sábado, 17 de mayo de 2008

El espíritu cierto de si mismo. La moralidad

C. EL ESPÍRITU CIERTO DE SÍ MISMO. LA MORALIDAD

El mundo ético mostraba como su destino y su verdad el espíritu en él solamente fenecido, el sí mismo singular. Pero esta persona del derecho tiene su sustancia y su cumplimiento fuera de ella. El movimiento del mundo de la cultura y de la fe supera esta abstracción de la persona y sólo por medio del extrañamiento acabado, por medio de la suprema abstracción deviene la sustancia para el sí misma del espíritu primero voluntad universal y, por último, patrimonio suyo. Aquí, pues, parece el saber, finalmente, plenamente igual a su verdad; pues su verdad es este saber mismo y ha desaparecido toda oposición entre ambos lados; y no precisamente para nosotros o en sí, sino para la misma autoconciencia. En efecto, el saber mismo se ha erigido en dueño sobre la oposición de la conciencia. Esta descansa en la oposición entre la certeza de sí mismo y del objeto; pero ahora, el objeto es para ella misma la certeza de sí, el saber .-así como la certeza de sí mismo en cuanto tal no tiene ya fines propios ni se halla ya, por tanto, en la determinabilidad, sino que es puro saber.

El saber de la autoconciencia es para ella, por tanto, la sustancia misma. Esta es para la autoconciencia en una unidad inseparada, tanto inmediata como absolutamente mediata. Inmediata -como la conciencia moral sabe y cumple ella misma su deber y pertenece a éste como a su naturaleza; pera no es carácter, como lo es la conciencia ética, que, gracias a su inmediatez, es un espíritu determinado, sólo pertenece a una de las esencialidades éticas y tiene el lado del no saber. Es mediación absoluta, como la conciencia que se forma culturalmente y la conciencia creyente; pues es esencialmente el movimiento del sí mismo consistente en superar la abstracción del ser allí inmediato y de llegar a ser universal -pero ni por medio del puro extrañamiento y desgarramiento de su sí mismo y de la realidad ni por media de la evasión. Sino que la autoconciencia se halla presente de modo inmediato en su sustancia, pues es su saber, es la pura certeza intuida de sí misma; y cabalmente esta inmediatez que es su propia realidad es toda realidad, pues lo inmediato es el ser mismo y, en tanto que la pura inmediatez clarificada por la absoluta negatividad, es puro ser, es ser en general o todo ser.

La esencia absoluta no se reduce, por tanto, a la determinación de ser la simple esencia del pensamiento, sino que es toda realidad, y esta realidad es solamente como saber; lo que la conciencia no supiese no tendría sentido alguno y no puede ser un poder para ella; sobre su voluntad impregnada de saber se han replegado toda objetividad y todo mundo. La conciencia es absolutamente libre porque sabe su libertad, y precisamente este saber de su libertad es su sustancia y su fin y su único contenido.


a. LA CONCEPCIÓN MORAL DEL MUNDO

[1. La postulada armonía entre el deber y la realidad]

La autoconciencia sabe el deber como la esencia absoluta; sólo se halla vinculada por él, y esta sustancia es su propia conciencia pura; el deber no puede adoptar para ella la forma de algo extraño. Pero, así encerrada en sí misma, la autoconciencia moral no se pone y se considera todavía como conciencia. El objeto es saber inmediato y, penetrado así puramente por el sí mismo, no es objeto. Pero, siendo esencialmente la mediación y la negatividad, la autoconciencia lleva en su concepto la relación con un ser otro y es conciencia. Este ser otro es, de una parte, para ella, una realidad totalmente carente de significación, puesto que el deber constituye su único fin y objeto esenciales. Pero, como esta conciencia se halla tan completamente encerrada en sí, se comporta con respecto a este ser otro como perfectamente libre e indiferente y la existencia es, por tanto, de otra parte, una existencia dejada completamente en libertad por la autoconciencia y que sólo se relaciona, asimismo, consigo misma; cuanto más libre se torna la autoconciencia, más libre se vuelve también el objeto negativo de su conciencia. Este objeto es, de este modo, un mundo acabado en sí como propia individualidad, un todo independiente de leyes peculiares, así como una trayectoria independiente y una realización libre de ellas -una naturaleza en general, cuyas leyes, al igual que su obrar, pertenecen a ella misma como a una esencia que para nada se preocupa de la autoconciencia moral, como ésta no se preocupa para nada de aquélla.

