. El espacio es el ser allí en lo que el concepto inscribe sus diferencias como en un elemento vacío y muerto y en el que dichas diferencias son, por tanto, igualmente inmóviles e inertes. Lo real no es algo espacial, a la manera como lo considera la matemática; ni la intuición sensible concreta ni la filosofía se ocupan de esa irrealidad propia de las cosas matemáticas. Y en ese elemento irreal no se da tampoco más que lo verdadero irreal, es decir, proposiciones fijas, muertas; se puede poner fin en cualquiera de ellas y la siguiente comienza de nuevo de por sí sin que la primera se desarrolle hasta la otra y sin que, de este modo, se establezca una conexión necesaria a través de la naturaleza de la cosa misma. Además, por razón de aquel principio y elemento -y en ello estriba lo formal de la evidencia matemática-, el saber se desarrolla por la línea de la igualdad. En efecto, lo muerto, al no moverse por sí mismo, no logra llegar a la diferenciación de la esencia ni a la contraposición esencial o desigualdad; no llega, por tanto, al tránsito de uno de los términos contrapuestos al otro, a lo cualitativo, a lo inmanente, al automovimiento. La matemática sólo considera la magnitud, la diferencia no esencial. Hace abstracción del hecho de que es el concepto el que escinde el espacio en sus dimensiones y el que determina las conexiones entre éstas y en ellas; no se para a considerar, por ejemplo, la relación que existe entre la línea y la superficie, y cuando compara el diámetro con la circunferencia, choca contra su inconmensurabilidad, es decir, contra una relación conceptual, contra un infinito, que escapa a su determinación.
La matemática inmanente, la llamada matemática pura, no establece tampoco el tiempo como tiempo frente al espacio, como el segundo tema de su consideración. Es cierto que la matemática aplicada trata de él, como trata del movimiento y de otras cosas reales, pero toma de la experiencia los principios sintéticos, es decir, los principios de sus relaciones, determinadas por el concepto de éstas, y se limita a aplicar sus fórmulas a estos supuestos. El hecho de que las llamadas demostraciones de estos principios, tales como la del equilibrio de la palanca, la de la proporción entre espacio y tiempo en el movimiento de la caída, etc., demostraciones que tanto abundan en la matemática aplicada, sean ofrecidas y aceptadas como tales demostraciones, no es, a su vez, más que una demostración de cuán necesitado de demostración se halla el conocimiento, ya que cuando carece de ella acepta la simple apariencia vacua de la misma y se da por satisfecho. Una crítica de semejantes demostraciones resultaría a la vez notable e instructiva, ya que, por un lado, depuraría a la matemática de estos falsos adornos y, por otro, pondría de manifiesto sus límites, demostrando con ello la necesidad de otro tipo de saber. En cuanto al tiempo, del que podría pensarse que debiera ser, frente al espacio, el tema de la otra parte de la matemática pura, no es otra cosa que el concepto mismo en su existencia. El principio de la magnitud, de la diferencia conceptual, y el principio de la igualdad, de la unidad abstracta e inerte, no pueden ocuparse de aquella pura inquietud de la vida y de la absoluta diferenciación. Por tanto, esta negatividad sólo como paralizada, a saber: como lo uno, se convierte en la segunda materia de este conocimiento, el cual, como algo puramente externo, rebaja lo que se mueve a sí mismo a materia, para poder tener en ella un contenido indiferente, externo y carente de vida.
[3. El conocimiento conceptual]
La filosofía, por el contrario, no considera la determinación no esencial, sino en cuanto es esencial; su elemento y su contenido no son lo abstracto o irreal, sino lo real, lo que se pone a sí mismo y vive en sí, el ser allí en su concepto. Es el proceso que engendra y recorre sus momentos, y este movimiento en su conjunto constituye lo positivo y su verdad. Por tanto, ésta entraña también en la misma medida lo negativo en sí, lo que se llamaría lo falso, sí se lo pudiera considerar como algo de lo que hay que abstraerse. Lo que se halla en proceso de desaparecer debe considerarse también, a su vez, como esencial, y no en la determinación de algo fijo aislado de lo verdadero, que hay que dejar afuera de ella, no se sabe dónde, así como tampoco hay que ver en lo verdadero lo que yace del otro lado, lo positivo muerto. La manifestación es el nacer y el perecer, que por sí mismo no nace ni perece, sino que es en sí y constituye la realidad y el movimiento de la vida de la verdad. Lo verdadero es, de este modo, el delirio báquico, en el que ningún miembro escapa a la embriaguez, y como cada miembro, al disociarse, se disuelve inmediatamente por ello mismo, este delirio es, al mismo tiempo, la quietud translúcida y simple. Ante el foro de este movimiento no prevalecen las formas singulares del espíritu ni los pensamientos determinados pero son tanto momentos positivos y necesarios como momentos negativos y llamados a desaparecer. Dentro del todo del movimiento, aprehendido como quietud, lo que en él se diferencia y se da un ser allí particular se preserva como algo que se recuerda y cuyo ser allí es el saber de sí mismo, lo mismo que éste es ser allí inmediato.
