miércoles, 7 de mayo de 2008

Fuerza y Entendimiento

III. FUERZA Y ENTENDIMIENTO, FENÓMENO Y MUNDO SUPRASENSIBLE


EN LA dialéctica de la certeza sensible han desaparecido en el pasado, para la conciencia, el oído, la visión, etc., y como percepción la conciencia ha arribado a pensamientos que, no obstante, agrupa primeramente en lo universal incondicionado. Ahora bien, este algo incondicionado, sí se lo tomase como simple esencia quieta, no sería, a su vez, más que el extremo del ser para sí puesto de un lado, pues frente a él aparecería la no-esencia, pero referido a ésta él mismo será algo no esencial y la conciencia no saldría de la ilusión del percibir; sin embargo, ha resultado ser algo que ha retornado a sí, partiendo de un ser para sí condicionado. Este universal incondicionado que es a partir de ahora el verdadero objeto de la conciencia sigue siendo objeto de ella; aun no ha captado su concepto como concepto. Hay que establecer una distinción esencial entre ambas cosas; para la conciencia, el objeto ha retornado a sí desde el comportamiento hacia otro, y con ello ha devenido concepto en sí; pero la conciencia no es todavía para sí misma el concepto, por lo cual no se reconoce en aquel objeto reflejado. Este objeto deviene para nosotros a través del movimiento de la conciencia de tal modo que la conciencia se ha entrelazado con este devenir y la reflexión es en ambos lados la misma o solamente una. Pero, como la conciencia, en este movimiento, tendría como contenido solamente la esencia objetiva, y no la conciencia como tal, tenemos que para ella hay que poner el resultado en una significación objetiva y la conciencia como lo que se repliega de lo que ha devenido, de modo que esto es para ella, como lo objetivo, la esencia.

El entendimiento ha superado así, evidentemente, su propia novedad y la no-verdad del objeto; y resultado de ello es para él el concepto de lo verdadero, como verdadero que es en sí y que aun no es concepto o que carece del ser para sí de la conciencia; algo verdadero que el entendimiento deja hacer sin saberse en él. Este algo verdadero impulsa su esencia para sí misma; de tal modo que la conciencia no participa para nada en su libre realización [Realisierung], sino que se limita a contemplarla y la aprehende, puramente. Lo que nosotros, según esto, tenemos que hacer, ante todo, es ponernos en su lugar y ser el concepto que plasma lo que se contiene en el resultado; es en este objeto plasmado, que se presenta ante la conciencia como algo que es, donde la conciencia deviene ante sí misma conciencia concipiente.


El resultado era lo universal incondicionado, primeramente en el sentido negativo y abstracto de que la conciencia negaba sus conceptos unilaterales y los convertía en algo abstracto, es decir, los abandonaba. Pero el resultado tiene en sí la significación positiva de que en él se pone de un modo inmediato como la misma esencia la unidad del ser para sí y del ser para otro o la contraposición absoluta. Por ahora, esto sólo parece afectar a la forma de los momentos, el uno con respecto al otro; pero el ser para sí y el ser para otro es igualmente el contenido mismo, puesto que la contraposición no puede tener en su verdad más naturaleza que la que se ha mostrado en el resultado, a saber: la de que el contenido tenido por verdadero en la percepción sólo pertenece de hecho a la forma y se disuelve en su unidad. Y este contenido es al mismo tiempo universal; no puede haber allí ningún otro contenido que por su especial constitución se sustraiga al retorno a esta universalidad incondicionada. Semejante contenido sería un modo determinado cualquiera de ser para sí y de comportarse hacia otro. Sin embargo, ser para sí y comportarse hacia otro en general constituyen la naturaleza y la esencia de un contenido cuya verdad es la de ser universal incondicionado; y el resultado es pura y simplemente universal.


Ahora bien, como este universal incondicionado es objeto para la conciencia, se manifiesta en él la diferencia entre la forma y el contenido, y en la figura del contenido los momentos tienen el aspecto en el que primeramente se ofrecían: de una parte, el de médium universal de múltiples materias subsistentes y, de otra parte, el de uno reflejado en sí, en el que queda aniquilada su independencia. Aquél es la disolución de la independencia de la cosa o la pasividad, que es un ser para otro; éste, empero, el ser para sí. Hay que ver cómo estos momentos se presentan en la universalidad incondicionada, que es su esencia. Se comprende claramente, ante todo, que dichos momentos, por el hecho de que sólo tienen su ser en esta universalidad, no pueden ya en general mantenerse el uno aparte del otro, sino que son, esencialmente, lados que se superan en ellos mismos y sólo se pone el tránsito del uno al otro.

[1. La fuerza y el juego de las fuerzas]

