a. El reino animal del espíritu y el engaño, o la cosa misma
Esta individualidad en sí real sigue siendo, ante todo, una individualidad singular y determinada; la realidad absoluta como la que se sabe es, por tanto, tal como ella es consciente de sí, la realidad universal abstracta, que, sin cumplimiento y sin contenido, es solamente el pensamiento vacío de esta categoría. Debemos ver ahora cómo este concepto de la individualidad en sí misma real se determina en sus momentos y cómo le entra en la conciencia su concepto de ella misma.
[1. El concepto de la individualidad, como individualidad real]
El concepto de esta individualidad, como ella en tanto que tal es para sí misma toda la realidad, es primeramente resultado; la individualidad no ha presentado aun su movimiento y su realidad [Realität] y es puesta aquí de modo inmediato como simple ser en sí. Pero la negatividad, que es lo mismo que se manifiesta como movimiento, es en el simple en sí como determinabilidad; y el ser o el simple en sí deviene un determinado ámbito. La individualidad aparece, por tanto, como naturaleza originaria determinada, -como naturaleza originaria, porque es en sí, y como originaria determinada, porque lo negativo es en el en sí, y esto es por ello una cualidad. Sin embargo, esta limitación del ser no puede limitar la acción de la conciencia, pues ésta es aquí un perfecto relacionarse consigo misma; la relación con otro, que sería la limitación de la misma conciencia es superada. La determinabilidad originaria de la naturaleza es, por tanto, solamente principio simple, -un elemento universal transparente en el que la individualidad permanece libre e igual a sí misma, del mismo modo que despliega allí sin entorpecimiento sus diferencias y es pura relación mutua consigo misma en su realización. Lo mismo ocurre con la vida animal indeterminada, que infunde su hálito de vida, digamos, al elemento del agua, del aire o de la tierra y, en ellos, a su vez, a principios más determinados, imbuyendo en ellos todos sus momentos, pero manteniéndolos en su poder a despecho de aquella limitación del elemento y manteniéndose a sí misma en su uno, con lo que sigue siendo, en tanto que esta organización particular, la misma vida animal universal.
Esta naturaleza determinada originaria de la conciencia, en ella libre y totalmente permanente, se manifiesta como el contenido inmediato y el único propio de lo que para el individuo es el fin; es, ciertamente un contenido determinado, pero en general sólo es contenido en tanto que consideramos aisladamente el ser en sí; pero, en verdad, es la realidad [Realität] penetrada por la individualidad, la realidad tal como la conciencia, como singular, la tiene en ella misma y que se pone primeramente como lo que es y no todavía como lo que actúa. Sin embargo, para el obrar aquella determinabilidad, de una parte, no es una limitación que trate de sobrepasar porque, considerada como cualidad que es, es el simple color del elemento en que se mueve; y, de otra parte, la negatividad sólo es determinabilidad en el ser; pero el obrar no es en sí mismo otra cosa que la negatividad; por tanto, en la individualidad que actúa la negatividad se disuelve en la negatividad en general o en el conjunto de toda determinabilidad.
Ahora bien, la naturaleza simple originaria se torna, en el obrar en la conciencia del obrar, en la diferencia que a éste corresponde. Se halla presente primeramente como objeto, y precisamente como objeto perteneciente todavía a la conciencia, como fin, contrapuesto de este modo a una realidad presente. El otro momento es el movimiento del fin representado como en quietud, la realización como la relación del fin con la realidad totalmente formal y, con ella, la representación del tránsito mismo, o el medio. Finalmente, el tercer momento es el objeto, tal como no es ya el fin del que quien obra es consciente de un modo inmediato como de su fin, sino tal como es objeto fuera de él y para él como un otro. Pero estos distintos lados deben retenerse, según el concepto de esta esfera, de tal modo que el contenido permanezca en ellos el mismo y no se introduzca en ellos diferencia alguna, ni entre la individualidad y el ser en general, ni entre el fin y la individualidad como naturaleza originaria, o la realidad presente, ni tampoco entre el medio y el fin absoluto ni entre la realidad efectuada y el fin o la naturaleza originaria, o el medio.
