[l. Contradicción de esencia e individualidad]
Ahora bien, tal y como en este reino ético se halla constituida la oposición, así la autoconciencia no ha surgido todavía en su derecho como individualidad singular; en este reino, la individualidad singular vale, de un lado, solamente como voluntad universal y, de otro, como sangre de la familia; este singular sólo vale como la sombra irreal. Todavía no se ha producido ningún hecho; y el hecho es el sí mismo real. El hecho trastorna la organización quieta y el movimiento estable del mundo ético. Lo que en éste se manifiesta como orden y coincidencia de sus dos esencias, una de las cuales confirma y completa la otra pasa a ser con el hecho un tránsito de dos contrapuestos, en el que cada uno se demuestra más bien como la anulación de sí mismo y del otro que como su confirmación; deviene hacia el movimiento negativo o la eterna necesidad del terrible destino que devora en la sima de su simplicidad tanto a la ley divina como a la ley humana y a las dos autoconciencias en que estas potencias tienen su ser allí -y para nosotros pasa al absoluto ser para sí de la autoconciencia puramente singular.
El fundamento de que parte este movimiento y sobre el cual procede es el reino de la eticidad; pero la actividad de este movimiento es la autoconciencia. Como conciencia ética, es la simple tendencia pura hacía la esencialidad ética, o el deber. No hay en ella nada arbitrario y tampoco ninguna lucha, ninguna indecisión, ya que se ha abandonado el estatuir leyes y el examinarlas, sino que la esencialidad ética es para ella lo inmediato, lo inquebrantable y lo exento de contradicción. No se da, por tanto, el lamentable espectáculo de encontrarse metidos en un conflicto de pasión y deber, ni tampoco el espectáculo cómico de una colisión entre varios deberes, colisión que es, en cuanto a su contenido, la misma que el conflicto entre el deber y la pasión; pues la pasión es también capaz de representarse como deber, porque el deber, cuando la conciencia se retrotrae a sí misma de su esencialidad sustancial inmediata se convierte en el universal formal al que, como más arriba veíamos, se adapta igualmente bien todo contenido. Ahora bien, la colisión de deberes es cómica porque expresa la contradicción, a saber, la contradicción entre un absoluto contrapuesto, que es, por tanto, absoluto, y, de un modo inmediato, la nulidad de este llamado absoluto o deber. Pero la conciencia ética sabe lo que tiene que hacer; y está decidida a pertenecer ya a la ley divina ya a la ley humana. Esta inmediatez de su decisión es un ser en sí y tiene, al mismo tiempo, por tanto, como hemos visto, la significación de un ser natural; la naturaleza, y no lo contingente de las circunstancias o de la opción, asigna a un sexo a una de las leyes y al otro a la otra -o, a la inversa, las dos potencias éticas se dan ellas mismas en los dos sexos su ser allí individual y su realización.
Ahora, por el hecho de que, de una parte, la eticidad consiste esencialmente en esta decisión inmediata y de que por tanto para la conciencia sólo una de las leyes es la esencia y de que, de otra parte, las potencias éticas son reales en el sí mismo de la conciencia, adquieren la significación de excluirse y de ser contrapuestas la una a la otra -en la autoconciencia son, para sí, como en el reino ético son solamente en sí. La conciencia ética, por estar decidida por una de ellas, es esencialmente carácter; la esencialidad igual de ambas no es para ella; la oposición se manifiesta, por tanto, como una colisión desventurada del deber solamente con la realidad carente de derecho. La conciencia ética es como autoconciencia en esta oposición, y, como tal, tiende al mismo tiempo a someter por la fuerza esta realidad contrapuesta a la ley a que ella pertenece o a engañarla. Como sólo ve el derecho en uno de los lados y el desafuero en el otro, de las dos conciencias aquella que pertenece a la ley divina sólo contempla en el otro lado un lado de fuerza humano y contingente; y, por su parte, la que corresponde a la ley humana ve en el otro la tozudez y la desobediencia del ser para sí interior; pues las órdenes emanadas del gobierno son el sentido público universal expuesto a la luz del día, mientras que la voluntad de la otra ley es el sentido subterráneo, recatado en lo interior, que en su ser allí se manifiesta como voluntad de la singularidad y que, en contradicción con la primera es el delito.