Uno de los momentos se presenta, pues, como la esencia dejada a un lado, como médium universal o como la subsistencia de materias independientes. Pero la independencia de estas materias no es sino este médium; o bien, este universal es totalmente la multiplicidad de aquellos diversos universales. Pero el que lo universal forme en él mismo una unidad inseparable con esta multiplicidad significa que estas materias son cada una de ellas donde la otra es; se penetran mutuamente, pero sin tocarse, ya que, a la inversa, la multiplicidad diferenciada es igualmente independiente. Con lo cual se establece también su pura porosidad o su ser superadas. Y, a su vez, este ser superadas o la reducción de esta diversidad al puro ser para sí no es otra cosa que el médium mismo, y éste la independencia de las diferencias. Dicho de otro modo: las diferencias establecidas como independientes pasan de modo inmediato a su unidad; ésta pasa a ser también de modo inmediato el despliegue, y el despliegue retorna, a su vez, a la reducción. Este movimiento es lo que se llama fuerza: uno de los momentos de ella, o sea la fuerza en cuanto expansión de las materias independientes en su ser, es su exteriorización; pero la fuerza como el desaparecer de dichas materias es la fuerza que desde su exteriorización se ve repelida de nuevo hacia sí, o la fuerza propiamente dicha. Pero, en primer lugar, la fuerza replegada sobre sí misma necesita exteriorizarse; y, en segundo lugar, en la exteriorización, la fuerza es una fuerza que es en sí misma, del mismo modo que en este ser en sí misma es exteriorización. Al obtener así ambos momentos en su unidad inmediata, el entendimiento, al que pertenece el concepto de fuerza, es propiamente el concepto que lleva en sí los momentos diferentes, como diferentes, ya que deben ser distintos en la fuerza misma; la diferencia sólo es, por tanto, en el pensamiento. Dicho en otros términos: lo único que se ha establecido más arriba es el concepto de fuerza, no su realidad [Realität]. Pero, de hecho, la fuerza es lo universal incondicionado que es en sí mismo lo que es para otro o que tiene en él mismo la diferencia, pues no es otra cosa que el ser para otro. Así, pues, para que la fuerza sea en su verdad hay que dejarla completamente libre del pensamiento y establecerla como la sustancia de estas diferencias, es decir, de una parte, como fuerza íntegra que permanece esencialmente en y para sí y, de otra parte, sus diferencias como momentos sustanciales o que subsisten para sí. La fuerza como tal o como fuerza repelida hacía sí es, según esto, para sí como un uno excluyente para el que el despliegue de las materias es otra esencia subsistente, con lo que se establecen dos lados distintos independientes. Pero la fuerza es también el todo, o sigue siendo lo que es con arreglo a su concepto; lo que vale decir que estas diferencias siguen siendo puras formas, momentos superficiales que van desapareciendo. Las diferencias entre la fuerza propiamente dicha repelida hacía sí misma y el despliegue de las materias independientes no podrían, al mismo tiempo, darse en ningún caso sí no subsistieran, o la fuerza no se daría sí no existiese de este modo contrapuesto; sin embargo el que exista de este modo contrapuesto no quiere decir sino que ambos momentos son al mismo tiempo, uno y otro, independientes. Este movimiento del constante independizarse de ambos momentos para superarse luego de nuevo es, por tanto, el que tenemos que considerar aquí. Se ve claro, en general, que este movimiento no es sino el movimiento de la percepción, en el que ambos lados, el que percibe y lo percibido, al mismo tiempo, se hallan de una parte, como la aprehensión de lo verdadero, unidos e indistintos, pero en el que, al mismo tiempo, cada lado se refleja en sí o es para sí. Estos dos lados son aquí momentos de la fuerza; son en una unidad como la unidad, que aparece como el medio con respecto a los extremos que son para sí y se escinde siempre precisamente en estos extremos, los cuales sólo son de este modo. Por tanto, el movimiento, que antes se presentaba como el destruirse a sí mismos de conceptos contradictorios, reviste aquí la forma objetiva y es movimiento de la fuerza, como resultado del cual brotará lo universal incondicionado como lo no objetivo o el interior de las cosas.

La fuerza, tal como ha sido determinada, representada en cuanto tal o como reflejada dentro de sí, es uno de los lados de su concepto; pero establecida como un extremo sustantivado, y precisamente como el extremo puesto bajo la determinabilidad del uno. La subsistencia de las materias desplegadas queda, así, excluida de esta fuerza y es algo otro que ella. Y, como es necesario que ella misma sea esta subsistencia o que se exteriorice, su exteriorización se presenta de modo que aquello otro la aborda y la solicita. Pero, de hecho, puesto que se exterioriza necesariamente, lleva en sí misma lo que se establecía como otra esencia. Hay que retirar aquello de que la fuerza se establecía como un uno y su esencia, el exteriorizarse, como un otro, añadido desde fuera; ella misma, la fuerza, es más bien este médium universal en el que subsisten los momentos como materias; en otros términos: se ha exteriorizado, y es más bien ella misma lo que debiera ser lo otro que la solicita. Existe ahora, por tanto, como el médium de las materias desplegadas. Pero tiene también esencialmente la forma del ser superado de las materias subsistentes o es esencialmente un uno; y este ser uno es ahora, por tanto, establecida la fuerza como el médium de las materias, un otro que ella y tiene esta su esencia fuera de ella. Pero, como tiene necesariamente que ser tal como no ha sido todavía puesta, este otro se añade y la solicita a la reflexión en sí misma o supera su exteriorización. Pero, de hecho, ella misma es este ser reflejado en sí o este ser superado de la exteriorización; el ser uno desaparece como aparecía, es decir, como un otro; la fuerza es ella misma, la fuerza repelida de nuevo hacía sí.

Lo que aparece como otro y solicita la fuerza tanto para la exteriorización como para el retorno a sí mismo es ello mismo fuerza, según el resultado inmediato, ya que lo otro es tanto como médium universal cuanto como uno y de tal modo que cada una de estas figuras aparece al mismo tiempo solamente como un momento que va desapareciendo. Según esto, la fuerza no ha salido, en general, de su concepto por el hecho de que otro es para ella y ella es para otro. Pero se dan, al mismo tiempo, dos fuerzas y, aunque el concepto de ambas sea el mismo, han pasado de su unidad a la dualidad. En vez de que la contraposición totalmente esencial sólo siguiera siendo un momento, parece como si por el desdoblamiento en fuerzas completamente independientes se sustrajera al imperio de la unidad. Qué clase de independencia es ésta, hay que examinarlo más de cerca. De momento, tenemos que la segunda fuerza aparece como la solicitante y, además, en cuanto a su contenido, como médium universal frente a la que se determina como solicitada; pero, en cuanto que aquélla es esencialmente la sucesión alternada de estos dos momentos y ella misma es fuerza, esto quiere decir que, de hecho, sólo es también el médium universal en tanto que se la solicita para serlo; en cambio, en cuanto es aquella esencial sucesión alternativa de estos dos momentos y en sí misma fuerza, es que de hecho es solamente médium universal cuando se la solicita para que lo sea, y también y del mismo modo es sólo una unidad negativa o que solicita que la fuerza sea repelida hacia sí por el hecho de ser solicitada. Y, consiguientemente, se transforma en el mismo trueque de las determinabilidades entre sí la diferencia que mediaba entre ambas y que consistía en que la una fuese la solicitante y la otra la solicitada.