Partiendo de esta determinación, se constituye una concepción moral del mundo, que consiste en la relación entre el ser en y para sí moral y el ser en y para sí natural. Esta relación tiene por fundamento tanto la total indiferencia y la propia independencia de la naturaleza y de los fines y la actividad morales entre sí como, de otra parte, la conciencia de la exclusiva esencialidad del deber y de la plena dependencia e inesencialidad de la naturaleza. La concepción moral del mundo contiene el desarrollo de los momentos que se dan en esta relación de premisas tan contradictorias..

Se presupone, pues, primeramente la conciencia moral en general; el deber vale para ella como la esencia, para ella que es real y activa y que en su realidad y obrar cumple el deber. Pero, para esta conciencia moral se da, al mismo tiempo, la presupuesta libertad de la naturaleza, o ella experimenta que la naturaleza no se cuida de darle la conciencia de la unidad de su realidad con la suya propia y que, por tanto, la hace tal vez llegar a ser feliz o tal vez no. Por el contrario, la conciencia no moral encuentra tal vez casualmente su realización allí donde la conciencia moral sólo encuentra la ocasión para obrar, pero sin que ella le proporcione la dicha de la ejecución y el goce de la consumación. Más bien encuentra razones para lamentarse de este estado de no adecuación entre ella y la existencia y de la injusticia que la limita a tener su objeto solamente como puro deber, pero negándole el verle realizado y el verse realizada ella misma.

La conciencia moral no puede renunciar a la dicha y descartar este momento de su fin absoluto. El fin, enunciado como puro deber, lleva esencialmente en sí el contener esta autoconciencia singular; la convicción individual y el saber de ella constituían un momento absoluto de la moralidad. Este momento en el fin convertido en objetivo, en el deber cumplido, es la conciencia singular que se intuye como realizada o el goce, que va implícito así en el concepto, no ciertamente, de un modo inmediato en el de la moralidad como intención, sino solamente en el concepto de la realización de ella. Pero, de este modo, el goce reside también en ella como intención; pues ésta tiende, no a mantenerse como intención por oposición al obrar, sino a actuar o a realizarse. El fin, enunciado como la totalidad con la conciencia de sus momentos, es, por, consiguiente, el que el deber cumplido sea tanto acto puramente moral como individualidad realizada [realisiert] y el que la naturaleza, como el lado de la singularidad frente al fin abstracto, forme una unidad con éste. Por muy necesaria que sea la experiencia de esta desarmonía entre ambos lados, porque la naturaleza es libre, también el deber es exclusivamente lo esencial, y la naturaleza, frente al deber, lo carente de sí mismo. Aquel fin entero que constituye la armonía contiene en sí la realidad misma. Es, al mismo tiempo, el pensamiento de la realidad. La armonía de la moralidad y la naturaleza, o, en tanto que la naturaleza sólo es tomada en consideración en la medida en que la conciencia experimenta su unidad con ella, la armonía de la moralidad y la dicha es pensada como algo que necesariamente es o, en otros términos, es postulada. En efecto, exigir expresa que algo es pensado como lo que es, que no es todavía real; una necesidad, no del concepto como concepto, sino del ser. Pero la necesidad es, al mismo tiempo, esencialmente, la relación por medio del concepto. El ser exigido no pertenece, por tanto, a la representación de la conciencia contingente, sino que reside en el concepto de la moralidad misma, cuyo verdadero contenido es la unidad de la conciencia pura y de la conciencia singular; esta segunda conciencia lleva consigo el que esta unidad sea para ella como una realidad, que, lo que en el contenido del fin es dicha, sea en su forma o en general. Este ser allí exigido o la unidad de ambos no es, por tanto, un deseo o considerado como fin, no es un fin cuya consecución sea todavía incierta, sino que es una exigencia de la razón o certeza inmediata y premisa de la misma.