Nace así en la conciencia la oposición entre lo sabido y lo no sabido, como en la sustancia la que media entre lo consciente y lo no consciente; y el derecho absoluto de la autoconciencia ética entra en conflicto con el derecho divino de la esencia. Para la autoconciencia, como conciencia, la realidad objetiva como tal tiene esencia; pero, con arreglo a su sustancia, la autoconciencia es la unidad de sí y de este contrapuesto; y la autoconciencia ética es la conciencia de la sustancia; el objeto, como lo contrapuesto a la autoconciencia, ha perdido totalmente con ello la significación de tener una esencia para sí. Así como han desaparecido desde hace mucho tiempo las esferas en que el objeto era solamente una cosa, han desaparecido también estas esferas en que la conciencia afianza algo por sí misma, convirtiendo un objeto singular en esencia. Frente a esta unilateralidad tiene la realidad una fuerza propia; se alía con la verdad contra la conciencia y presenta ante ésta lo que es la verdad. Pero la conciencia ética ha bebido en la copa de la sustancia absoluta el olvido de toda la unilateralidad del ser para sí, de sus fines y de sus conceptos peculiares, ahogando así en estas aguas de la laguna Estigia, al mismo tiempo, toda esencialidad propia y toda significación independiente de la realidad objetiva. Por tanto, su derecho absoluto consiste en que, obrando con arreglo a la ley ética, no encuentre en esta realización otra cosa que no sea el cumplimiento de esta ley misma y en que el acto mismo no muestre sino lo que es el obrar ético. Lo ético, como la esencia absoluta y la potencia absoluta al mismo tiempo, no puede tolerar ninguna inversión de su contenido. Si sólo fuese la esencia absoluta sin la potencia podría experimentar una inversión a través de la individualidad; pero ésta, como conciencia ética, ha renunciado a esta inversión, al abandonar el unilateral ser para sí; del mismo modo que, a la inversa, la mera potencia sería invertida por la esencia si aquélla siguiera siendo un tal ser para sí. En virtud de esta unidad, es la individualidad forma pura de la sustancia que es el contenido, y el obrar es el tránsito desde el pensamiento hasta la realidad, solamente como el movimiento de una oposición carente de esencia, cuyos momentos no poseen un contenido y una esencialidad particulares, distintos entre sí. El derecho absoluto de la conciencia ética consiste, por tanto, en que la acción, la figura de su realidad no sea sino aquello que esa conciencia sabe.
[2. Oposiciones de la conducta ética]
Pero la esencia ética se ha escindido ella misma en dos leyes, y la conciencia, como comportamiento indiviso ante la ley, se halla asignada solamente a una. Y así como esta conciencia simple hace hincapié en el derecho absoluto de que la esencia se manifieste ante ella, como conciencia ética, tal y como es en sí, esta esencia insiste en el derecho de su realidad [Realität] o en el de ser doble. Pero, al mismo tiempo, este derecho de la esencia no se enfrenta al derecho de la autoconciencia como si residiera en cualquiera otra parte, sino que es la esencia propia de la autoconciencia; solamente en eso posee su ser allí y su potencia, y su oposición es el. acto de la autoconciencia. En efecto, ésta, al ser precisamente como sí misma y proceder a obrar, se eleva por sobre la inmediatez simple, y pone ella misma su desdoblamiento. Abandona con la acción la determinabilidad de lo ético de ser la certeza simple de la verdad inmediata y pone en sí como lo activo la separación de sí misma, y en la realidad opuesta, que es para ella una realidad negativa. Así, pues, la autoconciencia se convierte por la acción en culpa. Pues la culpa es su obrar, y el obrar su esencia más propia; y la culpa adquiere también la significación del delito, pues, como conciencia ética simple se ha vuelto hacia una ley y renunciado a la otra, infringiendo ésta con sus actos. La culpa no es la esencia indiferente, de doble sentido, según la cual el acto, tal y como realmente aparece a la luz del día, pueda ser o no ser el obrar de sí misma, como si con el acto pudiera entrelazarse algo exterior y contingente que no pertenezca al obrar, de tal modo que, desde este punto de vista, el obrar fuese, por tanto, inocente. Por el contrario, el obrar es él mismo este desdoblamiento, que consiste en ponerse para sí y en poner frente a esto una realidad exterior extraña; el que esta realidad sea depende de la acción misma y es por medio de ella. Por tanto, sólo es inocente el no obrar, como el