El juego de las dos fuerzas subsiste, por tanto, en este contrapuesto ser determinado de ambas, en su ser la una para la otra dentro de esta determinación y del trueque absoluto e inmediato de las determinaciones, tránsito sin el cual no podrían ser estas determinaciones, en las que las fuerzas parecen presentarse de un modo independiente. La que solicita se pone, por ejemplo, como médium universal y, por el contrario, la solicitada como fuerza repelida; pero aquélla sólo es, a su vez, médium universal porque la otra es fuerza repelida; en otras palabras, ésta es más bien la solicitante con respecto a aquélla y la que la convierte en médium. Aquélla sólo adquiere su determinabilidad a través de la otra y sólo es solicitante en cuanto es solicitada por la otra para que lo sea; y vuelve a perder de un modo igualmente inmediato esta determinabilidad que se le ha dado, la cual pasa a la otra o, mejor dicho, ya ha pasado; lo ajeno, lo que solicita la fuerza, aparece como médium universal, pero sólo porque la fuerza le ha solicitado que sea así; es decir, es ella la que lo pone así precisamente porque ella misma es esencialmente médium universal; pone lo que la solicita así precisamente porque esta otra determinación le es esencial, es decir, porque ella misma es más bien esta otra determinación.

Para penetrar en su totalidad en el concepto de este movimiento, podernos llamar todavía la atención hacia el hecho de que las diferencias se muestran de por sí bajo una doble diferencia: de una parte, como diferencias del contenido, en cuanto que uno de los extremos es la fuerza reflejada en sí y el otro el médium de las materias; y, de otra parte, como diferencias de la forma, en cuanto que una es la solicitante y otra la solicitada, aquélla activa y ésta pasiva. Si nos fijamos en la diferencia del contenido, vemos que los extremos son distintos en general o son distintos para nosotros; en cambio, con arreglo a la diferencia de la forma son independientes, tajantemente distintos el uno del otro en su relación, y contrapuestos. El que los extremos no son nada en sí según estos dos lados, sino que estos lados en que debería subsistir su esencia diferencial no son más que momentos que tienden a desaparecer, el paso inmediato de cada uno de los lados al lado opuesto, es algo que deviene para la conciencia en la percepción del movimiento de la fuerza. Pero, para nosotros, como ya hemos dicho, las diferencias desaparecían en sí como diferencias del contenido y de la forma, y, del lado de la forma, conforme a la esencia, lo activo, lo solicitante a la que es para sí [era] lo mismo que del lado del contenido, como fuerza repelida hacia sí misma, y lo pasivo, lo solicitado a lo que es para otro del lado de la forma lo mismo que del lado del contenido se presentaba como médium universal de las múltiples materias.

De donde se desprende que el concepto de fuerza deviene real al desdoblarse en dos fuerzas y también cómo llega a esto. Estas dos fuerzas existen como esencias que son para sí; pero su existencia es ese movimiento de la una con respecto a la otra en cuanto su ser es más bien un puro ser puesto por un otro, es decir en cuanto su ser tiene más bien la pura significación del desaparecer. No son en cuanto extremos que hayan retenido algo fijo para sí limitándose a transmitirse una cualidad externa el uno respecto al otro en el término medio y en su contacto, sino que lo que son lo son solamente en este término medio y contacto. Hay en ello, de un modo inmediato, tanto el ser repelido hacía sí mismo o el ser para sí de la fuerza como la exteriorización, tanto el solicitar como el ser solicitado; por tanto, estos momentos no aparecen distribuidos entre dos extremos independientes que se enfrenten sólo en sus vértices contrapuestos, sino que su esencia consiste pura y simplemente en esto: en que cada uno sólo es por medio del otro y en no ser inmediatamente en tanto que el otro es. Por tanto, no tienen de hecho ninguna sustancia propia que las sostenga y mantenga. El concepto de fuerza se mantiene más bien como la esencia en su realidad misma; la fuerza como real sólo es pura y simplemente en la exteriorización, que no es, al mismo tiempo, otra cosa que un superarse a sí misma. Esta fuerza real, representada como libre de su exteriorización y como algo que es para sí, es la fuerza repelida hacía sí misma; pero esta determinabilidad es, de hecho, a su vez, como ha resultado, sólo un momento de la exteriorización. La verdad de la fuerza se mantiene, pues, solamente como el pensamiento de ella; y los momentos de su realidad, sus sustancias y su movimiento, se derrumban sin detenerse en una unidad indistinta que no es la fuerza repelida hacía sí misma (ya que ésta sólo es, a su vez, uno de tales momentos), sino que esta unidad es su concepto como concepto. La realización [Realisierung] de la fuerza es, por consiguiente, al mismo tiempo, la pérdida de la realidad [Realität]; la fuerza ha devenido así más bien algo totalmente otro, a saber: esta universalidad que el entendimiento conoce primeramente o de un modo inmediato como su esencia y que también como su esencia se muestra en su realidad [Realität] que debiera ser, en las sustancias reales.

[2. Lo interior]

Si consideramos el primer universal como el concepto del entendimiento, en el que la fuerza no es todavía para sí, el segundo será ahora su esencia, tal y como se presenta en y para sí. O, a la inversa, si consideramos el primer universal como lo inmediato, que debiera ser un objeto real para la conciencia, tenemos que el segundo se halla determinado como lo negativo de la fuerza sensible objetiva; es la fuerza tal y como es en su verdadera esencia, solamente en cuanto objeto del entendimiento; aquel primero sería la fuerza repelida hacía sí misma o la fuerza como sustancia; este segundo, en cambio, lo interior de las cosas como interior, que es lo mismo que el concepto como concepto.