Aquella primera experiencia y este postulado no es lo único, sino que se descubre un ciclo entero de postulados. En efecto, la naturaleza no es solamente este modo externo totalmente libre, en el cual la conciencia tendría que realizar su fin como en un puro objeto. En ella misma, la conciencia es esencialmente una conciencia tal, que para ella esto otro es una realidad libre, es decir, ella misma es algo contingente y natural. Esta naturaleza, que es para la conciencia la suya, es la sensibilidad, la cual tiene en la figura del querer, como impulsos e inclinaciones, propia esencialidad determinada para sí o fines singulares y, es por tanto, contrapuesta a la voluntad pura y a su puro fin. Pero, frente a esta contraposición, para la conciencia pura la esencia es más bien la relación de la sensibilidad con ella, la unidad absoluta de la sensibilidad con ella misma. Ambas cosas, el puro pensamiento y la sensibilidad de la conciencia, son en sí una conciencia y el puro pensamiento es precisamente la conciencia para la que y en la que es esta unidad pura; pero para ella, como conciencia, es la oposición entre sí misma y los impulsos. En esta pugna entre la razón y la sensibilidad la esencia para aquélla consiste en que la pugna se reduzca y surja como resultado la unidad de ambos términos, que no es aquella unidad originaria en la que ambos son en un individuo, sino una unidad que brota de la oposición sabida entre ambos. Esta unidad y solamente ella es la moralidad real, pues en ella se contiene la oposición por medio de la cual el sí mismo es conciencia o solamente es un sí mismo real y de hecho y, al mismo tiempo, universal; o se expresa en ella aquella mediación que es, como vemos, esencial a la moralidad. Puesto que, de ambos momentos de la oposición, la sensibilidad es sencillamente el ser otro o lo negativo y, por el contrario, el puro pensamiento del deber, la esencia de la que nada puede ser abandonado, parece que la unidad que ha surgido sólo puede llevarse a cabo mediante la superación de la sensibilidad. Pero, como ella más misma es un momento de este devenir, el momento de la realidad, por lo pronto habrá que contentarse con respecto a la unidad con decir que la sensibilidad es conforme a la moralidad. Esta unidad es también un ser postulado, no existe, pues lo que existe es la conciencia o la oposición de la sensibilidad y la conciencia pura. Pero tampoco es, al mismo tiempo, un en sí como el primer postulado, en que la libre naturaleza constituye un lado y la armonía de ella con la conciencia moral cae, por tanto, fuera de ésta, sino que la naturaleza es, aquí, la que es en ella misma y de lo que aquí se trata es de la moralidad como tal, de una armonía que es la propia del sí mismo actuante; por tanto, la conciencia tiene que hacer brotar ella misma esta armonía y hacer siempre progresos en la moralidad. Pero el perfeccionamiento de esta armonía debe remitirse al infinito, pues si se alcanzara realmente superaría la conciencia moral. En efecto, la moralidad sólo es conciencia moral como la esencia negativa para cuyo puro deber la sensibilidad tiene solamente una significación negativa y es solamente algo no conforme. Pero en la armonía desaparece la moralidad como conciencia o su realidad, como en la conciencia moral o en la realidad desaparece su armonía. Por eso la perfección no puede alcanzarse realmente, sino que debe pensarse solamente como una tarea absoluta, es decir, como una tarea que sigue siendo sencillamente eso, una tarea. Pero, al mismo tiempo, sin embargo, su contenido debe pensarse como un contenido que debe, sencillamente, ser y no quedarse en tarea; ya nos representemos en esta meta la conciencia como totalmente superada, o no; cómo ocurra realmente es cosa que no puede distinguirse ya claramente en la oscura lejanía de la infinitud, hacia la que precisamente hay que desplazar la consecución de la meta. Se deberá decir, propiamente, que la representación determinada no tiene para qué interesar ni ser buscada, ya que esto conduce a contradicciones -a una tarea que debe seguir siendo tarea y que debe, sin embargo, ser cumplida, -a una moralidad que no debe ser ya conciencia, que no debe ser ya real. Ahora bien, la consideración de que la moralidad acabada encerraría una contradicción quebrantaría la santidad de la esencialidad moral y haría aparecer el deber absoluto como algo irreal.

El primer postulado era la armonía de la moralidad y de la naturaleza objetiva, el fin último del mundo; el otro la armonía de la moralidad y de la voluntad sensible, el fin último de la autoconciencia como tal; el primero, por tanto, la armonía en la forma del en sí, el otro en la forma del ser para sí. Pero lo que como término medio une estos dos fines últimos extremos que son pensados, es el movimiento del actuar real mismo. Dichos fines últimos son armonías cuyos momentos no han devenido todavía objeto en su diferenciabilidad abstracta; eso acaece en la realidad, en la que los lados aparecen en la conciencia propia, cada uno como el otro de los otros. Los postulados que de este modo nacen como antes contenían solamente las armonías que son separadas en sí y para sí, ahora contienen armonías qué son en y para sí.

[2. El legislador divino y la conciencia moral de sí imperfecta]

La conciencia moral, como el simple saber y querer del puro deber es referida en la acción al objeto contrapuesto a su simplicidad, con la realidad del caso múltiple, y tiene así un múltiple comportamiento moral. Nacen aquí, con arreglo al contenido, las muchas leyes en general y, con arreglo a la forma, las potencias contradictorias de la conciencia que sabe y de lo carente de conciencia. Por lo que se refiere en primer lugar a los muchos deberes, para la conciencia moral en general sólo vale en ellos el deber puro; los muchos deberes, por ser muchos, son determinados y, por tanto, como tales, nada sagrado para la conciencia moral. Pero, al mismo tiempo, por medio del concepto de la acción, que entraña en sí una múltiple realidad y, por tanto, una múltiple relación moral, esos deberes tienen que ser necesariamente considerados como deberes que son en y para sí. Y como, además, sólo pueden ser en una conciencia moral son, al mismo tiempo, en otra que aquella para la que solamente el deber puro, como puro, es en y para sí y sagrado.

