miércoles, 7 de mayo de 2008

El espíritu verdadero, la eticidad

A. El espíritu verdadero, la eticidad

En su verdad simple, el espíritu es conciencia y desdobla sus momentos. La acción lo escinde en la sustancia y la conciencia de la misma, y escinde tanto la sustancia como la conciencia. La sustancia, como esencia universal y como fin, se enfrenta consigo misma como la realidad singularizada; el medio infinito es la autoconciencia, que, siendo en sí unidad de sí y de la sustancia, deviene ahora esta unidad para sí, aúna la esencia universal y su realidad singularizada, eleva ésta a aquélla y actúa éticamente -y hace descender aquélla a ésta y lleva a cabo el fin, que sólo es sustancia pensada; hace surgir como su obra y, con ello, como realidad, la unidad de su sí mismo y de la sustancia.

En este desdoblamiento de la conciencia, la sustancia simple adquiere, de una parte, la contraposición frente a la autoconciencia y, de otra parte, presenta en ella misma la naturaleza de la conciencia, consistente en diferenciarse en sí misma como un mundo estructurado en sus masas. La sustancia se escinde, pues, en una sustancia ética diferenciada, en una ley humana y otra divina. Y, asimismo, la autoconciencia enfrentada a ella se adscribe, con arreglo a su esencia, a una de estas potencias y, como saber, se escinde en la ignorancia de lo que obra y en el saber de ello, es, por eso, un saber engañoso. Por tanto, la autoconciencia experimenta en sus actos tanto la contradicción de aquellas potencias en que la sustancia se ha desdoblado y su mutua destrucción como la contradicción de su saber acerca de la eticidad de sus actos con lo que es ético en y para sí, y encuentra su propio declinar. Pero, de hecho, con este movimiento la sustancia ética se ha convertido en autoconciencia real, o este sí mismo se ha convertido en algo que es en y para SÍ; pero con ello precisamente se ha hundido la eticidad.

a. EL MUNDO ETICO, LA LEY HUMANA Y LA LEY DIVINA, EL HOMBRE Y LA MUJER

[1. Pueblo y familia. La ley del día y el derecho de las sombras]

La sustancia simple del espíritu se divide como conciencia. O, en otras palabras, así como la conciencia del ser abstracto, del ser sensible, pasa a la percepción, así también la certeza inmediata del ser ético real; y como para la percepción sensible el ser simple deviene una cosa de múltiples propiedades, para la percepción ética el caso del actuar deviene una realidad de múltiples relaciones éticas. Pero la primera o concentra la inútil multiplicidad las propiedades en la esencial oposición de la singularidad y la universalidad; y más aun la segunda, que es la conciencia purificada, sustancial y en la que la multiplicidad de momentos éticos se convierte en la dualidad de una ley de la singularidad y una ley de la universalidad. Pero cada una de estas masas de la sustancia sigue siendo el espíritu total; si, en la percepción sensible, las cosas no tienen otra sustancia que la dos determinaciones de la singularidad y la universalidad, aquí expresan solamente la superficial oposición entre ambos lados.


[a) La ley humana]

La singularidad tiene, en la esencia que aquí consideramos, la significación de la autoconciencia en general, y no la de una conciencia fortuita singular. La sustancia ética es, por tanto, en esta determinación, la sustancia real, el espíritu absoluto, realizado [realisiert] en la multiplicidad de la conciencia existente; el espíritu absoluto es la comunidad que, para nosotros, al entrar en la configuración práctica de la razón en general, era la esencia absoluta y que aquí, en su verdad para sí misma, ha surgido como esencia ética consciente y como la esencia para la conciencia que tenemos como objeto. La comunidad es el espíritu que es para sí, en cuanto se mantiene en el reflejo de los individuos -y que es en sí o sustancia en cuanto los mantiene a ellos en sí. Como la sustancia real, es un pueblo, como conciencia real, ciudadano del pueblo. Esta conciencia tiene su esencia en el espíritu simple, y la certeza de sí misma en la realidad de este espíritu, en todo el pueblo, e inmediatamente en ello su verdad, y no en algo, por tanto, que no sea real, sino en un espíritu que tiene existencia y validez.