[a) El mundo suprasensible]

[1. Lo interior, el fenómeno, el entendimiento] Esta esencia verdadera de las cosas se ha determinado ahora de tal modo que no es inmediatamente para la conciencia, sino que ésta mantiene un comportamiento mediato hacía lo interior y, como entendimiento, contempla, a través de este término medio del juego de las fuerzas, el fondo verdadero de las cosas. El término medio que enlaza los dos extremos, el entendimiento y lo interior, es el ser desarrollado de la fuerza, que de ahora en adelante es para el entendimiento mismo un desaparecer. Por eso se le da el nombre de manifestación [Erscheinung], ya que llamamos apariencia [Schein] al ser que es en él mismo, de modo inmediato, un no-ser. Pero no es solamente una apariencia sino un fenómeno, la totalidad de lo que aparece. Esta totalidad, como totalidad o lo universal, es lo que constituye lo interior, el juego de fuerzas, como reflexión de ese juego en sí mismo. En él, las esencias de la percepción son puestas para la conciencia de un modo objetivo tal y como son en sí, es decir, como momentos que sin descanso ni ser se truecan de un modo inmediato en lo contrario, lo uno inmediatamente en lo universal, lo esencial inmediatamente en lo no esencial, y a la inversa. Este juego de fuerzas es, por tanto, lo negativo desarrollado; pero la verdad de él es lo positivo, a saber: lo universal, el objeto que es en sí. El ser del mismo para la conciencia es mediado por el movimiento de la manifestación, en el que el ser de la percepción y lo objetivo sensible en general tiene solamente una significación negativa y la conciencia, por tanto, se refleja en sí, partiendo de ello, como en lo verdadero, pero como conciencia vuelve a convertir este algo verdadero en interior objetivo, distinguiendo esta reflexión de las cosas de su reflexión en sí misma, del mismo modo que el movimiento mediador sigue siendo para ella algo objetivo. Este interior es, por tanto, para la conciencia, un extremo frente a ella; pero es también, para ella, lo verdadero, puesto que en ello tiene, al mismo tiempo, como en el en sí, la certeza de sí mismo o el momento de su ser para sí; sin embargo, no es aun consciente de este fundamento, ya que el ser para sí que lo interior debería tener en él mismo no sería otra cosa que el movimiento negativo; pero, para la conciencia, este movimiento negativo sigue siendo el fenómeno objetivo que va desapareciendo y no es todavía su propio ser para sí; lo interior es, para él, por tanto, concepto, pero la conciencia no conoce aun la naturaleza del concepto.

En este verdadero interior, como lo universal absoluto depurado de la contraposición de lo universal y lo singular y devenido para el entendimiento, se revela ahora por ver primera más allá del mundo sensible como el mundo que se manifiesta, un mundo suprasensible como el mundo verdadero, por encima del más acá llamado a desaparecer el más allá permanente; un en sí que es la manifestación primera de la razón, manifestación todavía, por tanto, imperfecta o solamente el puro elemento en que la verdad tiene su esencia.

Nuestro objeto será, por tanto, en lo sucesivo, el silogismo que tiene como extremos el interior de las cosas y el entendimiento y como término medio el fenómeno; pero el movimiento de este silogismo suministra la ulterior determinación de lo que el entendimiento contempla en el interior a través de aquel término medio y la experiencia que hace acerca de este comportarse de lo enlazado por el razonamiento.

[2. Lo suprasensible, como manifestación] Lo interior sigue siendo un puro más allá para la conciencia, ya que ésta no se encuentra aun por sí misma en él; es vacío, pues es solamente la nada del fenómeno y, positivamente, es lo universal simple. Este modo de ser de lo interior asiente de un modo inmediato a quienes dicen que el interior de las cosas es incognoscible; pero el fundamento de esto debiera captarse de otro modo. De este algo interior tal y como es aquí de un modo inmediato no se da, evidentemente, conocimiento alguno, pero no porque la razón sea para ello demasiado corta de vista, limitada, o como quiera 1llamársela, acerca de lo cual aun no sabemos nada, por ahora, pues no hemos penetrado tan a fondo; sino por virtud de la simple naturaleza de la cosa misma, a saber: porque en lo vacío no se conoce nada o, expresando lo mismo del otro lado, porque se lo determina precisamente como el más allá de la conciencia. El resultado es, evidentemente, el mismo sí se sitúa a un ciego en medio de la riqueza del mundo suprasensible -suponiendo que este mundo tenga tal riqueza, ya se trate del contenido peculiar de este mundo o ya sea la conciencia misma este contenido- que sí se coloca a un hombre que ve en medio de las puras tinieblas o, sí se quiere, en la pura luz, suponiendo que el mundo suprasensible sea esto; el hombre dotado de visión no verá ni bajo la pura luz ni en medio de las puras tinieblas, lo mismo que el ciego no alcanzaría a ver nada de la plétora de riquezas desplegadas ante él. Si no se pudiera hacer nada con lo interior y el entrelazamiento con él mediante el fenómeno, no quedaría más camino que atenerse al fenómeno mismo, es decir, tomar como verdadero algo de lo que sabemos que no lo es; o bien, para que en este vacío, devenido primeramente como vaciedad de cosas objetivas, pero que luego, como vaciedad en sí, debe tomarse como vacío de todos los comportamientos espirituales y diferencias de la conciencia como conciencia, para que en este vacío total a que se da también el nombre de lo sagrado, haya algo, por lo menos, lo llenamos de sueños, de fenómenos que la conciencia misma engendra; y tendría que contentarse con recibir ese trato, no siendo digno de otro mejor, ya que, después de todo, los mismos sueños son preferibles a su vaciedad.

Pero lo interior o el más allá suprasensible ha nacido, proviene de la manifestación y ésta es su mediación; en otros términos, la manifestación es su esencia y es, de hecho, lo que la llena. Lo suprasensible es lo sensible y lo percibido, puestos como en verdad lo son; y la verdad de lo sensible y lo percibido es, empero, ser fenómeno. Lo suprasensible es, por tanto, el fenómeno como fenómeno. Si se pensara que lo suprasensible es, por tanto, el mundo sensible o el mundo tal y como es para la certeza y la percepción sensibles inmediatas, lo entenderíamos al revés, pues el fenómeno más bien no es el mundo del saber y la percepción sensibles como lo que son, sino puestos como superados o en verdad como interiores. Suele decirse que lo suprasensible no es la manifestación; pero, al decir esto, no se entiende por manifestación la manifestación, sino más bien el mundo sensible, mismo, como realidad real [reelle Wirklichkeit].