Par tanto, en primer lugar, la naturaleza originariamente determinada de la individualidad, su esencia inmediata, no se pone todavía como lo que obra, y se llama entonces particular capacidad, talento, carácter, etc. Esta coloración peculiar del espíritu debe considerarse como el único contenido del fin mismo y única y exclusivamente como la realidad [Realität]. Si nos representásemos la conciencia como algo que va más allá de esto y que pretende llevar a la realidad otro contenido, nos la representaríamos como una nada trabajando hacia la nada. Además, esta esencia originaria no es solamente contenido del fin, sino que es también, en sí, la realidad, que se manifiesta por lo demás como la materia dada del obrar, como la realidad encontrada y que debe plasmarse en el obrar. El obrar sólo es, en efecto, una pura traducción de la forma del ser todavía no presentado a la del ser presentado; el ser en sí de aquella realidad contrapuesta a la conciencia ha descendido a una mera apariencia vacía. Esta conciencia, al determinarse a obrar, no se deja, por tanto, inducir a error por la apariencia de la realidad presente y, del mismo modo, debe concentrarse en el contenido originario de su esencia, en vez de dar vanas vueltas en torno a pensamientos y fines vacíos. Ciertamente que este contenido originario sólo es para la conciencia en tanto que ésta lo ha realizado; pero ha desaparecido la diferencia entre algo que es para la conciencia solamente dentro de sí y una realidad que es fuera de ella. Sólo que para que sea para la conciencia lo que ello es en sí debe obrar, lo que vale tanto como decir que el obrar es precisamente el devenir del espíritu como conciencia. Lo que ella es en sí lo sabe, pues, por su realidad. Por tanto, el individuo no puede saber lo que es antes de traducirse en realidad mediante la acción. Parece, pues, según esto, que no pueda determinar el fin de su obrar antes de haber obrado; pero, al mismo tiempo, siendo conciencia, debe tener ante sí previamente el obrar como algo totalmente suyo, es decir, como fin. El individuo que se dispone a obrar parece encontrarse, por tanto, en un círculo en el que todo momento presupone ya el otro, sin poder encontrar, de este modo, un comienzo, ya que sólo aprende a conocer su esencia originaria, que debe ser su fin por el obrar, pero para obrar necesita tener ante sí, previamente, el fin. Precisamente para ella debe comenzar de un modo inmediato y pasar a la actividad bajo cualesquiera circunstancias, sin seguirse preocupando para nada del comienzo, el medio ni el final, pues su esencia y su naturaleza que es en sí lo es todo conjuntamente, comienzo, media y final. Como comienzo, se halla presente en las circunstancias de la acción; y el interés que el individuo encuentra en algo es la respuesta ya dada a la pregunta de si hay algo que hacer aquí, y qué. En efecto, lo que parece ser una realidad previamente encontrada es en sí su naturaleza originaria, que sólo tiene la apariencia de un ser -una apariencia que radica en el concepto del obrar que se desdobla, pero que se proclama como su naturaleza originaria en el interés que encuentra en ella. Y asimismo el cómo o el medio es determinado en y para sí. Y el talento no es, igualmente, otra cosa que la determinada individualidad originaria, considerada como medio interior o como el tránsito del fin a la realidad. Pero el medio real y el tránsito real son la unidad del talento y de la naturaleza de la cosa presente en el interés; aquél presenta en el medio el lado del obrar, éste el lado del contenido, y ambos son la individualidad misma, como compenetración del ser y del obrar. Por tanto, lo que se halla presente son las circunstancias previamente encontradas, que son en sí la naturaleza originaria del individuo; en segundo lugar, el interés que aquélla pone precisamente como lo suyo o como fin y, por último, la conexión y superación de esta oposición en el medio. Esta conexión cae todavía por sí misma dentro de la conciencia y el todo que acabamos de considerar es un lado de esta oposición. Esta apariencia de contraposición que aun subsiste es superada por el tránsito mismo o por el medio; -pues es la unidad de lo exterior y lo interior, lo contrario de la determinabilidad que tiene como medio interior; la supera, por tanta, y se pone a sí, es decir, esta unidad del obrar y del ser, asimismo como exterior, como la individualidad misma convertida en real, o sea como la individualidad puesta para sí misma como lo que es. De este modo, el obrar todo no brota de sí mismo ni como las circunstancias, ni como el fin, ni como el medio, ni como la obra.