Este espíritu puede llamarse la ley humana, porque es esencialmente en la forma de la realidad consciente de sí misma. En la forma de la universalidad, es la ley conocida, la costumbre presente; en la forma de la singularidad, es la certeza real de sí misma en el individuo en general, y la certeza de sí como individualidad simple lo es como gobierno; su verdad es la validez manifiesta, puesta a la luz del día; una existencia que surge para la certeza inmediata en la forma de la existencia puesta en libertad.

[b) La ley divina]

Pero a esta potencia ética y a este manifestarse se contrapone otra potencia, la ley divina. En efecto, la potencia ética del Estado tiene, como el movimiento del obrar consciente de sí, su oposición en la simple e inmediata esencia de la eticidad; como universalidad real, aquella es una fuerza en contra del ser para sí individual; y, como realidad en general, tiene en la esencia interior un otro de lo que ella es.

Ya se ha recordado que cada uno de los modos contrapuestos de existir de la sustancia ética la contiene totalmente y contiene todos los momentos de su contenido. Por tanto, si la comunidad es la sustancia ética como el obrar real consciente de sí, el otro lado tiene la forma de la sustancia inmediata o que es. Esta es, así, de una parte, el concepto interior o la posibilidad universal de la eticidad en general, pero, de otra parte, tiene también en ella el momento de la autoconciencia. Este momento, expresando la eticidad en ese elemento de la inmediatez o del ser, o expresando una conciencia inmediata de sí tanto como esencia cuanto como este sí mismo en otro, es decir, una comunidad ética natural, es la familia. Esta, como el concepto no consciente y todavía interior de la realidad consciente de sí, como el elemento de la realidad del pueblo se enfrenta al pueblo mismo, como ser ético inmediato se enfrenta a la eticidad que se forma y se mantiene laborando en pro de lo universal -los penates se enfrentan al espíritu universal.

Ahora bien, sí el ser ético de la familia se determina como el ser inmediato, la familia se halla dentro de su esencia ética, no en tanto que es el comportamiento natural de sus miembros o en tanto que la relación de éstos es la relación inmediata entre sus miembros singulares reales; lo ético es, en efecto, algo en sí universal y este comportamiento natural es también esencialmente un espíritu y solamente es ético como esencia espiritual. Hay que ver en qué consiste su peculiar eticidad. Ante todo, siendo lo ético lo en sí universal, la relación ética entre los miembros de la familia no es la relación de la sensibilidad ni el comportamiento del amor. Lo ético parece que deba cifrarse ahora en el comportamiento del miembro singular de la familia hacia la familia en su totalidad como la sustancia, de tal modo que su obrar y su realidad sólo tengan como fin y contenido a la familia. Pero el fin consciente que tiene el obrar de este todo es, a su vez, en cuanto concierne a este todo mismo, lo singular. La adquisición y conservación de poder y riqueza conciernen solamente, en parte, a la necesidad y pertenecen a la apetencia; y, en parte, en su determinación superior, devienen algo solamente mediato. Esta determinación no cae ya dentro de la familia misma, sino que se refiere a lo verdaderamente universal, a la comunidad; es más bien algo negativo con respecto a la familia y consiste en poner a lo singular fuera de ella, en sojuzgar su naturalidad y su singularidad y en educarlo para la virtud y para la vida en y para lo universal. El fin positivo peculiar de la familia es lo singular como tal. Ahora bien, para que esta relación sea una relación ética, ni el que obra ni aquel a quien se refieren sus actos podrían aparecer con arreglo a algo contingente, como sucede cuando se presta cualquier ayuda o cualquier servicio. El contenido de la acción ética debe ser un contenido sustancial, o total y universal; sólo puede, por tanto, relacionarse con lo singular total o con lo singular como universal. Y, además, no de tal modo que se represente meramente que un servicio prestado pueda fomentar toda su dicha, mientras ese servicio, que no es más que una acción inmediata y real, sólo opera en él algo singular; ni de tal modo tampoco que ese servicio, como educación, tenga como objeto realmente lo singular como totalidad y en una serie de esfuerzos lo haga surgir como obra; donde fuera del fin negativo hacia la familia, la acción real tiene solamente un contenido limitado; y tampoco, finalmente, de tal modo que aquel servicio sea una ayuda necesaria con que salve verdaderamente al singular en su totalidad, pues ese servicio es él mismo un acto totalmente contingente cuya ocasión la da una realidad cualquiera, que puede ser o no ser. Por tanto, la acción que abarca la existencia toda del consanguíneo y que tiene a éste por objeto y contenido -a él, y no al ciudadano pues éste no pertenece a la familia, ni al que debe llegar a ser ciudadano y dejar de valer así como este singular-, sino a él, a este singular perteneciente a la familia como una esencia universal, sustraída a la realidad sensible, es decir, singular, no afecta ya al vivo, sino al muerto, que, saliendo de la larga serie de su existencia dispersa, se concentra en una acabada configuración y se ha elevado de la inquietud de la vida contingente a la quietud de la universalidad simple. Por ser real y sustancial solamente como ciudadano, el singular, en tanto no es ciudadano y pertenece a la familia, es solamente la sombra irreal que se borra.