ser de una piedra, pero no lo es ni siquiera el ser de un niño. Pero, por el contenido, la acción ética lleva en ella el momento del delito, porque no supera la distribución natural de las dos leyes entre los dos sexos, sino que, más bien, como orientación no desdoblada hacia la ley, permanece dentro de la inmediatez natural y, como obrar, convierte en culpa esta unilateralidad de captar solamente uno de los lados de la esencia, comportándose negativamente ante el otro, es decir, infringiéndolo. Más adelante expondremos de un modo más preciso el lugar que en la vida ética universal ocupan la culpa y el delito, el obrar y la acción; inmediatamente se ve claro, sin embargo, que no es este singular el que obra y es culpable, pues él, como este sí mismo sólo es la sombra irreal, o, dicho de otro modo, sólo es como sí mismo universal, y la individualidad es puramente el momento formal del obrar en general, y el contenido son las leyes y costumbres y, determinado para el singular, las de su estamento; el singular es la sustancia como género, a la que su determinabilidad convierte, ciertamente, en especie, pero la especie sigue siendo, al mismo tiempo, lo universal del género. Dentro del pueblo, la autoconciencia sólo desciende de lo universal a lo particular, pero no hasta la individualidad singular, que en su obrar pone un sí mismo exclusivo, una realidad negativa con respecto a sí, sino que lo que sirve de fundamento a sus actos es la segura confianza en el todo, en la que no se inmiscuye nada extraño, ningún temor y ninguna hostilidad.
La autoconciencia ética experimenta ahora en sus actos la naturaleza desarrollada de la acción real, tanto cuando se entrega a la ley divina como a la ley humana. La ley manifiesta para ella se halla enlazada en su esencia con la ley contrapuesta; la esencia es la unidad de ambas; pero la acción sólo lleva a cabo una de ellas en contra de la otra. Ahora bien, como se halla entrelazada con ésta en la esencia, el cumplimiento de la una suscita el de la otra, y lo suscita como una esencia infringida y ahora hostil, que clama venganza. Ante la acción sólo aparece a la luz del día uno de los lados de la decisión en general; pero la decisión es en sí lo negativo, a lo que se enfrenta un otro, extraño para ella, que es el saber. Por tanto, la realidad mantiene oculto en sí el otro lado extraño al saber y no se muestra a la conciencia tal y como es en y para sí -ante el hijo no se muestra el padre en quien lo ha ultrajado y a quien mata-, no se muestra la madre en la reina a quien toma por esposa. Ante la autoconciencia ética acecha, de este modo, una potencia tenebrosa que sólo irrumpe una vez consumado el hecho y que sorprende in fraganti a la autoconciencia; pues el hecho consumado es la oposición superada del sí mismo que sabe y de la realidad que se enfrenta a él. Lo que obra no puede negar el crimen y su culpa; el hecho consiste en poner en movimiento lo inmóvil, en hacer que brote lo que de momento se halla encerrado solamente en la posibilidad, enlazando con ello lo inconsciente a lo consciente, lo que no es al ser. En esta verdad surge, pues, el hecho a la luz del sol; surge, como algo en que lo consciente se conjuga con lo inconsciente, lo propio con lo extraño, con la esencia desdoblada cuyo otro lado experimenta la conciencia, experimentándolo también como el lado suyo, pero como la potencia infringida por ella y convertida en su enemiga.
Puede ocurrir que el derecho, que se mantenía al acecho, no se haga presente en su figura peculiar para la conciencia actuante, sino solamente en sí, en la culpabilidad interior de la decisión y de la acción. Pero la conciencia ética es una conciencia más completa y su culpa más pura si conoce previamente la ley y la potencia a las que se enfrenta, si las toma como violencia y desafuero, como una contingencia ética y comete el delito a sabiendas, como Antígona. El hecho consumado invierte el punto de vista de la conciencia; su consumación expresa por sí misma que lo que es ético debe ser real, pues la realidad del fin es el fin del obrar. El obrar expresa cabalmente la unidad de la realidad y la sustancia, expresa que la realidad no es para la esencia algo contingente, sino que, unida a ella, no se deja guiar por ningún derecho que no sea un derecho verdadero. La conciencia ética debe, en virtud de esta realidad y de su obrar, reconocer lo contrapuesto a ella como realidad suya, debe reconocer su culpa:
"Porque sufrimos, reconocemos haber obrado mal" *
* Sófocles, Antígona, v. 926.