Tal vez podría considerarse necesario decir de antemano algo más acerca de los diversos aspectos del método de este movimiento o de la ciencia. Pero su concepto va ya implícito en lo que hemos dicho y su exposición corresponde propiamente a la Lógica a es más bien la Lógica misma. El método no es, en efecto, sino la estructura del todo, presentada en su esencialidad pura. Y en cuanto a lo que usualmente ha venido opinándose acerca de esto, debemos tener la conciencia de que también el sistema de las representaciones que se relacionan con lo que es el método filosófico corresponden ya a una cultura desaparecida. Si alguien piensa que esto tiene un tono jactancioso o revolucionario, tono del que yo sé, sin embargo, que estoy muy alejado, debe tenerse en cuenta que el aparato científico que nos suministra la matemática -su aparato de explicaciones, divisiones, axiomas, series de teoremas y sus demostraciones, principios y consecuencias y conclusiones derivados de ellos- ha quedado ya, por lo menos, anticuado en la opinión. Aun cuando su ineficacia no se aprecie claramente, es lo cierto que se hace poco o ningún uso de ella, y si no se lo reprueba, por lo menos no se lo ve con agrado. Y no cabe duda de que podemos prejuzgar lo excelente como lo que se abre paso en el uso y se hace querer. Ahora bien, no es difícil darse cuenta de que la manera de exponer un principio, aducir fundamentos en pro de él y refutar también por medio de fundamentos el principio contrario no es la forma en que puede aparecer la verdad. La verdad es el movimiento de ella en ella misma, y aquel método, por el contrario, el conocimiento exterior a la materia. Por eso es peculiar a la matemática y se le debe dejar a ella, ya que la matemática, como hemos observado, tiene por principio la relación aconceptual de la magnitud y por materia el espacio muerto, y lo uno igualmente muerto. Dicho método, de un modo más libre, es decir, mezclado con una actitud más arbitraria y contingente, puede emplearse también en la vida corriente, en una conversación o una enseñanza histórica dirigidas a satisfacer más la curiosidad que el conocimiento, como ocurre sobre poco más o menos con un prólogo. En la vida corriente, la conciencia tiene por contenido conocimientos, experiencias, concreciones sensibles y también pensamientos y principios, en general todo lo que se considera como algo presente o como un ser o una esencia fijos y estables. La conciencia, en parte, discurre sobre todo esto y, en parte, interrumpe las conexiones actuando arbitrariamente sobre ese contenido, y se comporta como si lo determinara y manejara desde fuera. Conduce dicho contenido a algo cierto, aunque sólo se trate de la impresión del momento, y la convicción queda satisfecha cuando la conciencia llega a un punto de quietud conocido de ella.
Pero, sí la necesidad del concepto excluye la marcha indecisa de la conversación razonadora y la actitud solemne de la pompa científica, ya hemos dicho más arriba que no debe pasar a ocupar su puesto la ausencia de método del presentimiento y el entusiasmo y la arbitrariedad de los discursos proféticos que no desprecian solamente aquella cientificidad, sino la cientificidad en general.
Y tampoco es posible considerar como algo científico la triplicidad kantiana, redescubierta solamente por el instinto, todavía muerta, todavía aconceptual, elevada a su significación absoluta, para que al mismo tiempo se estableciera la verdadera forma en su verdadero contenido y brotara el concepto de la ciencia; el empleo de esta forma la reduce a su esquema inerte, a un esquema propiamente dicho, haciendo descender la organización científica a un simple diagrama. Este formalismo, del que ya hemos hablado más arriba en términos generales y cuya manera queremos precisar aquí, cree haber concebido e indicado la naturaleza y la vida de una figura al decir de ella una determinación del esquema como predicado –ya sea la subjetividad o la objetividad, el magnetismo, la electricidad, etc., la contracción o la expansión, el Este o el Oeste, y así sucesivamente, lo que podría multiplicarse hasta el infinito, ya que, con arreglo a esta manera de proceder, cada determinación o cada figura pueden volver a emplearse por los otros como forma o momento del esquema y cada uno puede, por agradecimiento, prestar el mismo servicio al otro, y tenemos así un círculo de reciprocidad por medio del cual no se experimenta lo que es la cosa misma, ni lo que es la una ni lo que es la otra. Por este camino, se reciben de la intuición vulgar determinaciones sensibles que, evidentemente, deben significar algo distinto de lo que dicen, mientras que, por otra parte, lo que tiene en sí una significación, las puras determinaciones del pensamiento, tales como sujeto, objeto, sustancia, causa, lo universal, etc., se emplean tan superficialmente y con tanta ausencia de crítica como en la vida corriente, ni más ni menos que los términos de lo fuerte y lo débil, la expansión y la contracción, por donde aquella metafísica tiene tan poco de científico como estas representaciones sensibles.