Pero, con la obra parece introducirse la diferencia en cuanto a las naturalezas originarias; la obra es, como la naturaleza originaria que expresa, algo determinado; pues cuando el obrar la abandona y deja libre como realidad que es, se da en ella la negatividad en tanto que cualidad. Y la conciencia se determina, frente a ella, como lo que tiene en sí la determinabilidad como negatividad en general, como el obrar; es, por tanto, lo universal con respecto a aquella determinabilidad de la obra y puede, por tanto, ser comparada con otras y, partiendo de aquí, captar las individualidades mismas como diversas; puede captar al individuo que trasciende más ampliamente a su obra, bien como una energía más poderosa de la voluntad, bien como una naturaleza más rica, es decir, como una naturaleza cuya originaria determinabilidad es más limitada y otra, por el contrario, como una naturaleza más débil y más pobre.
Frente a esta diferencia no esencial de magnitud, lo bueno y lo malo expresarían una diferencia absoluta; pero ésta no encuentra lugar aquí. Lo que se tomaría de un modo o de otro es del mismo modo un hacer y un obrar, el presentarse y el expresarse de una individualidad y, por consiguiente, todo será bueno y no podría decirse, propiamente hablando, qué debería ser lo malo. Lo que se llamaría una obra mala es la vida individual de una naturaleza determinada, que se realiza en ella; y sólo se convertiría y corrompería en una obra mala mediante el pensamiento comparativo, el cual, sin embargo, es algo vacío, porque va más allá de la esencia de la obra, que consiste en ser un expresarse de la individualidad que, fuera de esto, no se sabe lo que busca y postula en ella. Dicho pensamiento sólo podría afectar a la diferencia antes señalada; pero ésta es en sí, como diferencia de magnitud, una diferencia no esencial, que aquí es una diferencia determinada por el hecho de que serían comparadas entre sí diferentes obras o individualidades, pero éstas son indiferentes entre sí; cada una de ellas se refiere únicamente a sí misma. La naturaleza originaria es solamente el en sí o lo que podría tomarse como base en tanto que pauta de enjuiciamiento de la obra, y viceversa; pero ambas cosas se corresponden entre sí, para la individualidad no hay nada que no sea por ella o, lo que es lo mismo, no hay ninguna realidad que no sea su naturaleza y su obrar, y ningún obrar ni en sí de la individualidad que no sea real, y solamente estos momentos admiten comparación.
Aquí, no hay, pues, margen ni para exaltarse ni para lamentarse o arrepentirse; pues todo esto proviene del pensamiento que se imagina ser otro contenido y otro en sí que la naturaleza originaria del individuo y su desarrollo presente en la realidad. Sea lo que fuere lo que haga y lo que le ocurra, lo hará él y será él mismo; el individuo sólo puede tener la conciencia de la pura traducción de sí mismo de la noche de la posibilidad al día de la presencia, del en sí abstracto a la significación del ser real y tener la certeza de que lo que ante él aparece ahora a la luz del día no es otra cosa que lo que antes dormitaba en aquella noche. La conciencia de esta unidad es también, ciertamente, una comparación, pero lo que se compara sólo tiene, cabalmente, la apariencia de la oposición; una apariencia formal, que para la autoconciencia de la razón, según la cual la individualidad es en sí misma la realidad, no es más que una apariencia. Por tanto, el individuo sólo puede experimentar el goce de sí mismo, puesto que sabe que en su realidad no puede encontrar otra cosa que su unidad con él, es decir, solamente la certeza de sí mismo en su verdad y que, por tanto, siempre alcanza su fin.
[2. La cosa misma y la individualidad]
Tal es el concepto que se forma de sí la conciencia, que está cierta de sí misma como absoluta compenetración de la individualidad y del ser; veamos si este concepto se confirma por la experiencia y su realidad [Realität] coincide con él. La obra es la realidad [Realität] que se da la conciencia; es aquello en que el individuo es para la conciencia lo que es en sí, de tal modo que la conciencia para la cual el individuo deviene en la obra no es la conciencia particular, sino la conciencia universal, la conciencia, en la obra, trasciende en general al elemento de la universalidad, al espacio indeterminado del ser. La conciencia que se retrotrae de su obra es, de hecho, la conciencia universal, -porque deviene la negatividad absoluta o el obrar en esta oposición-, con respecto a su obra, que es lo determinado; la conciencia va, pues, más allá de sí misma en tanto que obra y es por sí misma el espacio indeterminado que no se encuentra lleno por su obra. Sin embargo, si antes su unidad se mantenía en el concepto, era precisamente por el hecho de que la obra era superada en tanto que obra que es. Pero la obra debe ser, y hay que ver cómo en su ser mantendrá la individualidad su universalidad y sabrá satisfacerse. Ante todo, hay que considerar para sí la obra que ha llegado a ser.