* Sófocles, Antígona, v. 926.
Este reconocimiento expresa la dualidad superada del fin ético y de la realidad, expresa el retorno a la disposición ética, que sabe que sólo rige el derecho. Pero, con ello, lo que obra renuncia a su carácter y a la realidad de su sí mismo y ha perecido. Su ser consiste en pertenecer a esta ley, a su ley ética, como a su sustancia; y al reconocer lo contrapuesto, esto ha dejado de ser la sustancia para él; y, en vez de su realidad, ha alcanzado la irrealidad, la disposición. Es cierto que la sustancia se manifiesta en la individualidad como el pathos de ésta, y la individualidad como lo que la anima y se halla, por tanto, por encima de ella; pero es un pathos que es al mismo tiempo su carácter; la individualidad ética forma de un modo inmediato y en sí una unidad con este su universal, sólo tiene su existencia en él y no puede sobrevivir al declinar que esta potencia ética sufre por obra de la opuesta a ella.
Pero tiene, al mismo tiempo, la certeza de que aquella individualidad cuyo pathos es esta potencia contrapuesta no sufre mayor daño que el que ella ha inferido. El movimiento de las potencias éticas la una con respecto a la otra y el de las individualidades que las ponen en vida y en acción sólo consigue su verdadero término cuando ambos lados experimentan el mismo declinar. En efecto, ninguna de las dos potencias tiene sobre la otra una ventaja que le permita ser un momento más esencial de la sustancia. La misma esencialidad y la subsistencia indiferente de ambas, una al lado de la otra, es su ser privado del sí mismo; en la acción, son como esencias que poseen un sí mismo, pero un sí mismo diferente, lo que contradice a la unidad del sí mismo y constituye su carencia de derecho y su necesario declinar. Asimismo, el carácter, si de una parte, por su pathos o su sustancia solamente pertenece a una de las potencias, de otra parte, vista la cosa por el lado del saber; tanto el uno como el otro se desdoblan en algo consciente y algo inconsciente; y, como cada uno de ellos provoca él mismo esta contraposición y el no saber es también, por su acción, obra suya, se pone en la culpa que lo devora. La victoria de una de las potencias y de su carácter y la derrota del otro lado serían, pues, solamente la parte y la obra incompleta, que avanza incesantemente hacia el equilibrio entre ambas. Solamente cuando ambos lados se someten por igual se cumple el derecho absoluto y surge la sustancia ética, como la potencia negativa que absorbe a ambos lados o como el destino omnipotente y justo.
[3. Disolución de la esencia ética]
Si se toman las dos potencias con arreglo a su contenido determinado y a su individualización, la imagen de su conflicto configurado se ofrece conforme a su lado formal como el conflicto de la eticidad y la autoconciencia con la naturaleza no consciente y con una contingencia presente por medio de ella -esta contingencia tiene un derecho contra la autoconciencia porque ésta sólo es el espíritu verdadero, sólo es en unidad inmediata con su sustancia y, visto por el lado de su contenido, se presenta como la dualidad de la ley divina y la ley humana. El muchacho sale de la esencia inconsciente, del espíritu familiar, y deviene la individualidad de la comunidad; pero sigue perteneciendo todavía a la naturaleza a la que se sustrae, como lo demuestra el hecho de que surge en la contingencia entre dos hermanos, que se apoderan ambos con igual derecho de la comunidad; la desigualdad del nacimiento anterior o posterior, como diferencia natural, no tiene significación alguna para ellos, que entran en la esencia ética. Pero el gobierno, como el alma simple o el sí mismo del espíritu del pueblo, no es compatible con una dualidad de la individualidad; y a la necesidad ética de esta unidad se contrapone la naturaleza como el caso de la pluralidad. De ahí que los dos hermanos no integren una unidad, y su igual derecho al poder los destruye a ambos, que se hallan por igual fuera del derecho. Vista la cosa de un modo humano, ha delinquido quien, privado de posesión, ataca a la comunidad al frente de la cual se hallaba el otro; y, por el contrario, tiene a su lado el derecho el que ha sabido considerar al otro solamente como singular, separado de la comunidad y lo ha expulsado a esta impotencia; sólo ha tocado al individuo como tal, pero no a la comunidad, a la esencia del derecho humano. La comunidad atacada y defendida por la singularidad vacía se mantiene, y ambos hermanos perecen mutuamente, el uno por medio del otro; pues la individualidad que vincula a su ser para sí el peligro del todo se ha excluido ella misma de la comunidad y se disuelve en sí. La comunidad honrará a quien estuvo a su lado; en cambio, el gobierno, que es la simplicidad restaurada del sí mismo de la comunidad, castigará, privándolo de los últimos honores, al otro, al que ya sobre los muros pronunció su destrucción; quien ha venido a atentar contra el supremo espíritu de la conciencia, el de la comunidad, debe ser despojado del honor de toda su esencia ya consumada, del honor que corresponde al espíritu que ha fenecido.