En vez de la vida interior y del automovimiento de su ser allí, semejante determinabilidad simple de la intuición, que aquí quiere decir del saber sensible, se expresa siguiendo una analogía superficial, y a esta aplicación externa y vacía de la fórmula se le da el nombre de construcción. Ocurre con este formalismo lo que con todo formalismo, cualquiera que él sea. Muy dura tendría que ser la cabeza de aquel a quien no pudiera hacerse comprender en un cuarto de hora la teoría de que existen enfermedades asténicas, esténicas e indirectamente asténicas y otros tantos tratamientos y que, cuando tal enseñanza bastaba hasta hace poco para alcanzar esta finalidad, esperara convertirse en tan poco tiempo de un rutinario en un médico teórico. Si el formalismo de la filosofía de la naturaleza quiere enseñar, digamos, que el entendimiento es la electricidad o que el animal es el nitrógeno o es igual al Sur o al Norte, etc. o los representa, puede enseñarlo de un modo escueto, como aquí se expresa, o adornado con otra terminología: la inexperiencia podrá caer en el pasmo admirativo ante esta capacidad para rimar cosas que parecen tan dispares y ante la violencia que mediante esta combinación se impone a lo sensible inmóvil, dándole la apariencia de un concepto, pero sin hacer lo más importante de todo, que es el expresar el concepto mismo o la significación de la representación sensible; puede la inexperiencia reverenciar esto como una profunda genialidad o alegrarse y regocijarse del optimismo de tales determinaciones, que suplen el concepto abstracto con lo intuitivo, haciéndolo así más agradab1e, felicitarse de la afinidad presentida de su espíritu con esta gloriosa manera de proceder. El ardid de semejante sabiduría se aprende tan rápidamente como fácilmente se aplica; su repetición, cuando ya se le conoce, resulta tan insoportable como la repetición de las artes del prestidigitador, una vez conocidas. El instrumento de este monótono formalismo es tan fácil de manejar como la paleta de un pintor que tuviese solamente dos colores, digamos el rojo y el verde, destinados el primero a las escenas históricas y el segundo a los paisajes. Resultaría difícil decidir qué es lo más grande, si la soltura con que se embadurna con estos colores cuanto hay en el cielo, en la tierra y bajo ésta o la fantasía en cuanto a la excelencia de este recurso universal; lo uno se apoya en lo otro. Lo que se consigue con este método, consistente en imponer a todo lo celestial y terrenal, a todas las figuras naturales y espirituales las dos o tres determinaciones tomadas del esquema universal, es nada menos que un informe claro como la luz del sol acerca del organismo del universo; es, concretamente, un diagrama parecido a un esqueleto con etiquetas pegadas encima o a esas filas de tarros rotulados que se alinean en las tiendas de los herbolarios; tan claro es lo uno como lo otro, y si allí faltan la carne y la sangre y no hay más que huesos y aquí se hallan ocultas en los tarros las cosas vivas que contienen, en el método a que nos referimos se prescinde de la esencia viva de la cosa o se la mantiene escondida. Ya hemos visto cómo este método se convierte, al mismo tiempo, en una pintura absoluta de un sólo color cuando, avergonzándose de las diferencias del esquema, las hunde en la vacuidad de lo absoluto, como algo perteneciente a la reflexión, para lograr así la identidad pura, el blanco carente de forma. Aquella uniformidad de color del esquema y de sus determinaciones inertes y aquella identidad absoluta, y el paso de lo uno a lo otro, todo es igualmente entendimiento muerto y conocimiento externo.