Se postula, por tanto, el que sea otra conciencia que santifique esos deberes o que los sepa y los quiera como deberes. La primera conciencia asume el deber puro indiferente con respecto a todo contenido determinado, y el deber es solamente esta indiferencia hacia el contenido. Pero la otra conciencia contiene la relación igualmente esencial con respecto a la acción y hacia la necesidad del contenido determinado; el valer los deberes como deberes determinados, el contenido como tal es para ella tan esencial como la forma por medio de la cual el contenido es deber. Esta conciencia es, con ello, una conciencia en la que lo universal y lo particular forman sencillamente unidad y su concepto es, por tanto, el mismo que el concepto de la armonía de la moralidad y la dicha. Pues esta oposición expresa igualmente la separación de la conciencia moral igual a sí misma con respecto a la realidad, que, como el ser múltiple, contradice a la esencia simple del deber. Pero, si el primer postulado sólo expresa la armonía que es de la moralidad y la naturaleza, porque la naturaleza es aquí esto negativo de la autoconciencia, el momento del ser, ahora este en sí se pone, por el contrario, esencialmente como conciencia. Pues lo que es tiene ahora la forma del contenido del deber o, dicho de otro modo, es la determinabilidad en el deber determinado. El en sí es, por tanto, la unidad de tales esencialidades que, como esencialidades simples, son esencialidades del pensamiento y, por tanto, sólo son en una conciencia. Esta es, por consiguiente, a partir de ahora, un señor y dominador del mundo, que hace brotar la armonía de la moralidad y la dicha y que, al mismo tiempo, santifica los deberes como muchos. Esto ultimo significa que para la conciencia del deber puro el deber determinado no puede ser inmediatamente sagrado; pero como, en virtud de la acción real, que es una acción determinada, es asimismo necesario, su necesidad cae fuera de aquella conciencia en otra, que es, así la mediadora del deber determinado y puro y el fundamento por el cual tiene también validez.

Pero en la acción real la conciencia se comporta como este sí mismo, como una conciencia totalmente singular, tiende hacia la realidad como tal y la tiene como fin, pues quiere llevarla a cabo. El deber en general cae, pues, fuera de ella, en otra esencia, que es conciencia y el sagrado legislador del puro deber. Para el que actúa, precisamente porque actúa, vale de un modo inmediato lo otro del puro deber; éste es, por tanto, contenido de otra conciencia y sólo un modo mediato, a saber, en ésta, es sagrado para aquélla.

Establecido así que la validez del deber como de lo sagrado en para sí cae fuera de la conciencia real, ésta queda de lado en general como la conciencia moral imperfecta. Así como en cuanto a su saber se sabe como una conciencia cuyo saber y cuya convicción son imperfectos y contingentes, así también en cuanto a su querer sabe como una conciencia cuyos fines se ven afectados de sensibilidad. Por tanto, en razón de su falta de dignidad, no puede considerar la dicha como algo necesario, sino como algo contingente y esperarla solamente de la gracia.

Pero, aunque su realidad sea imperfecta, para su querer y su saber puro el deber vale como la esencia; en el concepto, en tanto que es contrapuesto a la realidad [Realität], o en el pensamiento es, por tanto, perfecta. Pero la esencia absoluta es precisamente este algo pensado y postulado más allá de la realidad; es, pues, el pensamiento el cual el saber y el querer moralmente imperfectos valen como perfectos y también, por tanto, al atribuirles importancia plena, distribuye la dicha con arreglo a la dignidad, es decir, según el mérito que se le atribuye.



[3. El mundo moral, como representación]

La concepción del mundo es, aquí, acabada; en efecto, en el concepto de la autoconciencia moral se ponen en una unidad los dos lados, el puro deber y la realidad y, con ello, se ponen tanto uno como otro, no como lo que son en y para sí, sino como momentos o como superados. Y esto deviene para la conciencia en la parte final de la concepción moral del mundo; o sea que la conciencia pone el deber puro en una esencia distinta de la que ella misma es, es decir, lo pone, en parte, como un representado y, en parte, como aquello que no es lo que vale en y para sí, sino que lo no moral vale más bien como lo perfecto. Y, del mismo modo, la conciencia se pone a sí misma como una conciencia cuya realidad, inadecuada a la del deber, es superada y, como superada o en la representación de la esencia absoluta, no contradice ya a la moralidad.