Pero si lo universal rechaza así, fácilmente, la pura cúspide de su pirámide y obtiene la victoria sobre el principio sublevado de la singularidad, la familia, con ello no hace más que entrar en lucha con la ley divina, el espíritu consciente de sí mismo, entra en lucha con el espíritu carente de conciencia; pues éste es la otra potencia esencial y que aquél, por tanto, no puede destruir, sino solamente ofender. Sin embargo, contra la ley que dispone de la fuerza a la luz del día, sólo puede encontrar una ayuda real en la sombra exangüe. Como ley de la debilidad y de la oscuridad, empieza sucumbiendo, por tanto, ante la ley de la luz y de la fuerza, pues aquel poder sólo vale debajo, y no sobre la tierra. Pero lo real, que ha privado de sus honores y de su potencia a lo interior, ha devorado con ello su esencia. El espíritu manifiesto tiene la raíz de su fuerza en el mundo subterráneo; la certeza del pueblo, segura de sí misma y que se asegura tiene la verdad de su juramento, que vincula a todos en uno solamente en la sustancia carente de conciencia y muda de todos, en las aguas del olvido. Con ello, la consumación del espíritu manifiesto se transforma en lo contrario y este espíritu experimenta que su supremo derecho es el supremo desafuero, que su victoria es más bien su propio declinar. El muerto cuyo derecho ha sido atropellado sabe, por ello, encontrar instrumentos para su venganza, que tienen la misma realidad y la misma fuerza que la potencia que lo ha atropellado. Estas potencias son otras comunidades, cuyos altares han manchado los perros y los pájaros con el cadáver que no ha sido elevado por la restitución que le es debida al individuo elemental a la universalidad carente de conciencia, sino que ha permanecido sobre la tierra en el reino de la realidad y que alcanza ahora una universalidad real autoconsciente como la fuerza de la ley divina. Estas fuerzas se convierten ahora en fuerzas hostiles y destruyen la comunidad que ha deshonrado y quebrantado su fuerza, la piedad familiar.
En esta representación, el movimiento de la ley humana y de la ley divina tiene la expresión de su necesidad en individuos en quienes lo universal aparece como un pathos y la actividad del movimiento como un obrar individual, que da la apariencia de lo contingente a la necesidad de dicho movimiento. Pero la individualidad y el obrar constituyen el principio de la singularidad en general, principio que en su pura universalidad ha sido llamado la ley divina interior.