Esta obra ha recibido también toda la naturaleza de la individualidad; por tanto, su ser es él mismo un obrar en el que se compenetran y superan todas las diferencias; la obra es, por consiguiente, proyectada hacia afuera en una subsistencia en la que, de hecho, la determinabilidad de la naturaleza originaria se vuelve en contra de otras naturalezas determinadas y penetra en ellas, lo mismo que estas otras naturalezas se pierden en ella y se pierden en este movimiento universal como momento llamado a desaparecer. Si dentro del concepto de la individualidad real [reale] en y para sí misma son iguales entre sí todos los momentos y circunstancias, el fin y el medio y la realización y la naturaleza originaria determinada sólo vale como elemento universal, frente a esto y en cuanto que este elemento deviene ser objetivo, su determinabilidad como tal sale a la luz del día en la obra y adquiere su verdad en su disolución. Vista más de cerca, esta disolución se presenta de tal modo que en esta determinabilidad el individuo ha devenido real en tanto que este individuo; pero esta determinabilidad no es solamente contenido de la realidad, sino también forma de ella o, dicho en otros términos, la realidad como tal es en general la determinabilidad que consiste en contraponerse a la autoconciencia. Vista por este lado, se muestra como la realidad que ha desaparecido del concepto, simplemente como una realidad extraña previamente encontrada. La obra es, es decir, es para otras individualidades, y es para ellas una realidad extraña, en lugar de la cual deben ellas poner la suya propia, para que pueda darse por medio de su obrar la conciencia de su unidad con la realidad; en otras palabras, su interés en aquella obra, puesto por su naturaleza originaria, es otro que el interés peculiar de esta obra, que por ello mismo se convierte en algo distinto. La obra es, por tanto, en general, algo perecedero, que es extinguido por el juego contrario de otras fuerzas y otros intereses y que presenta más bien la realidad [Realität] de la individualidad más bien como llamada a desaparecer que como consumada.
Para la conciencia nace, pues, en su obra la oposición entre el obrar y el ser, que en las figuras anteriores de la conciencia era, al misma tiempo, el comienzo del obrar y que aquí es solamente resultado. Pero esta oposición se había tornado también, de hecho, como base en tanto que la conciencia procedía a obrar como la individualidad real [reale] en sí; pues el obrar presuponía la naturaleza originaria determinada como el en sí y tenía por contenido el puro consumarse por la consumación misma. Pero el puro obrar es la forma igual a sí misma, de la que difiere, por ello, la determinabilidad de la naturaleza originaria. Aquí, como en los otros casos, es indiferente, cuál de las dos cosas es llamada concepto y cuál realidad [Realität]; la naturaleza originaria es lo pensado o el en sí con respecto al obrar, en el cual cobra aquélla su realidad [Realität]; a, en otros términos, la naturaleza originaria es el ser tanto de la individualidad en tanto que tal como de ella en cuanto obra mientras que el obrar es el concepto originario como transición absoluta o como el devenir. Esta inadecuación entre el concepto y la realidad [Realität], que radica en su esencia, la experimenta la conciencia en su obra; en ésta deviene, por tanto, la conciencia como en verdad es, y el concepto vacío que tiene de sí misma desaparece.
En esta fundamental contradicción de la obra, que es la verdad de esta individualidad que se es real [reales] en sí, brotan así de nuevo como contradictorios todos los lados de la misma; o, dicho de otro modo, la obra, como el contenido de toda la individualidad, salida del obrar, que es la unidad negativa y retiene presos todos los momentos, colocada en el ser, pone ahora en libertad dichos momentos; y en el elemento de la subsistencia devienen indiferentes entre sí. Concepto y realidad [Realität] se separan, por tanto, como el fin y como lo que es la esencialidad originaria. El que el fin tenga verdadera esencia o el que el en sí se haga fin, es algo fortuito. Y asimismo vuelven a separarse el concepto y la realidad [Realität] como tránsito a la realidad y como fin; o es contingente el que se elija el medio que expresa el fin. Finalmente, reunidos estos momentos interiores, tengan en sí una unidad o no, el obrar del individuo es, a su vez, contingente con respecto a la realidad en general; la dicha decide tanto en pro de un fin mal determinado y de un medio mal escogido como en contra de ellos.