[c) La justificación del singular]

Esta universalidad a la que llega el singular como tal es el puro ser, la muerte; es el ser devenido natural inmediato, no el obrar de una conciencia. Es, por tanto, deber del miembro de familia añadir este lado, para que también su ser último, este ser universal, no pertenezca solamente a la naturaleza y permanezca algo no racional, sino sea algo obrado y se afirme en él el derecho de la conciencia. O más bien diríamos que, puesto que en verdad la quietud y la universalidad de la esencia consciente de sí misma no pertenece a la naturaleza, el sentido de la acción es más bien que se descarte la apariencia de tal obrar que la naturaleza se arroga y se restituya la verdad. Lo que la naturaleza tiene en este obrar es el lado con arreglo al cual su devenir hacia lo universal se presenta como el movimiento de algo que es. Es cierto que la misma naturaleza cae dentro de la comunidad ética y tiene ésta como fin; la muerte es el acabamiento y la suprema labor que el individuo como tal asume para ella. Pero, en tanto que el individuo es esencialmente singular, es contingente el que su muerte haya estado inmediatamente enlazada con su labor por lo universal y fuera resultado de ella; en parte, si la muerte era ese resultado, es la negatividad natural y el movimiento de lo singular como lo que es, en el cual la conciencia no retorna a sí misma y deviene autoconciencia, o bien, por cuanto que el movimiento de lo qué es es tal que lo que es superado y llega al ser para sí, la muerte es el lado del desdoblamiento en el que el ser para sí alcanzado es otro que lo que es que entraba en el movimiento. Puesto que la eticidad es el espíritu en su verdad inmediata, los lados en los que su conciencia se escinde caen también en esta forma de la inmediatez, y la singularidad pasa a esta negatividad abstracta, que, sin encontrar consuelo ni reconciliación en sí misma, tiene que recibirla esencialmente por medio de una acción real y exterior. La consanguinidad viene, pues, a complementar el movimiento natural abstracto añadiendo a él el movimiento de la conciencia, interrumpiendo la obra de la naturaleza y arrancando a la destrucción a los
consanguíneos o, mejor, porque la destrucción, su convertirse en ser puro es necesario, es por lo que asume el acto de la destrucción. De este modo acaece que también el ser muerto, el ser universal, devenga algo que ha retornado a sí mismo, un ser para sí, o que la pura singularidad singular carente de fuerza sea elevada a individualidad universal. El muerto, puesto que ha liberado su ser de su obrar o de su unidad negativa, es la singularidad vacía, solamente un pasivo ser para otro, entregado a merced de toda baja individualidad carente de razón y de las fuerzas de materias abstractas, a la primera por la vida que tiene, y a las segundas, que, por su naturaleza negativa, son ahora más poderosas que él. La familia aparta del muerto esta acción de la apetencia inconsciente y de las esencias abstractas que lo deshonra, pone su obrar en vez de aquélla y desposa al pariente con el seno de la tierra, con la imperecedera individualidad elemental; con ello, lo hace miembro de una comunidad que, más bien, domina y mantiene sujetas las fuerzas de las materias singulares y las bajas vitalidades que trataban de abatirse sobre el muerto y de destruirlo.