Esta ley, como momento de la comunidad manifiesta, no sólo tiene aquella eficacia subterránea o exterior en su ser allí, sino un ser allí y un movimiento igualmente manifiestos y reales en la realidad del pueblo. Tomado bajo esta forma, cobra otro aspecto lo que había sido representado como movimiento simple del pathos individualizado, y el delito y la destrucción de la comunidad que de él depende adquieren la forma peculiar de su ser allí. Por tanto, la ley humana en su ser allí universal, la comunidad, en su actuación en general la virilidad y en su actuación real el gobierno, es, se mueve y se mantiene devorando en sí la particularización de los penates o la singularización independiente en las familias, presididas por la feminidad, para disolverlas en la continuidad de su fluidez. Pero la familia es, al mismo tiempo y en general su elemento, el fundamento universal que imprime actividad a la conciencia singular. Mientras que la comunidad sólo subsiste mediante el quebrantamiento de la dicha familiar y la disolución de la autoconciencia en autoconciencia universal, se crea su enemigo interior en lo que oprime y que es, al mismo tiempo, esencial para ella, en la feminidad en general. Esta feminidad -la eterna ironía de la comunidad- altera por medio de la intriga el fin universal del gobierno en un fin privado, transforma su actividad universal en una obra de este individuo determinado e invierte la propiedad universal del Estado, haciendo de ella el patrimonio y el oropel de la familia. De este modo, la severa sabiduría de la edad madura, que, muerta para la singularidad, para el placer y el goce, lo mismo que para la actividad real, sólo piensa en lo universal y se preocupa de ello, pasa a ser un objeto de burla para la petulancia de la juventud sin madurez y de desprecio para su entusiasmo y eleva en general a lo que vale el vigor de la juventud, al hijo en quien la madre ha traído al mundo a su señor, al hermano en el que tiene la hermana al hombre como su igual, al joven por medio del cual adquiere la hija, sustraída a su dependencia, el goce y la dignidad de la esposa. Pero la comunidad sólo puede mantenerse reprimiendo este espíritu de la singularidad y, siendo este espíritu un momento esencial, la comunidad lo engendra también, y lo engendra precisamente mediante su actitud represiva frente a él, como un principio hostil. Sin embargo, éste, que, al separarse del fin universal, es solamente algo malo y nulo en sí, nada podría, si la comunidad misma no reconociese como la fuerza del todo el vigor de la juventud, la virilidad, que, no madura, se halla todavía dentro de la singularidad. En efecto, la comunidad es un pueblo, ella misma es individualidad y sólo es esencialmente para sí por el hecho de que otras individualidades son para ella, de que ella las excluye de sí y se sabe independiente de ellas. El lado negativo de la comunidad, reprimiendo hacia adentro la singularización de los individuos, pero actuando por sí misma hacia afuera, tiene sus armas en la individualidad. La guerra es el espíritu y la forma en que se hace presente en su realidad y en su actuación el momento esencial de la sustancia ética, la absoluta libertad de la esencia ética autónoma con respecto a todo ser allí. Mientras que, de una parte, la guerra hace sentir a los sistemas singulares de la propiedad y de la independencia personal, así como a la personalidad singular misma, la fuerza de lo negativo, en ella esta esencia negativa precisamente se eleva, de otra parte, como lo que mantiene al todo; ahora, sale a la luz del día y es lo que vale el muchacho valeroso en el que encuentra su goce la feminidad y en el que se reprime el principio de la corrupción. Ahora, es la fuerza natural y lo que aparece como lo contingente de la dicha lo que decide acerca del ser allí de la esencia ética y acerca de la necesidad espiritual; como el ser allí de la esencia ética descansa sobre el vigor y la dicha, está ya decidido que aquélla se ha ido a pique. Y así como antes se habían ido a pique solamente los penates en el espíritu del pueblo, ahora los espíritus del pueblo vivos se van a pique, por medio de su individualidad, en una comunidad universal cuya universalidad simple es carente de espíritu y muerta y cuya vitalidad es el individuo singular, como singular. La figura ética del espíritu ha desaparecido, y pasa otra a ocupar su lugar.
Por tanto, este declinar de la sustancia ética y su transición a otra figura se hallan determinados por el hecho de que la conciencia ética se orienta hacia la ley de un modo esencialmente inmediato; en esta determinación de la inmediatez va implícito el que la naturaleza en general entra en la acción de la eticidad. Su realidad patentiza solamente la contradicción y el germen de la corrupción que tienen la bella armonía y el quieto equilibrio del espíritu ético precisamente en esta quietud y en esta belleza, pues la inmediatez tiene la contradictoria significación de ser la quietud inconsciente de la naturaleza y la inquieta quietud autoconsciente del espíritu. Por virtud de esta naturalidad, es en general este pueblo ético una individualidad determinada por la naturaleza y por ende limitada y que encuentra, por tanto, su superación en otro. Pero, por cuanto que esta determinabilidad -que, puesta en el ser allí, es limitación, pero asimismo lo negativo en general y el sí mismo de la individualidad- desaparece, se ha perdido la vida del espíritu y esta sustancia que en todos es consciente de sí misma. La sustancia surge en ellos como una universalidad formal, ya no es intrínseca a ellos como espíritu vivo, sino que la reciedumbre simple de su individualidad se ha desperdiciado en una serie de puntos.
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