Ahora bien, si ahora, según esto, la conciencia ve ante sí, en, su obra, la oposición entre la voluntad y la consumación, entre el fin y el medio y, a su vez, entre este interior conjunto y la realidad misma, lo que en general resume en sí el carácter contingente de su obrar se hallan igualmente presentes la unidad y la necesidad del obrar; este lado se entrelaza con aquél y la experiencia del carácter contingente del obrar sólo es, a su vez, una experiencia contingente. La necesidad del obrar consiste en que el fin sea referido simplemente a la realidad, y esta unidad es el concepto del obrar; se obra porque el obrar es en y para sí mismo la esencia de la realidad. Es cierto que en la obra se da como resultado la contingencia que el ser consumado tiene con respecto al querer y al consumar; y esta experiencia que parece debe valer como la verdad contradice a aquel concepto de la acción. Sin embargo, sí consideramos en su integridad el contenido de esta experiencia, vemos que es la obra llamada a desaparecer; lo que se mantiene no es el desaparecer, sino que el desaparecer es, a su vez, real, se halla vinculado a la obra y desaparece a su vez con ella; lo negativo perece con lo positivo, cuya negación es.
Este desaparecer del desaparecer radica en el concepto mismo de la individualidad real en sí; pues aquello en que desaparece la obra o lo que en ella desaparece y lo que debería dar a lo que se llama experiencia su supremacía sobre el concepto que la individualidad tiene de sí misma es la realidad objetiva; pero ésta es un momento que tampoco en esta conciencia misma tiene ya ninguna verdad para sí; ésta consiste solamente en la unidad de la conciencia con el obrar, y la verdadera obra es solamente aquella unidad del obrar y del ser, del querer y del consumar. Por tanto, para la conciencia, en virtud de la certeza sobre que descansa su obrar, la realidad a ella contrapuesta es en sí misma una realidad tal que es solamente para ella; a la conciencia como autoconciencia retrotraída a sí misma y para la que ha desaparecido toda oposición, ésta no puede llegar a ser ya en esta forma de su ser para sí frente a la realidad; sino que la oposición y la negatividad que en la obra salen a luz afectan por ello no sólo al contenido de la obra o también al de la conciencia, sino a la realidad como tal y, por tanto, a la oposición presente solamente a través de aquélla y en ella y al desaparecer de la obra. De este modo, se refleja la conciencia en sí misma fuera de su obra perecedera y afirma su concepto y su certeza como lo que es y lo permanente frente a la experiencia del carácter contingente del obrar; la conciencia experimenta de hecho su concepto, en el que la realidad sólo es un momento, algo para ella, no en y para sí; experimenta la realidad como un momento llamado a desaparecer y que, por tanto, sólo vale para ella como ser en general, cuya universalidad es lo mismo que el obrar. Esta unidad es la obra verdadera; es la cosa misma que simplemente se afirma y se experimenta como lo permanente, independientemente de la cosa, que es lo contingente del obrar individual como tal, de las circunstancias, los medios y la realidad.
La cosa misma sólo aparece contrapuesta a estos momentos en la medida en que se los considera como aislados, pero es esencialmente la unidad de ellos, como compenetración de la realidad y la individualidad; la cosa misma es también, esencialmente, un obrar como tal, un puro obrar en general y, con ello, del mismo modo, un obrar de este individuo, este obrar que a él le pertenece en oposición con la realidad, como fin; y es asimismo el tránsito de esta determinabilidad a la contrapuesta y, por último, una realidad presente para la conciencia. La cosa misma expresa con ello la esencialidad espiritual en que todos estos momentos han sido superados como valederos para sí, en que, por tanto, sólo valían como elementos universales y en la que la certeza de sí misma es para la conciencia una esencia objetiva, una cosa [Sache], el objeto nacido de la autoconciencia como el suyo, sin dejar por ello de ser un objeto libre y auténtico. Ahora, la cosa [Ding] de la certeza sensible y de la percepción sólo tiene para la autoconciencia su significación a través de ésta; en esto descansa la diferencia entre una cosa [Ding] y una cosa [Sache]. Se desarrollará aquí un movimiento correspondiente al de la certeza sensible y la percepción.