[3. La ley como la verdad de la manifestación} El entendimiento, que es nuestro objeto, se halla cabalmente en el lugar en que para él lo interior ha devenido en sí solamente en cuanto lo universal todavía no lleno; el juego de fuerzas sólo tiene, cabalmente, esta significación negativa de no ser en sí y la positiva de ser lo mediador, pero fuera del entendimiento. Pero su relación con lo interior se llenará para el entendimiento. El juego de fuerzas es algo inmediato para el entendimiento, pero lo verdadero es para él lo interior simple; el movimiento de la fuerza sólo es, por tanto, asimismo, lo verdadero como lo simple en general. Ahora bien, por lo que a este juego de fuerzas se refiere, hemos visto que, según su constitución, la fuerza solicitada por otra es, al mismo tiempo, la solicitante con respecto a ésta, la cual se convierte en solicitante, a su vez y por ello mismo. Aquí sólo se da el trueque inmediato o la mutación absoluta de la determinabilidad, que constituye el único contenido de lo que aparece; el ser o bien médium universal o bien unidad negativa. Lo que aparece de un modo determinado deja de ser inmediatamente lo que es al aparecer; mediante este modo determinado de aparecer solicita al otro lado, que así se exterioriza; es decir, este otro lado es inmediatamente, ahora, lo que el primero debiera ser. Estos dos lados, el comportamiento del solicitar y el comportamiento del contenido determinado opuesto, son cada uno para sí la inversión y el trueque absolutos. Pero estos dos comportamientos son, a su vez, uno y el mismo; y la diferencia de la forma, el ser lo solicitado y lo solicitante, es lo mismo que la diferencia del contenido, lo solicitado en cuanto tal, a saber; el médium pasivo, y lo solicitante, en cambio, el médium activo, la unidad negativa o lo uno. Desaparece con ello toda diferencia entre las fuerzas particulares que, la una frente a la otra, debieran darse en general en este movimiento, ya que se basaban exclusivamente en aquella diferencia; y la diferencia entre las fuerzas forma, a su vez, una unidad con ambas. Aquí no se da ya, pues, ni la fuerza ni el solicitar y el ser solicitado, ni la determinabilidad de ser médium subsistente y unidad reflejada en sí, ni algo singular para sí ni diversas contraposiciones; en este cambio absoluto sólo se da ya la diferencia como universal o como la diferencia a que han quedado reducidas las múltiples contraposiciones. Esta diferencia como universal es, por tanto, lo simple en el juego de la fuerza misma y lo verdadero de él; es la ley de la fuerza.

A través de su relación con la simplicidad de lo interior o del entendimiento, la manifestación absoluta cambiante se convierte en la diferencia simple. Lo interior, primeramente, sólo es lo universal en sí; este simple universal en sí es, sin embargo, esencialmente, de un modo no menos absoluto, la diferencia universal, pues es el resultado del cambio mismo, o el cambio es su esencia; pero el cambio, como puesto en lo interior, como en verdad es, es acogido en este interior como diferencia asimismo absolutamente universal, aquietada, que permanece igual a sí. En otras palabras, la negación es momento esencial de lo universal y ella o la mediación son, por tanto, en lo universal, diferencia universal. Dicha diferencia se expresa en la ley como la imagen constante del fenómeno inestable. El mundo suprasensible es, de este modo, un tranquilo reino de leyes, ciertamente más allá del mundo percibido, ya que este mundo sólo presenta la ley a través del constante cambio, pero las leyes se hallan precisamente presentes en él, como su tranquila imagen inmediata.

[b) La ley, como diferencia y homonimia]

[1. Las leyes determinadas y la ley universal] Este reino de las leyes es, ciertamente, la verdad del entendimiento, que tiene su contenido en la diferencia que es en la ley; pero, al mismo tiempo, sólo es su primera verdad y no agota totalmente la manifestación. La ley se halla presente en él, pero no es toda su presencia; bajo circunstancias sin cesar distintas, tiene una realidad siempre otra. Esto hace que la manifestación para sí tenga un lado que no es en lo interior; en otros términos, la manifestación no aparece puesta todavía en verdad como manifestación, como ser para sí superado. Y este defecto de la ley necesariamente tiene que manifestarse también en la ley misma. Lo que parece faltarle es que, aun teniendo en sí misma la diferencia, sólo la tiene como diferencia universal, indeterminada. Pero, en cuanto que no es la ley en general, sino una ley, tiene en ella la determinabilidad, con lo cual se da una multiplicidad indeterminada de leyes. Sin embargo, esta multiplicidad es más bien, ella misma, un defecto, pues contradice al principio del entendimiento para el que, como conciencia de lo interior simple, lo verdadero es la unidad universal en sí. De ahí que tenga que hacer coincidir más bien las múltiples Leyes en una sola ley, por ejemplo en la ley según la cual la piedra cae o en la que rige el movimiento de las esferas celestes concebidas como una sola ley. Pero, en esta coincidencia, las leyes pierden su determinabilidad; la ley se torna cada vez más superficial, con lo que se encuentra, de hecho no la unidad de estas leyes determinadas, sino una ley que elimina su determinabilidad; como la ley única que agrupa en sí las leyes de la caída de los cuerpos en la tierra y la del movimiento celeste no expresa en realidad las dos. La unificación de todas las leyes en la atracción universal no expresa más contenido que el mero concepto de la ley misma, que aquí se pone como algo que es. La atracción universal nos dice que todo tiene una diferencia constante con lo otro. El entendimiento supone haber descubierto aquí una ley universal que expresa la realidad universal como tal, pero sólo ha descubierto, de hecho, el concepto de la ley misma, algo así como si declarara que toda realidad es en ella misma conforme a ley. La expresión de la atracción universal tiene, por tanto, gran importancia en cuanto que va dirigida contra esa representación carente de pensamiento para la que todo se presenta bajo la figura de lo contingente y según la cual la determinabilidad tiene la forma de la independencia sensible.