Este deber último es, pues, el que constituye la perfecta ley divina o la acción ética positiva hacia lo singular. Todo otro comportamiento hacia él que no se mantenga en el amor, sino que sea ética, pertenece a la ley humana y tiene la significación negativa de elevar a lo singular por sobre su inclusión en la comunidad natural a la que como real pertenece. Ahora bien, si ya el derecho humano tiene como su contenido y su potencia a la sustancia ética real consciente de sí, a todo el pueblo, mientras que el derecho y la ley divinos tienen a lo singular que está más allá de la realidad, lo singular no carece de potencia; su potencia es el abstracto universal puro, el individuo elemental, que, del mismo modo que es el fundamento de la individualidad, impulsa de nuevo hacia la pura abstracción, como hacia su esencia, a la individualidad que se desgaja del elemento y que constituye la realidad del pueblo consciente de sí. Cómo esta potencia se presenta en el pueblo mismo se desarrollará ulteriormente.

[2. El movimiento, en ambas leyes]

Ahora bien tanto en una ley como en otra hay también diferencias y grados. En efecto, puesto que ambas esencias tienen en ellas el momento de la conciencia, la diferencia se despliega dentro de ellas mismas; y esto es lo que constituye su movimiento y su vida peculiar. La consideración de estas diferencias indica el modo de la actividad y de la autoconciencia de ambas esencias universales del mundo ético, así como su conexión y el tránsito de la una a la otra.

[a) Gobierno, guerra, la potencia negativa]

La comunidad, la ley de arriba y que rige manifiestamente a la luz del sol tiene su vitalidad real en el gobierno, como aquello en que es individuo. El gobierno es el espíritu real reflejado en sí, el simple sí mismo de la sustancia ética total. Es cierto que esta fuerza simple permite a la esencia desplegarse en su estructuración y dar a cada parte subsistencia y ser para sí propio. El espíritu tiene en esto su realidad [Realität] o su ser allí, y la familia es el elemento de esta realidad [Realität]. Pero es, al mismo tiempo, la fuerza del todo que de nuevo reúne estas partes en el uno negativo les da el sentimiento de su dependencia y las mantiene en la conciencia de tener su vida solamente en el todo. La comunidad puede, pues, de una parte, organizarse en los sistemas de la independencia personal y de la propiedad, del derecho personal y del derecho real; y, asimismo, los modos del laborar para los fines primeramente singulares –los fines de la adquisición y el disfrute- pueden, por otra parte, estructurarse y hacerse independientes en agrupaciones propias. El espíritu de la agrupación universal es la simplicidad y la esencia negativa de estos sistemas que se aíslan. Para no dejarlos arraigar y consolidarse en este aislamiento, dejando con ello que el todo se desintegre y el espíritu se esfume, el gobierno tiene que sacudirlos de vez en cuando en su interior por medio de las guerras, infringiendo y confundiendo de ese modo su orden establecido y su derecho de independencia dando así con este trabajo que se les impone, a sentir a los individuos, que, adentrándose en eso, se desgajan del todo y tienden hacia el ser para sí inviolable y hacia la seguridad de la persona, que su dueño y señor es la muerte. Por medio de esta disolución de la forma de subsistir, el espíritu se defiende contra el hundimiento del ser allí ético en el ser allí natural y conserva y eleva el sí mismo de su conciencia a la libertad y a su fuerza. La esencia negativa se muestra como la potencia propiamente dicha de la comunidad y como la fuerza de su autoconservación; por tanto, la comunidad tiene la verdad y el reforzamiento de su potencia en la esencia de la ley divina y en el reino subterráneo.