Así, pues, en la cosa misma, como la compenetración objetivada de la individualidad y la objetividad misma deviene ante la autoconciencia su verdadero concepto de sí misma, o adquiere aquélla la conciencia de su sustancia. La autoconciencia es, al mismo tiempo, como es aquí, una conciencia que acaba de llegar a ser y que es, por tanto, una conciencia inmediata de la sustancia, siendo éste el modo determinado como se presenta aquí la esencia espiritual y que no ha llegado todavía a madurar como la sustancia verdaderamente real. La cosa misma tiene, en esta conciencia inmediata de la sustancia, la forma de la esencia simple, que contiene en sí y a la que corresponden, como universal, todos sus diversos momentos, pero que es, a su vez, indiferente con respecto a ellos, como momentos determinados, y libre para sí y que vale como la esencia en tanto que es esta cosa misma libre, simple y abstracta. Los diversos momentos de la determinabilidad originaria o de la cosa de este individuo, de su fin, de los medios, del obrar mismo y de la realidad son para esta conciencia, de una parte, momentos singulares que esta conciencia puede abandonar y superar por la cosa misma; pero, de otra parte, todos ellos tienen como esencia la cosa misma solamente de tal modo que ésta se encuentra como la universalidad abstracta de ella en cada uno de estos momentos y puede ser predicado suyo. Ella misma no es todavía el sujeto, sino que valen como el sujeto aquellos momentos porque caen del lado de la singularidad en general, mientras que la cosa misma sólo es, de momento, lo simplemente universal. La cosa misma es el género, que se encuentra en todos estos momentos como en sus especies y que, al mismo tiempo, es libre de ellos.
[3. El mutuo engaño y la sustancia espiritual]
Se llama honrada la conciencia que, de una parte, ha llegado a este idealismo que la cosa misma expresa y que, de otra parte, tiene en ella, como esta universalidad formal, lo verdadero; la que sólo se preocupa de la cosa misma y se mueve y afana, por tanto, en sus diversos momentos o especies, de tal modo que, cuando no encuentra la cosa misma en uno de ellos o en su significación, la encuentra precisamente por ello en el otro y, de este modo, alcanza siempre, de hecho, la satisfacción que esta conciencia debe lograr, con arreglo a su concepto. Ocurra lo que ocurra, esta conciencia consuma y alcanza la cosa misma, pues es, como este género universal de aquellos momentos, predicado de todos.
Si no lleva un fin a realidad, lo ha querido, sin embargo; es decir, hace del fin como fin, del puro obrar que no obra nada, la cosa misma, pudiendo por tanto decir, para consolarse, que, a pesar de todo, ha obrado e impulsado algo. Como lo universal contiene en sí mismo lo negativo o lo que tiende a desaparecer, también esto, el hecho de que la obra se anule es también su propio obrar; ha incitado a los otros a esto y encuentra todavía una satisfacción en la desaparición de su realidad, a la manera como los chicos traviesos gozan de sí mismos en la bofetada que reciben, a saber, como causa de ella. O bien, si la conciencia no ha intentado siquiera llevar a cabo la cosa misma ni ha obrado absolutamente nada, es porque no ha podido; la cosa misma, es, para ella, precisamente la unidad de su decisión y de la realidad; afirma que la realidad no sería sino lo posible para ella. Por último, si ha llegado a ser algo interesante para ella, en general, sin su concurso, esta realidad será para la conciencia la cosa misma precisamente por el interés que en ella encuentra, aunque no haya sido producida por ella; si es una dicha que personalmente obtiene, se atiene a ella como a un obrar y a un mérito suyos; y si se trata de un suceso del mundo que de otro modo no le atañe, lo hace también suyo y el interés pasivo es para ella el partido que en pro o en contra adopta y que ha apoyado o combatido.
La honradez de esta conciencia y la satisfacción que encuentra en todos los casos consisten de hecho, como claramente se ve, en que no reúne y agrupa sus pensamientos, los pensamientos que tiene de la cosa misma. La cosa misma es, para ella, tanto su cosa como la ausencia total de obrar, o bien el puro obrar y el fin vacío, o también una realidad inactiva; esta conciencia hace de una significación tras otra el sujeto de este predicado y va olvidándolas a una tras otra. Ahora, en el mero haber querido o también en el no haber podido tiene la cosa misma la significación del fin vacío y de la unidad pensada del querer y el consumar. El consuelo de la anulación del fin que consiste en haber querido, sin embargo, algo o en haber obrado puramente, así como la satisfacción de haber dado algo que obrar a los otros, hace del puro obrar o de un obrar totalmente malo la esencia; pues lo que debe llamarse malo es el obrar que no es obrar alguno. Finalmente, en el caso afortunado de que encuentre la realidad, se convertirá este ser sin obrar en la cosa misma.