La atracción universal o el concepto puro de la ley se enfrentan, así, a las Leyes determinadas. En cuanto este concepto puro se considera como la esencia o como lo interior verdadero, la determinabilidad de la ley determinada misma sigue perteneciendo al fenómeno a más bien al ser sensible. Sin embargo, el concepto puro de la ley no sólo va más allá de la ley, la cual, como ley determinada, se enfrenta a otras Leyes determinadas, sino que va también más allá de la ley como tal. La determinabilidad de que se hablaba sólo es en sí misma, propiamente, un momento que tiende a desaparecer y que aquí no puede ya presentarse como esencialidad, pues sólo se da la ley como lo verdadero, pero el concepto de ley se vuelve contra la ley misma. Y en la ley precisamente se aprehende la diferencia misma de un modo inmediato y se acoge en lo universal, con lo cual subsisten los momentos cuya relación expresa la ley como esencialidades indiferentes y que son en sí. Pero estas partes de la diferencia en la ley son sin embargo, al mismo tiempo, lados a su vez determinados; el concepto puro de la ley como atracción universal, en su verdadera significación, debe aprehenderse de tal modo que en él, como en lo absolutamente simple, las diferencias que se dan en la ley como tal retornen de nuevo a lo interior como unidad simple; esta unidad es la necesidad interna de la ley.

[2. Ley y fuerza] La ley se presenta, pues, de dos modos, de una parte como ley en la que las diferencias se expresan como momentos independientes; de otra parte, en la forma del simple ser retornado a sí mismo, que a su vez puede llamarse fuerza, pero de tal modo que no se entiende por tal fuerza repelida hacía sí misma, sino la fuerza en general o el concepto de la fuerza, es decir, una abstracción que atrae hacía sí las diferencias entre lo que es atraído y lo que atrae. Así, por ejemplo, la electricidad simple es la fuerza; pero la expresión de la diferencia corresponde a la ley; esta diferencia es la electricidad positiva y la negativa. En el movimiento de caída, la fuerza es lo simple, la gravedad, que responde a la ley según la cual las magnitudes de los momentos diferentes del movimiento, el tiempo transcurrido y el espacio recorrido, se comportan entre sí como la raíz y el cuadrado. La electricidad misma no es la diferencia en sí o, en su esencia, no es la doble esencia de la electricidad positiva y negativa; por eso suele decirse que tiene la ley de ser de ese modo y también que tiene la propiedad de exteriorizarse así. Esta propiedad es, ciertamente, esencial y la única propiedad de esta fuerza o le es necesaria. Pero la necesidad es, aquí, una palabra vacua; la fuerza debe desdoblarse así sencillamente porque debe. Claro está, que, si se pone la electricidad positiva, también la negativa en sí es necesaria, ya que lo positivo sólo es como relación a algo negativo, o lo positivo es en él mismo la diferencia de sí mismo, ni más ni menos que lo negativo. Pero el que la electricidad en cuanto tal se divida así no es en sí lo necesario; como simple fuerza, la electricidad es indiferente con respecto a su ley de ser como positiva y negativa; y sí llamamos a lo necesario, su concepto y a esto, a la ley, empero, su ser, entonces su concepto es indiferente con respecto a su ser; la electricidad sólo tiene esta propiedad: lo que cabalmente significa que ella no le es en sí necesaria. Esta indiferencia se presenta bajo otra forma cuando se dice que de la definición de la electricidad forma parte el ser como positiva y negativa o que esto es sencillamente su concepto y esencia. Su ser significaría entonces su existencia en general; pero en aquella definición no va implícita la necesidad de su existencia; ésta es o porque se la encuentra, lo que significa que no es para nada necesaria, o bien responde a otras fuerzas, es decir, su necesidad es externa. Pero al situar la necesidad en la determinabilidad del ser por medio de otro recaemos de nuevo en la multiplicidad de las leves determinadas, que habíamos abandonado para considerar la ley como ley; con ésta solamente hay que cotejar su concepto como concepto o su necesidad, que en todas estas formas se había mostrado, sin embargo, ante nosotros solamente como una palabra vacua.

La indiferencia de la ley y de la fuerza o del concepto y del ser se presenta, además, de otro modo, distinto del que acabamos de indicar. Por ejemplo, en la ley del movimiento es necesario que éste se divida en tiempo y espacio o también en distancia y velocidad. Al ser solamente la relación entre aquellos momentos, el movimiento, es lo universal, aquí, evidentemente, dividido en sí mismo; pero estas partes, tiempo y espacio, o distancia y velocidad, no expresan en ellas este origen de lo uno; son indiferentes entre sí, el espacio es representado como sí pudiera ser sin el tiempo, el tiempo sin el espacio y la distancia, al menos, sin la velocidad, del mismo modo que son indiferentes entre sí sus magnitudes, puesto que no se comportan como lo positivo y lo negativo ni se relacionan, por tanto, las unas con las otras por su esencia. La necesidad de la división se presenta, pues, aquí, pero no la de las partes como tales, la una con respecto a la otra. Lo que quiere decir, empero, que aquella primera necesidad no pasa de ser una falsa necesidad disfrazada de tal; en efecto, el movimiento no es representado él mismo como simple o como pura esencia, sino ya como dividido; tiempo y espacio son sus partes independientes o esencias en ellas mismas, o distancia y velocidad modos del ser o del representarse cada uno de los cuales puede ser sin el otro, por lo que el movimiento sólo es su relación superficial, pero no su esencia. Representado como simple esencia o como fuerza, el movimiento es, ciertamente, la gravedad, la cual, sin embargo, no encierra en ella para nada estas diferencias.