[b) La relación ética entre hombre y mujer como hermano y hermana]

La ley divina que impera en la familia tiene igualmente, de su parte, diferencias dentro de sí, cuya relación constituye el movimiento vivo de su realidad. Pero, de las tres relaciones, la de marido y esposa, la de padres e hijos y la de hermano y hermana, la relación entre marido y esposa es, ante todo, el inmediato reconocerse de una conciencia en la otra y el reconocer del mutuo ser reconocido. Y, como se trata del reconocerse natural, no del ético, es solamente la representación y la imagen del espíritu, no el espíritu real mismo. Pero la representación o la imagen tiene su realidad en un otro que no es ella; por tanto, esta relación tiene su realidad, no en ella misma, sino en el hijo, en un otro cuyo devenir es la dicha relación y donde ella misma desaparece; y este cambio de generaciones que se desplazan unas a otras encuentra su subsistencia en el pueblo. La piedad mutua entre marido y esposa se halla mezclada, pues, con una relación natural y con la sensibilidad, y su relación no encuentra en ella misma su retorno a sí; lo mismo la segunda relación, la de la piedad mutua entre padres e hijos. La de los padres hacia los hijos se halla precisamente afectada por esta efusión, por la conciencia de tener su realidad en el otro y de ver el ser para sí devenir en él, sin poder recobrarlo, ya que sigue siendo una realidad extraña, propia -y la de los hijos hacia los padres a la inversa, con la efusión de tener el devenir de sí mismo o el en sí en un otro llamado a desaparecer y de alcanzar el ser para sí y la autoconciencia propia sólo a través de la separación del origen, separación en la cual esta fuente se ciega.

Estas dos relaciones permanecen dentro del tránsito y la desigualdad de los lados distribuidos entre ellas. Pero la relación sin mezcla es la que se da entre hermano y hermana. Ambos son la misma sangre, pero una sangre que ha alcanzado en ellos su quietud y su equilibrio. Por eso no se apetecen ni han dado y recibido este ser para sí el uno con respecto al otro, sino que son, entre sí, libres individualidades. Lo femenino tiene, por tanto, como hermana, el supremo presentimiento de la esencia ética; pero no llega a la conciencia ni a la realidad de ella porque la ley de la familia es la esencia que es en sí, la esencia interior, que no descansa en la luz de la conciencia, sino que sigue siendo un sentimiento interior y lo divino sustraído a la realidad. Lo femenino se halla vinculado a estos penates e intuye en ellos, en parte, su sustancia universal y, en parte, su singularidad, pero de tal modo que esta relación de la singularidad no sea, al mismo tiempo, la relación natural del placer. Ahora bien, como hija, la mujer tiene que ver a los padres desaparecer con un movimiento natural y una quietud ética, ya que sólo a costa de esta relación llega al ser para sí de que es capaz; por tanto, no intuye en sus padres su ser para sí de un modo positivo. Pero las relaciones de madre y esposa tienen la singularidad, en parte como algo natural perteneciente al placer, y en parte como algo negativo, que sólo ve en ello su propia desaparición; en parte, esta singularidad es precisamente por ello algo contingente que puede ser suplantada por otra. En la morada de la eticidad, no se trata de este marido o de este hijo, sino de un marido o de los hijos en general, y estas relaciones de la mujer no se basan en la sensación, sino en lo universal. La diferencia entre su eticidad y la del hombre consiste precisamente en que la mujer, en su determinación para la singularidad y en su placer permanece de un modo inmediato como universal y ajena a la singularidad de la apetencia; por el contrario, en el hombre estos dos lados se bifurcan y, al poseer como ciudadano la fuerza autoconsciente de la universalidad, adquiere con ello el derecho a la apetencia y conserva, al mismo tiempo, la libertad con respecto a ella. En tanto que en este comportamiento de la mujer se mezcla la singularidad su eticidad no es pura; en la medida en que lo es, la singularidad es indiferente y la mujer carece del momento de reconocerse en un otro como este sí mismo. Pero el hermano es para la hermana la esencia igual y quieta en general, su reconocimiento en él es puro y sin mezcla de relación natural; la indiferencia de la singularidad y la contingencia ética de ésta no se dan, por tanto, en esta relación, sino que el momento del sí mismo singular que reconoce y es reconocido puede afirmar aquí su derecho, pues se halla vinculado al equilibrio de la sangre y a la relación exenta de apetencia. Por eso la pérdida del hermano es irreparable para la hermana, y su deber hacia él el más alto de todos.