La verdad de esta honradez consiste, sin embargo, en no ser tan honrada como parece. En efecto, no puede ser tan carente de pensamiento que deje, de hecho, que estos diversos momentos se disgreguen así, sino que tiene necesariamente que tener la conciencia inmediata de su oposición, sencillamente porque se refieren los unos a los otros. El puro obrar es esencialmente obrar de este individuo, y este obrar es no menos esencialmente una realidad o una cosa. Y, a la inversa, la realidad sólo es esencial como su obrar y también como el obrar en general; y así es también realidad. Por tanto, cuando al individuo le parece que sólo se trata de la cosa misma como realidad abstracta se halla presente el hecho de que se trata de ella como de su propio obrar. Y, del mismo modo, cuando cree que sólo se trata del obrar y del afanarse, no toma en serio esto, sino que se trata de una cosa y de la cosa como la suya. Finalmente, cuando parece querer solamente una cosa y su obrar, se trata, a su vez, de la cosa en general o de la realidad que permanece en y para sí.
Del mismo modo que la cosa misma y sus momentos se manifiestan aquí como contenido, igualmente necesarios son también como formas en la conciencia. Sólo surgen como contenido para desaparecer, y cada uno de ellos deja sitio al otro. Deben, por tanto, hallarse presentes en la determinabilidad, como momentos superados; pero así son lados de la conciencia misma. La cosa misma está presente como el en sí o su reflexión en sí misma; pero el desplazamiento de unos momentos por otros se expresa en la conciencia de tal modo que dichos momentos no se ponen en sí, sino que son puestos en ella solamente para un otro. Uno de los momentos del contenido es sacado a la luz del día por la conciencia y representado para otro; pero la conciencia, al mismo tiempo, se refleja fuera de ello en sí y lo contrapuesto se halla asimismo presente en ella; la conciencia lo retiene para sí como lo suyo. A la vez, no hay tampoco uno cualquiera de dichos momentos que se limite solamente a proyectarse hacia el exterior, mientras que otro es retenido solamente en lo interior, sino que la conciencia los mueve alternativamente, pues tiene que hacer tanto del uno como del otro algo esencial para sí y para los demás. El todo es la compenetración en movimiento de la individualidad y de lo universal, pero, como este todo sólo se halla presente para esta conciencia como la esencia simple, como la abstracción de la cosa misma, sus momentos caen fuera de ésta como momentos separados, disgregados unos de otros; y sólo se agotan y presentan como todo mediante la alternación separadora que los expone y los retiene para sí. Ahora bien, como en este alternar la conciencia tiene a un momento para sí y como esencial en su reflexión y otro sólo exteriormente en ella o para los otros, aparece así un juego de las individualidades, unas con respecto otras, en el que se engañan y son engañadas las unas por las otras, del mismo modo que se engañan a ellas mismas.
