b. La razón legisladora
La esencia espiritual es, en su ser simple, pura conciencia, y ésta autoconciencia. La naturaleza originariamente determinada del individuo ha perdido su significación positiva de ser en sí el elemento
y el fin de su actividad; es solamente un momento superado, y el individuo un sí mismo, como sí mismo universal. Y, a la inversa, la cosa formal misma tiene su cumplimiento en la individualidad que obra y se diferencia en sí misma; pues las diferencias de ésta constituyen el contenido de aquel universal. La categoría es en sí, como lo universal de la pura conciencia; y es asimismo para sí, pues el sí mismo de la conciencia es también su momento. La categoría es ser absoluto, pues aquella universalidad es la simple igualdad consigo mismo del ser.
Lo que, por tanto, es el objeto para la conciencia tiene la significación de ser lo verdadero; lo verdadero es y vale en el sentido de ser y de valer en y para sí mismo; es la cosa absoluta que no padece ya de la oposición entre la certeza y su verdad, entre lo universal y lo individual, entre el fin y su realidad [Realität], sino que su ser allí es la realidad y el obrar de la autoconciencia; esta cosa es, por tanto, la sustancia ética, y la conciencia de ella la conciencia ética. Su objeto vale para esta conciencia, asimismo, como lo verdadero, pues agrupa en unidad autoconciencia y ser; vale como lo absoluto, pues la autoconciencia ya no puede ni quiere ir más allá de este objeto, ya que en él es cerca de sí misma: no puede, porque ese objeto es todo ser y todo poder, y no quiere, porque es el sí mismo o la voluntad de este sí mismo. Es el objeto real [reales] en él mismo como objeto, pues tiene en él la diferencia de la conciencia; se divide en masas que son las leyes determinadas de la esencia absoluta. Pero estas masas no empañan el concepto, pues en éste permanecen incluidos los momentos del ser y de la conciencia pura y del sí mismo -una unidad que constituye la esencia de estas masas y que en esta diferencia no deja ya que estos momentos se separen.
Estas leyes a masas de la sustancia ética son reconocidas de un modo inmediato; no cabe preguntar por su origen y su justificación, ni indagar tampoco un otro cualquiera, ya que un otro que no fuese la esencia que es en y para sí sería solamente la autoconciencia misma; pero ésta no es otra cosa que esta esencia, pues ella misma es el ser para sí de esta esencia, que es cabalmente la verdad porque es tanto el sí mismo de la conciencia como su en sí o pura conciencia.
Por cuanto que la autoconciencia se sabe como momento del ser para sí de esta sustancia, expresa en ella el ser allí de la ley, de tal modo que la sana razón sabe de un modo inmediato lo .que es justo y bueno. Y tan inmediatamente como lo sabe, tan inmediatamente vale para ella y puede decir, también de un modo inmediato: esto es bueno y justo. Y precisamente esto; se trata de leyes determinadas, de la cosa misma cumplida y plena de contenido.
Y lo que así se ofrece de un modo inmediato debe también acogerse y considerarse de modo inmediato; así como de aquello que la certeza sensible enuncia de un modo inmediato como lo que es hay que ver cómo está constituido, así también aquí hay que ver cómo está constituido el ser enunciado por esta certeza ética inmediata o cómo lo están estas masas de la esencia ética que son de un modo inmediato. Los ejemplos de algunas de tales leyes mostrarán esto, y al tomarlas bajo la forma de máximas de la sana razón dotada de saber no tendremos nosotros por qué empezar introduciendo el momento que hay que hacer valer en ellas, como leyes éticas inmediatas.