[c) El tránsito de ambos lados, la ley divina y la humana, de uno a otro]

Esta relación es, al mismo tiempo, el límite en que se disuelve la familia encerrada en sí y sale de sí misma. El hermano es el lado por el cual el espíritu de la familia deviene individualidad que se vuelve hacia otro y pasa a la conciencia de la universalidad. El hermano abandona esta eticidad inmediata, elemental y, por tanto, en rigor, negativa de la familia, para adquirir y hacer surgir la eticidad de sí misma, real.

El hermano pasa de la ley divina, en cuya esfera vivía, a la ley humana. Pero la hermana se convierte, o la esposa sigue siéndolo, en la directora de la casa y la guardadora de la ley divina. De este modo, ambos sexos se sobreponen a su esencia natural y se presentan en su significación ética, como diversidades que dividen entre ambos las diferencias que la sustancia ética se da. Estas dos esencias universales del mundo ético tienen, por ello, su individualidad determinada en autoconciencias naturalmente diferentes, porque el espíritu ético es la unidad inmediata de la sustancia con la autoconciencia; una inmediatez que se manifiesta, por tanto, por el lado de la realidad y de la diferencia al mismo tiempo, como el ser allí de una diferencia natural. Es aquel lado que en la figura de la individualidad real ante sí misma se mostraba en el concepto de la esencia espiritual como naturaleza originariamente determinada. Este momento pierde la indeterminabilidad que todavía tiene allí y la diversidad contingente de dotes y capacidades. Ahora, es la oposición determinada entre los dos sexos, cuya naturalidad cobra al mismo tiempo la significación de su destino ético.

La diferencia entre los sexos y cu contenido ético permanece, sin embargo, en la unidad de la sustancia, y su movimiento es cabalmente el devenir permanente de ésta. El marido es destacado a la comunidad por el espíritu familiar y encuentra en ella su esencia autoconsciente; así como la familia encuentra, así, en él su sustancia universal y su subsistencia, así la comunidad encuentra en la familia, a la inversa, el elemento formal de su realidad y en la ley divina su fuerza y su convalidación. Ninguna de las dos es por sí sola en y para sí; la ley humana parte en su movimiento vivo de la divina, la ley vigente sobre la tierra de la ley subterránea, lo consciente de lo inconsciente, la mediación de la inmediatez, y retorna, asimismo, al lugar de donde partió. La potencia subterránea, por el contrario, tiene su realidad sobre la tierra; deviene por medio de la conciencia ser allí y actividad.

[3. El mundo ético, como infinitud o totalidad]

Las esencias éticas universales son, por tanto, la sustancia como conciencia universal y esta sustancia como conciencia singular; tienen como realidad universal al pueblo y la familia, pero tienen como su sí mismo natural y como su individualidad actuante al hombre y la mujer. En este contenido del mundo ético vemos alcanzados los fines que se proponían las figuras precedentes y carentes de sustancia de la conciencia; lo que la razón aprehendía solamente como objeto ha devenido autoconciencia, y lo que ésta tenía solamente en ella misma se halla presente ahora como realidad verdadera. Lo que la observación sabía como algo encontrado, en lo que no participaba para nada el sí mismo, es aquí una costumbre encontrada, pero una realidad que es al mismo tiempo acción y obra de quien la encuentra. El singular, buscando el placer del goce de su singularidad, lo encuentra en la familia, y la necesidad en la que desaparece el placer es su propia autoconciencia como ciudadano de su pueblo; -o, en otras palabras, es esto, el saber, la ley del corazón, como la ley de todos los corazones, la conciencia del sí mismo como el orden universal reconocido; -es la virtud, que goza de los frutos de su sacrificio; produce aquello a lo que tiende, a saber, el destacar la esencia como presencia real, y su goce es esta vida universal. Finalmente, la conciencia de la cosa misma se satisface en la sustancia real, que contiene y mantiene de un modo positivo los momentos abstractos de aquella categoría vacía. Tiene en las potencias éticas un contenido verdadero que ha pasado a ocupar el puesto de los preceptos carentes de sustancia que la sana razón quería dar y conocer; -y, de este modo, posee una pauta de examen plena de contenido y determinada en ella misma; de examen, no de las leyes, sino de la conducta.