Pero lo excelente no puede sustraerse al destino de verse así privado de cuerpo y de espíritu, de ver cómo se le quita la piel para revestir con ella a un saber inerte e infatuado. Más bien debe ver en este destino la potencia que ejerce sobre los ánimos, ya que no sobre los espíritus, y también el perfeccionamiento hacia la universalidad y la determinabilidad de la forma en que consiste su acabamiento y que es lo único que hace posible el que esta universalidad se utilice de un modo superficial.
La ciencia sólo puede, lícitamente, organizarse a través de la vida propia del concepto; la determinabilidad que desde fuera, desde el esquema, se impone a la existencia es en ella, por el contrario, el alma del contenido pleno que se mueve a sí misma. El movimiento de lo que es consiste, de una parte, en devenir él mismo otro, convirtiéndose así en su contenido inmanente; de otra parte, lo que es vuelve a recoger en sí mismo este despliegue o este ser allí, es decir, se convierte a sí mismo en un momento y se simplifica como determinabilidad. En aquel movimiento, la negatividad es la diferenciación y el poner la existencia; en este recogerse en sí, es el devenir de la simplicidad determinada. De este modo, el contenido hace ver que no ha recibido su determinabilidad como impuesta por otro, sino que se la ha dado él mismo y se erige, de por sí en momento y en un lugar del todo. El entendimiento esquemático retiene para sí la necesidad y el concepto del contenido, lo que constituye lo concreto, la realidad y el movimiento vivo de la cosa que clasifica; o, más exactamente, no lo retiene para sí, sino que no lo conoce, pues sí fuese capaz de penetrar en ello, no cabe duda de que lo mostraría. Pero ni siquiera siente la necesidad de ello; si la sintiera, se abstendría de su esquematización o, por lo menos, no sabría con ello más que lo que es una simple indicación del contenido; sólo aporta, en efecto, la indicación del contenido, pero no el contenido mismo. Si se trata de una determinabilidad que es en sí concreta o real (como, por ejemplo, la del magnetismo), se la degrada, sin embargo, a algo muerto, al convertirla en predicado de otro ser allí, en vez de presentarla como la vida inmanente de este ser allí o de conocer cómo tiene en ésta su autocreación intrínseca y peculiar. El entendimiento formal deja al cuidado de otros el añadir esto, que es lo fundamental. En vez de penetrar en el contenido inmanente de la cosa pasa siempre por alto el todo y se halla por encima del ser allí singular del que habla, es decir, ni siquiera llega a verla. El conocimiento científico, en cambio, exige entregarse a la vida del objeto o, lo que es lo mismo, tener ante sí y expresar la necesidad interna de él. Al sumergirse así en su objeto, este conocimiento se olvida de aquella visión general que no es más que la reflexión de saber en sí mismo, fuera de contenido. Pero sumergido en la materia y en su movimiento, dicho conocimiento retorna a sí mismo, aunque no antes de que el cumplimiento o el contenido, replegándose en sí mismo y simplificándose en la determinabilidad, descienda por sí mismo para convertirse en un lado de su ser allí y trascienda a su verdad superior. De este modo, el todo simple, que se había perdido de vista a sí mismo, emerge desde la riqueza en que parecía haberse perdido su reflexión.
Siendo así que, en general, como hemos dicho más arriba, la sustancia es en ella misma sujeto, todo contenido es su propia reflexión en sí. La persistencia o la sustancia de su ser allí es la igualdad consigo mismo, pues su desigualdad consigo mismo sería su disolución. Pero la igualdad consigo mismo es la abstracción pura, y ésta es el pensamiento. Cuando digo cualidad, digo la determinabilidad simple; mediante la cualidad se distingue un ser allí de otro o es un ser allí; este ser allí es para sí mismo o subsiste por esta simplicidad consigo mismo. Pero es por ello por lo que es esencialmente el pensamiento. Es aquí donde se concibe que el ser es pensamiento; aquí es donde encaja el modo de ver que trata de rehuir la manera corriente y aconceptual de expresarse acerca de la identidad del pensamiento y el ser. Al ser la subsistencia del ser allí la igualdad consigo mismo o la abstracción pura, es la abstracción de sí de sí mismo o es ella misma su desigualdad consigo y su disolución, su propia interioridad y su repliegue sobre sí mismo, su devenir. Dada esta naturaleza de lo que es y en tanto que lo que es posee esta naturaleza para el saber, éste no es la actividad que maneja el contenido como algo extraño, no es la reflexión en sí fuera del contenido; la ciencia no es aquel idealismo que, en vez del dogmatismo de la afirmación, se presenta como un dogmatismo de la seguridad o el dogmatismo de la certeza de sí mismo, sino que, por cuanto que el saber ve el contenido retornar a su propia interioridad, su actividad se sumerge más bien en este contenido, ya que es el sí mismo inmanente del contenido como lo que al mismo tiempo ha retornado a sí, y es la pura igualdad consigo mismo en el ser otro; esta actividad del saber es, de este modo, la astucia que, pareciendo abstenerse de actuar, ve cómo la determinabilidad y su vida concreta, precisamente cuando parecen ocuparse de su propia conservación y de su interés particular, hacen todo lo contrario, es decir, se disuelven a sí mismas y se convierten en momento del todo.