"Cada cual debe decir la verdad". En este deber, enunciado como incondicionado, se admitirá en seguida una condición: si sabe la verdad. Por donde el precepto rezará, ahora, así: cada cual debe decir la verdad, siempre con arreglo a su conocimiento y a su convicción acerca de ella. La sana razón, precisamente esta conciencia ética que sabe de un modo inmediato lo que es justo y bueno, explicará también que esta condición se hallaba ya unida de tal modo a su máxima universal, que, al enunciar dicho precepto, lo suponía ya así. Con lo cual reconoce, de hecho, que, al enunciar la máxima, la infringe ya de un modo inmediato; decía que cada cual debe decir la verdad; pero suponía que debe decirla con arreglo a su conocimiento y a su convicción acerca de ella; en otros términos, decía otra cosa de lo que suponía; y decir otra cosa de lo que se supone significa no decir la verdad. Una vez corregida la novedad o la torpeza, la máxima se enunciará así: cada cual debe decir la verdad, con arreglo al conocimiento y a la convicción que de ella tenga en cada caso. Pero, con ello, lo universal necesario, lo valedero en sí, que esta máxima se proponía enunciar, más bien se invierte, convirtiéndose en algo totalmente contingente. En efecto, el que se diga la verdad queda confiado al hecho contingente de que yo la conozca y pueda convencerme de ella; lo que vale tanto como afirmar que debe decirse lo verdadero y lo falso mezclado y revuelto, tal como uno lo conoce, lo supone y lo concibe. Esta contingencia del contenido sólo tiene la universalidad en la forma de una proposición bajo la cual se expresa; pero, como máxima ética promete un contenido universal y necesario y se contradice a sí misma, con la contingencia de dicho contenido. Y sí, por último, la máxima se corrige diciendo que la contingencia del conocimiento y de la convicción acerca de la verdad deben desaparecer y que la verdad debe, además, ser sabida, se enunciará con ello un precepto en flagrante contradicción con lo que era el punto de que se partía. Primeramente, la sana razón debía tener de un modo inmediato la capacidad de enunciar la verdad; pero ahora se dice que debía saber la verdad, es decir, que no sabe enunciarla de un modo inmediato. Considerando el problema por el lado del contenido, éste se descarta al exigir que se debe saber la verdad, ya que esta exigencia se refiere al saber en general: se debe saber; lo que se exige es, por tanto, más bien lo que se halla libre de todo contenido determinado. Pero aquí se hablaba de un contenido determinado, de una diferencia en cuanto a la sustancia ética. Sin embargo, esta determinación inmediata de .dicha sustancia es un contenido que se manifiesta más bien como algo totalmente fortuito y que se eleva a universalidad y necesidad, de tal modo que más bien desaparece el saber enunciado como ley.
Otro precepto famoso es el de ama a tu prójimo como a ti mismo. Es un precepto dirigido al individuo en relación con otros individuos, en que se afirma como una relación entre individuo e individuo, o como relación de sentimiento. El amor activo -pues el inactivo no tiene ser alguno y, evidentemente, no puede tratarse de él- tiende a evitar el mal a un ser humano y a hacerle el bien. A este efecto, hay que distinguir lo que para él es el mal, lo que es frente a éste el bien eficiente y lo que es, en general, su bienestar; es decir, que debemos amar al prójimo de un modo inteligente, pues un amor no inteligente le hará tal vez más daño que el odio. Ahora bien, el obrar bien de un modo esencial e inteligente es, en su figura más rica y más importante, la acción inteligente universal del Estado -una acción en comparación con la cual el obrar del individuo como individuo es, en general, algo tan insignificante, que apenas sí vale la pena de hablar de ello. Además, aquella acción es tan poderosa, que si oponemos a ella el obrar individual y éste quisiera ser precisamente para sí un delito o defraudar por amor a otro lo universal en lo tocante al derecho y a la participación que tiene en él, ese obrar individual resultaría totalmente estéril y sería irresistiblemente destruido. A ese bien obrar que es sentimiento sólo le resta la significación de un obrar totalmente individual, de una ayuda en caso extremo, que será algo tan contingente como momentáneo. Lo fortuito determina no sólo su ocasión, sino también el si es o no, en general, una obra, el si esta obra no vuelve a disolverse en seguida y se convierte por sí misma más bien en un mal. Por tanto, este obrar en bien de otros que se enuncia como necesario es de tal naturaleza, que podría tal vez existir y tal vez no; que, el caso se ofrece fortuitamente, es tal vez una obra, es tal vez una obra buena o tal vez no. Así, pues, esta ley carece de un contenido universal, ni más ni menos que la primera que ha sido considerada, y no expresa algo que sea en y para sí, como tendría que hacerlo en tanto que ley ética absoluta. O bien tales Leyes se mantienen en el terreno del deber ser, pero carecen de realidad y no son leyes, sino solamente preceptos.
Pero, de hecho, se ve claramente por la naturaleza de la cosa misma que es necesario renunciar a un contenido universal y absoluto; pues a la sustancia simple, cuya esencia consiste en ser sustancia simple, es inadecuada toda determinabilidad que en ella se ponga. El precepto, en su absoluteidad simple, enuncia por sí mismo un ser ético inmediato; la diferencia que en él se manifiesta es una determinabilidad, y por tanto un contenido, que se halla bajo la universalidad absoluta de este ser simple. Y, teniendo, según esto, que renunciar a un contenido absoluto, sólo puede asignarse al precepto una universalidad formal, o sea el que no se contradiga, pues la universalidad carente de contenido es la universalidad formal, y un contenido absoluto significa él mismo tanto, a su vez, como una diferencia que no es tal o como la carencia de contenido.
Lo que resta, por tanto, para la razón legisladora es la pura forma de la universalidad o, de hecho, la tautología de la conciencia, tautología que se contrapone al contenido y que es un saber, no del contenido que es o del contenido propiamente dicho, sino de la esencia o de la igualdad de ese contenido consigo mismo.
Así, pues, la esencia ética no es ella misma e inmediatamente un contenido, sino solamente una pauta para medir si un contenido es capaz de ser o no ley, en cuanto que no se contradice a sí mismo. La razón legisladora desciende, así, al plano de una razón simplemente examinadora.
miércoles, 7 de mayo de 2008
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