El todo es un equilibrio quieto de todas las partes, y cada parte un espíritu en su propio medio que no busca su satisfacción más allá de sí, sino que la posee en sí mismo, porque él mismo es en este equilibrio con el todo. Es cierto que este equilibrio sólo puede ser un equilibrio vivo por el hecho de que nace en el la desigualdad, que la justicia se encarga de reducir de nuevo a igualdad. Pero la justicia no es una esencia extraña, que se halle en el más allá ni la realidad indigna de ella de mutuos ardides, traiciones, ingratitudes, etc. que, a la manera de lo contingente carente de pensamiento ejecutara la sentencia como una conexión al margen de todo concepto y una acción o una omisión inconsciente; no, sino que, como justicia del derecho humano, que reduce a lo universal el ser para sí que se sale de su equilibrio, la independencia de los estamentos y los individuos, es el gobierno del pueblo, que es la individualidad presente ante sí de la esencia universal y la voluntad propia y autoconsciente de todos. Pero la justicia que reduce de nuevo a equilibrio a lo universal cuando se hace demasiado prepotente sobre lo singular, es asimismo el espíritu simple de lo que ha sufrido el desafuero -no escindido en lo que lo sufre y en una esencia situada en el más allá; ello mismo es la potencia subterránea, y es su Erinia la que se encarga de la venganza; pues su individualidad, su sangre, pervive en la casa; su sustancia tiene una realidad duradera. El desafuero que se le infiere al individuo en el reino de la eticidad consiste simplemente en esto, en que le acaece simplemente algo. La potencia que comete contra la conciencia este desafuero de hacer de ella una pura cosa, es la naturaleza, no es la universalidad de la comunidad, sino la universalidad abstracta del ser; y en la liquidación del desafuero sufrido, la singularidad no se dirige contra aquélla, de la que no ha padecido nada, sino contra ésta. La conciencia de la sangre del individuo redime este desafuero, como hemos visto, de tal modo que lo que ha acaecido se convierte más bien en una obra, para que el ser, lo último, sea también algo querido y, de este modo, algo gozoso.

El reino ético es, así, en su subsistir, un mundo inmaculado, cuya pureza no mancha ninguna escisión. Y, asimismo, su movimiento es un devenir quieto de una de las potencias de él en otra, de tal manera que cada una de ellas mantiene y produce por sí misma la otra. Las vemos, ciertamente, dividirse en dos esencias y en su realidad; pero su oposición es más bien la confirmación de la una por la otra y, allí donde entran en contacto de un modo inmediato como esencias reales, su término medio y su elemento es la compenetración inmediata de ellas. Uno de los extremos, el espíritu universal consciente de sí, se agrupa con el otro extremo, con su fuerza y su elemento, con el espíritu inconsciente, a través de la individualidad del hombre. La ley divina, por el contrario, tiene su individualización o el espíritu inconsciente de lo singular encuentra su ser allí en la mujer, a través de la cual como a través del medio emerge de su irrealidad a la realidad, de lo que no sabe ni es sabido al reino consciente. La unión del hombre y la mujer constituye el medio activo del todo y el elemento que, escindido en estos extremos de la ley divina y la ley humana, es asimismo su unión inmediata que hace de aquellos dos primeros silogismos el mismo silogismo y reúne en uno sólo los dos movimientos contrapuestos, el de la realidad descendiendo hasta la irrealidad -el de la ley humana que se organiza en miembros independientes, hasta descender al peligro y la prueba de la muerte-, y el de la ley subterránea, que asciende hacía la realidad de la luz del día y hacia el ser allí consciente; movimientos de los cuales aquél corresponde al hombre y éste a la mujer.

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