Sin embargo, para la conciencia moral misma su concepción moral del mundo no tiene la significación de que desarrolle en ella su propio concepto y lo convierta en objeto suyo; no tiene conciencia ni de esta oposición en cuanto a la forma ni tampoco de la oposición en cuanto al contenido, cuyas partes no relaciona y compara entre sí, sino que avanza en su desarrollo, sin ser el concepto que mantiene unidos a los momentos. La conciencia moral, en efecto, sabe solamente la pura esencia o el objeto, en tanto que es deber, en tanto que es objeto abstracto de su pura conciencia, como puro saber o como sí mismo. Se comporta, pues, solamente como pensamiento, no como concepto. De ahí que el objeto de su conciencia real no sea todavía translúcido para ella; esta conciencia no es todavía el concepto absoluto, el único que capta el ser otro como tal o que capta su contrario absoluto como sí mismo. Su propia realidad, lo mismo que toda realidad objetiva, vale para ella, ciertamente, como lo no esencial; pero su libertad es la libertad del puro pensamiento, frente a la cual, por tanto, surge al mismo tiempo la naturaleza como un algo igualmente libre. Como en la conciencia moral se dan del mismo modo ambas cosas, la libertad del ser y la inclusión de éste en la conciencia, su objeto deviene como un objeto que es y que, al mismo tiempo, sólo es pensado; en la última parte de su intuición, el contenido se pone esencialmente de tal modo que su ser es un ser representado, y esta conexión del ser y el pensamiento es, enunciada como lo que de hecho es, como el representar.

Puesto que nosotros consideramos la concepción moral del mundo de tal manera que este modo objetivo no es otra cosa que el concepto de la autoconciencia moral misma, que esta conciencia se hace objetiva, de esta conciencia acerca de la forma de su origen resulta otra figura de su presentación. En efecto, lo primero de que se parte es la autoconciencia moral real o el hecho de que hay una conciencia
así. Pues el concepto la pone en la determinación de que para ella toda realidad en general sólo tiene esencia en la medida en que es conforme al deber, y el concepto pone esta esencia como saber, es decir, la pone en unidad inmediata con el sí mismo real; esta unidad es, por tanto, ella misma real, es una conciencia moral real. Ahora bien, ésta, en tanto que conciencia, se representa su contenido como objeto, a saber, como fin último del mundo, como armonía de la moralidad y de toda realidad. Pero, mientras dicha conciencia representa a esta unidad como objeto y no es todavía el concepto que tiene el poder sobre el objeto como tal, la unidad es para ella algo negativo de la autoconciencia o cae fuera de ella como un más allá de su realidad, pero, al mismo tiempo, como un más allá que es también como lo que es, pero solamente pensado.

Lo que de este modo le resta a ella, que como autoconciencia es un otro que el objeto, es la no armonía de la conciencia del deber y la realidad, y precisamente de su propia realidad. La proposición, según esto, puede formularse, pues, así: no hay ninguna autoconciencia real moralmente perfecta; y, como lo moral, en general, sólo es en tanto que es perfecto, pues el deber es el puro en sí sin mezcla alguna y la moralidad consiste solamente en la adecuación a este algo puro, entonces la segunda proposición significa en general que no hay ninguna realidad moral.

Pero puesto que, en tercer lugar, ella es un sí mismo, tenemos que es en sí la unidad del deber y la realidad; esta unidad se convierte para ella, por tanto, en objeto, como la moralidad perfecta -pero como un más allá de su realidad.- que, sin embargo, debe ser real.

En esta meta de la unidad sintética de las dos primeras proposiciones tanto la realidad autoconsciente como el deber son puestos solamente como momento superado; en efecto, ninguno de los dos es singular, pero ambos, cuya determinación esencial es ser cada uno libre del otro, no son ya libres del otro en la unidad, sino cada uno superado, por lo cual son, en cuanto al contenido, cada uno de ellos, un objeto que sólo vale para el otro y, en cuanto a la forma, de tal modo que este intercambio entre ellos es, al mismo tiempo, solamente representado. O, lo realmente no moral, por ser asimismo puro pensar y elevado por sobre su realidad, es en la representación, a pesar de todo, moral y es tomado como plenamente válido. Se establece así la primera proposición, según la cual hay una autoconciencia moral, pero ligada con la segunda, según la cual no hay ninguna, es decir, hay una, pero solamente en la representación; o bien no hay ninguna, pero se hace valer como tal por otra.

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