Habiendo señalado más arriba lo que significa el entendimiento visto por el lado de la autoconciencia de la sustancia, de lo que aquí decimos se desprende su significación con arreglo a la determinación de la misma sustancia como lo que es. El ser allí es cualidad, determinabilidad igual a sí misma o simplicidad determinada, pensamiento determinado; esto es, el entendimiento del ser allí. Es, de este modo, el nus, que era, como Anaxágoras comenzó reconociendo, la esencia. Posteriormente, se concibió la naturaleza del ser allí, de un modo más determinado, como eidos o idea, es decir, como universalidad determinada, como especie. La palabra especie parecerá tal vez demasiado vulgar y pobre para referirse a las ideas, a lo bello, lo sagrado y lo eterno, que tantos estragos causan en nuestra época. Pero, en realidad la idea no expresa ni más ni menos que la especie. Pero, en la actualidad, solemos encontrarnos con que se desprecia y rechaza una expresión que designa un concepto de un modo determinado en favor de otra que, sin duda por estar tomada de una lengua extranjera, envuelve el concepto en cendales nebulosos y le da con ello una resonancia más edificante. Precisamente por determinarse como especie, es el ser allí un pensamiento simple; el nus, la simplicidad, es la sustancia. Y su simplicidad o igualdad consigo mismo lo hace aparecer como algo fijo y permanente. Pero esta igualdad consigo mismo es también precisamente por ello, negatividad, y de este modo pasa aquel ser allí fijo a su disolución. Al principio, la determinabilidad sólo parece serlo por referirse a un otro, y su movimiento parece comunicarse a ella de una fuerza extraña; pero el que tenga en sí misma su ser otro y sea automovimiento es lo que va precisamente implícito en aquella simplicidad del pensamiento, pues ésta es el pensamiento que se mueve y se diferencia a sí mismo, la propia interioridad, el concepto puro. Así, pues, la inteligibilidad es un devenir y es, en cuanto este devenir, la racionalidad.
En esta naturaleza de lo que es que consiste en ser en su ser su concepto, reside en general la necesidad lógica; sólo ella es lo racional y el ritmo del todo orgánico, y es precisamente saber del contenido en la misma medida en que el contenido es concepto y esencia o, dicho en otros términos, solamente ella es lo especulativo. La figura concreta, moviéndose a sí misma, se convierte en determinabilidad simple; con ello, se eleva a forma lógica y es en su esencialidad; su ser allí concreto es solamente este movimiento y es un ser allí inmediatamente lógico. De ahí que sea innecesario revestir de formalismo al contenido concreto desde el exterior; aquel, el contenido, es en sí mismo el paso a éste, al formalismo, el cual deja, sin embargo, de ser un formalismo externo, porque la forma es ella misma el devenir intrínseco del contenido concreto.
Esta naturaleza del método científico, consistente de una parte en no hallarse separada del contenido y, de otra, en determinar su ritmo por sí misma encuentra su verdadera exposición, como ya hemos dicho, en la filosofía especulativa. Lo que aquí decimos, aunque exprese el concepto, no puede considerarse más que como una aseveración anticipada. Su verdad no reside en esta exposición en parte puramente narrativa; y tampoco se la refuta porque se diga, en contra de esto, que no es así, sino que ocurre de tal o cual modo, porque se traigan a colación y se expresen estas o las otras representaciones usuales como verdades establecidas y conocidas, o porque se sirva y asegure algo nuevo, extraído del santuario de la divina intuición interior. Suele ser ésta la primera reacción del saber ante lo para él desconocido, reacción adversa que adopta para salvar su libertad y su propia manera de ver, su propia autoridad contra otra extraña -ya que bajo esta figura se manifiesta lo que se asimila por vez primera-, y también para descartar la apariencia y especie de vergüenza que representaría el tener que aprender algo; así como en el caso contrario en la acogida plausible de lo desconocido la reacción del mismo tipo consiste en algo parecido a lo que son, en otra esfera, los discursos y los actos ultrarrevolucionarios.
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