[3. La explicación] En ninguno de los dos casos es la diferencia, por tanto, una diferencia en sí misma; o bien lo universal, la fuerza, es indiferencia con respecto a la división que es en la ley, o bien las diferencias, las partes de la ley, son indiferentes las unas con respecto a las otras. Pero el entendimiento tiene el concepto de esta diferencia en sí, cabalmente porque la ley es, de una parte, lo interior, lo que es en sí y porque, de otra parte, es en ella, al mismo tiempo, lo diferente. El que esta diferencia sea una diferencia interna viene dado en el hecho de que la ley es fuerza simple o como concepto de la diferencia, de que es, por tanto, una diferencia del concepto. Pero esta diferencia interna, al principio, corresponde solamente al entendimiento; no aparece todavía puesta en la cosa misma. El entendimiento expresa, pues, solamente la propia necesidad; una diferencia que sólo puede establecer en tanto que expresa al mismo tiempo que la diferencia no es una diferencia de la cosa misma. Esta necesidad, que sólo radica en las palabras, es, de este modo, la descripción de los momentos que forman el ciclo de dicha necesidad; se los distingue, evidentemente, pero al mismo tiempo, superada; este movimiento se llama explicación. Así, pues, se enuncia una ley, de la que se distingue como la fuerza su en sí universal o el fundamento; pero de esta diferencia se dice que no es tal, sino que el fundamento se halla más bien constituido como la ley. Por ejemplo, el suceso singular del rayo es aprehendido como universal y este universal se enuncia como la ley de la electricidad; la explicación resume luego la ley en la fuerza, como la esencia de la ley. Esta fuerza se halla, ahora, constituida de tal modo que, al exteriorizarse, brotan electricidades de signo opuesto, las cuales desaparecen de nuevo la una en la otra; es decir, que la fuerza se halla constituida exactamente lo mismo que la ley; se dice que no existe entre ambas diferencia alguna. Las diferencias son la pura exteriorización universal o la ley y la pura fuerza; pero ambas tienen el mismo contenido, la misma constitución; se revoca, por tanto, la diferencia como diferencia del contenido, es decir, como diferencia de la cosa.

En este movimiento tautológico, el entendimiento permanece, como se ve, en la unidad quieta de su objeto y el movimiento recae solamente en el entendimiento, y no en el objeto; es una explicación que no sólo no explica nada, sino que es tan clara, que, tratando de decir algo distinto de lo ya dicho, no dice en rigor nada y se limita a repetir lo mismo. En la cosa misma no nace con este movimiento nada nuevo, sino que el movimiento [sólo] se toma en consideración como movimiento del entendimiento. Sin embargo, en él reconocemos cabalmente aquello cuya ausencia se echaba de menos en la ley, a saber: el cambio absoluto mismo, pues este movimiento, si lo consideramos más de cerca, es de un modo inmediato lo contrario de sí mismo. Pone, en efecto, una diferencia que no sólo no es para nosotros ninguna diferencia, sino que él mismo supera como diferencia. Es el mismo cambio que se presentaba como el juego de fuerzas; en éste se daba la diferencia entre lo solicitante y lo solicitado, entre la fuerza exteriorizada y la fuerza repelida hacia sí misma, pero se trataba de diferencias que en realidad no eran tales y que, por tanto, volvían a superarse de un modo inmediato. Lo que se halla presente no es solamente la mera unidad, como si no se pusiera en ella diferencia alguna, sino este movimiento, que establece ciertamente una diferencia, pero una diferencia que, por no serlo es nuevamente superada. Así, pues, con la explicación los cambios y mutaciones, que antes sólo se daban fuera de lo interior, en el fenómeno, han penetrado en lo suprasensible mismo; pero nuestra conciencia ha pasado de lo interior como objeto al otro lado, al entendimiento y encuentra aquí el cambio.

[g) La ley de la pura diferencia, el mundo invertido]

Este cambio no es aun un cambio de la cosa misma, sino que se presenta más bien precisamente como cambio puro porque el contenido de los momentos del cambio sigue siendo el mismo. Pero, en cuanto el concepto como concepto del entendimiento es lo mismo que lo interior de las cosas, este cambio pasa a ser, para el entendimiento, la ley de lo interior. El entendimiento experimenta, pues, que es ley del fenómeno mismo el que lleguen a ser diferencias que no son tales o el que cosas homónimas se repelan de sí mismas; lo mismo que el que las diferencias son solamente aquellas que no lo son en verdad y que se superan o que las cosas no homónimas se atraigan. Una segunda ley, cuyo contenido se contrapone a lo que antes llamábamos ley, es decir, a la diferencia que permanecía constantemente igual a sí misma; pues esta nueva ley expresa más bien el convertirse lo igual en desigual y el convertirse lo desigual en igual. El concepto induce a la ausencia de pensamiento a reunir ambas leyes y a cobrar conciencia de su contraposición. Claro está que también la segunda se pone como ley o como un ser interior igual a sí mismo, pero una igualdad consigo mismo más bien de la desigualdad, una constancia de lo inconstante. En el juego de fuerzas, esta ley resultaba precisamente como este tránsito absoluto y como puro cambio; el homónimo, la fuerza, se descompone en una contraposición que primeramente se manifiesta como una diferencia independiente, pero que de hecho no demuestra ser tal diferencia; pues es lo homónimo lo que de sí mismo se repele, y lo repelido se atrae, por tanto, esencialmente, porque es lo mismo; por consiguiente, la diferencia establecida vuelve a superarse, puesto que no es tal diferencia. Esta se presenta, así como diferencia de la cosa misma o como diferencia absoluta, y esta diferencia de la cosa no es, pues, sino lo homónimo que se ha repelido de sí mismo y pone, de este modo, una contraposición que no lo es.

Por medio de este principio, el primer suprasensible, el reino quieto de las leyes, la imagen inmediata del mundo percibido, se torna en su contrario; la ley era, en general, lo que permanecía igual, como sus diferencias; pero ahora se establece que ambas cosas, la ley y sus diferencias, son más bien lo contrario de sí mismas; lo igual a sí se repele más bien de sí mismo y lo desigual a sí se pone más bien como lo igual a sí. Sólo con esta determinación tenemos, de hecho, que la diferencia es la diferencia interna o la diferencia en sí misma, en cuanto lo igual es desigual a sí y lo desigual igual a sí. Este segundo mundo suprasensible es, de este modo, el mundo invertido; y ciertamente, en cuanto que un lado está presente ya en el primer mundo suprasensible, el mundo invertido de este primer mundo. Por donde lo interior se consuma como fenómeno. En efecto, el primer mundo suprasensible no era sino la elevación inmediata del mundo percibido al elemento universal; tenía su contraimagen necesaria en este mundo, que aun retenía para sí el principio del cambio y de la mutación; el primer reino de las leyes carecía de esto, pero lo adquiere ahora como mundo invertido.