Una individualidad se dispone, pues, a llevar a cabo algo; parece, así, como si convirtiese algo en cosa; la individualidad obra, deviene en el obrar para otro y parece como si para ella se tratase aquí de la realidad. Los otros toman, por tanto, el obrar de aquélla por un interés en la cosa como tal y por fin, consistente en que la cosa en sí se lleve a cabo, siendo indiferente que lo haga la primera individualidad o lo hagan ellos. Cuando, según esto, muestran esta cosa como llevada ya a cabo por ellos o, si no, brindan y prestan su ayuda, aquella conciencia ha salido ya más bien de donde ellos suponen que está, es su obrar y afanarse lo que en la cosa interesa y, al percatarse de que esto era la cosa misma, se consideran, por tanto, engañados. Pero, de hecho, su apresurarse para ayudar no era en sí mismo sino que ellos querían ver y mostrar su obrar, y no la cosa misma; es decir, querían engañar a los otros cabalmente del mismo modo que ellos se quejan de haber sido engañados. Y al ponerse de manifiesto, ahora, que el propio obrar y afanarse, el juego de sus fuerzas, vale como la cosa misma, parece como si la conciencia impulsara su esencia para sí y no para los otros y sólo se preocupara del obrar como el suyo y no como un obrar de los otros, dejando a éstos, así, hacer con respecto a la cosa de ellos. Pero, de nuevo se equivocan; la conciencia ya no está allí donde ellos suponen que está. La conciencia no se ocupa de la cosa como de esta su cosa singular, sino que se ocupa de ella como cosa, como universal, que es para todos. Se inmiscuye, por tanto, en su obrar y en su obra, y si no puede quitárselo de las manos, por lo menos se interesa por ello, preocupándose de emitir juicios; si le imprime el sello de su aprobación y de su elogio, quiere decir con ello que no se limita a elogiar en la obra la obra misma, sino que elogia al mismo tiempo su propia magnanimidad y moderación, al no echar a perder la obra como obra, ni tampoco con su censura. Y, al mostrar un interés por la obra, se goza a sí mismo en ello; y también la obra censurada por él le es grata precisamente por este goce de su propio obrar, goce que con ello se le procura. Y quienes se consideran o presentan como engañados por esta ingerencia trataban más bien ellos mismos de engañar del mismo modo. Tratan de hacer pasar su obrar y su afanarse por algo que sólo es para ellos mismos, en que no tienen otro fin que ellos mismos y su propia esencia. Pero, al hacer algo y presentarse y mostrarse así a la luz del día, contradicen de un modo inmediato con sus actos lo que dicen proponerse, el querer excluir la misma luz del día, la conciencia universal y la participación de todos; la realización es, por el contrario, una exposición de lo suyo en el elemento universal por medio del cual lo suyo se convierte y debe convertirse en cosa de todos.
Es también engañarse a sí mismo y engañar a los otros el pretender que se trata solamente de la pura cosa; una conciencia que pone de manifiesto una cosa hace más bien la experiencia de que los otros acuden volando como las moscas a la leche que se acaba de poner sobre la mesa y que quieren saberse ocupados en ello; pero estos, por su parte, hacen en esa conciencia también la experiencia de que tampoco ella se ocupa de la cosa como objeto, sino como de la cosa suya. Por el contrario, si lo que debe ser lo esencial es solamente el obrar mismo, el uso de las fuerzas y capacidades o la expresión de esta individualidad, por ambas partes se hace asimismo la experiencia de que todos se agitan y se tienen por invitados y de que, en vez de un puro obrar o de un obrar singular y peculiar, se pone de manifiesto más bien algo que es igualmente para otros o una cosa misma. En ambos casos sucede lo mismo y sólo tiene un sentido distinto frente al que se había admitido y se consideraba que debía valer. La conciencia experimenta ambos lados como momentos igualmente esenciales y, en ello, la experiencia de lo que es la naturaleza de la cosa misma, a saber, que no es solamente cosa contrapuesta al obrar en general y al obrar singular, ni obrar que se contrapone a la subsistencia y que sería el género libre de estos momentos como sus especies, sino una esencia cuyo ser es el obrar del individuo singular y de todos los individuos y cuyo obrar es de un modo inmediato para otros o una cosa, que es cosa solamente como obrar de todos y de cada uno; la esencia que es la esencia de todas las esencias, la esencia espiritual. La conciencia experimenta que ninguno de aquellos momentos es sujeto, sino que se disuelve más bien en la cosa universal misma; los momentos de la individualidad, que para la carencia de pensamiento de esta conciencia valían uno tras otro como sujeto, se agrupan en la individualidad simple, que, al ser ésta, es al mismo tiempo inmediatamente universal. La cosa misma pierde, con ello, la relación de predicado y la determinabilidad de lo universal abstracto y sin vida, y es más bien la sustancia penetrada por la individualidad; el sujeto, en el que la individualidad es tanto como ella misma o como ésta así como todos los individuos, y lo universal que sólo es un ser como este obra de todos y cada uno, una realidad por cuanto que esta conciencia la sabe como su realidad singular y como la realidad de todos. La pura cosa misma es lo que más arriba se determinaba como la categoría, el ser que es yo o el yo que es ser, pero como pensamiento que se distingue todavía de la autoconciencia real; pero, aquí los momentos de la autoconciencia real, en tanto que nosotros los llamamos su contenido, su fin, su obrar y su realidad, así como en tanto que los llamamos su forma, ser para sí y ser para otro, se ponen como unidad con la categoría simple misma, la cual es, así, al mismo tiempo, todo contenido
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