Según la ley de este mundo invertido, lo homónimo del primero es, por tanto, lo desigual de sí mismo y lo desigual de dicho mundo es asimismo desigual a sí mismo o deviene igual a sí. En determinados momentos resultará que lo que en la ley del primero era dulce es en la de este invertido en sí amargo y, lo que en aquélla ley era negro es en éste blanco. Lo que en la ley del primero era el polo Norte de la brújula es en su otro en sí suprasensible (es decir, en la tierra) el polo Sur, y lo que allí es polo Sur es aquí polo Norte. Del mismo modo, lo que en la primera ley de la electricidad es el polo del oxígeno se convierte, en su otra esencia suprasensible, en el polo del hidrógeno; y, viceversa, lo que allí es el polo del hidrógeno se convierte aquí en el polo del oxígeno. En otra esfera, vemos que, con arreglo a la ley inmediata, el vengarse del enemigo constituye la más alta satisfacción de la individualidad atropellada. Pera esta ley, según la cual debo mostrarme como esencia contra quien se niega a tratarme como esencia independiente, y suprimirlo a él más bien como esencia, se invierte por el principio del otro mundo en lo opuesto, y la restauración de mí mismo como esencia mediante la superación en la esencia del otro se convierte en autodestrucción. Ahora bien, sí esta inversión que se representa en el castigo del delito se convierte en ley, tampoco ésta es sino la ley de un mundo que tiene que enfrentarse a un mundo suprasensible invertido, en el que se honra la que en aquel se desprecia y se desprecia lo que en aquél se honra. La pena, que según la ley del primero infama y aniquila al hombre, se trueca en su mundo invertido en el perdón que mantiene a salvo su esencia y lo honra.

Visto superficialmente, este mundo invertido es lo contrario del primero, de tal manera que lo tiene fuera de él y lo repele de sí como una realidad invertida; de modo que uno es el fenómeno y el otro, en cambio, el en sí, el uno el mundo como es para otro, el otro, por el contrario, como es para sí; por donde, para seguir empleando los anteriores ejemplos, lo que sabe dulce es, propiamente o en el interior de la cosa, amargo, o lo que en la brújula real del fenómeno es el polo Norte es en el ser interior o esencial el polo Sur; y lo que en la electricidad fenoménica se manifiesta como el polo del oxigeno sería en la no fenoménica el polo del hidrógeno. O bien un acto que como fenómeno es un delito debería en su interior poder ser propiamente bueno (un acto malo animado por una intención buena) y la pena ser un castigo solamente como manifestación, pero en sí o en otro mundo constituir un beneficio para el delincuente. Sin embargo, aquí ya no se dan esos antagonismos entre lo interno y lo externo, el fenómeno y lo suprasensible, como dos tipos de realidades. Las diferencias repelidas ya no se reparten de nuevo entre dos sustancias de éstas que sean portadoras de ellas y les confieran una subsistencia separada, de tal modo que el entendimiento, brotando de lo interior, se reintegrara a su puesto anterior. Uno de los lados o una de las sustancias volvería a ser el mundo de la percepción, en el que ejercería su esencia una de las dos leyes, y frente a él aparecería un mundo interior, que sería exactamente un mundo sensible como el primero, pero en la representación; no podría ser mostrado, visto, oído ni gustado como mundo sensible, pero sería representado como un mundo sensible semejante. Pero, de hecho, si uno de los elementos puestos es algo percibido y su en sí, como lo invertido de ello es asimismo algo representado de un modo sensible, tenemos que lo amargo, que sería el en sí de la cosa dulce, es una cosa tan real como ella una cosa amarga; lo negro, que sería el en sí de lo blanco es lo negro real; el polo Norte, que es el en sí del polo Sur, es el polo Norte presente en la misma brújula; el polo de oxígeno que es el en sí del polo de hidrógeno, es el polo de oxígeno presente en la misma columna. Y el delito real tiene su inversión y su en sí, como posibilidad, en la intención como tal, pero no es una buena intención, pues la verdad de la intención es sólo el hecho mismo. Y, según su contenido, el delito tiene su reflexión en sí mismo o su inversión en la pena real; ésta es la reconciliación de la ley con la realidad que se le opone en el delito. Por último, la pena real tiene su realidad invertida en ella misma, que es una realización de la ley, de tal modo que la que tiene ésta como pena se supera a sí misma, se convierte de nuevo de ley activa en ley quieta y vigente, cancelándose el movimiento de la individualidad en contra de la ley y el de ella en contra de la individualidad.


[3. La infinitud]

Así, pues, de la representación de la inversión, que constituye la esencia de uno de los lados del mundo suprasensible hay que alejar la representación sensible del afianzamiento de las diferencias en un elemento distinto de la subsistencia y representarse y concebir en su pureza este concepto absoluto de la diferencia como diferencia interna, como el repeler de sí mismo lo homónimo como homónimo y el ser igual de lo desigual como desigual. Hay que pensar el cambio puro o la contraposición en sí misma, la contradicción. En efecto, en la diferencia que es una diferencia interna lo opuesto no es solamente uno de dos -pues, de otro modo, sería un algo que es, y no un opuesto-, sino que es lo opuesto de algo opuesto; lo otro es dado inmediatamente en él mismo. Indudablemente, coloco lo contrario del lado de acá y del lado de allá lo otro, con respecto a lo cual es lo contrario; por tanto, pongo lo contrario de un lado, en y para sí sin lo otro. Pero, cabalmente al tener aquí lo opuesto en y para sí, es lo contrario de sí mismo o tiene ya de hecho inmediatamente lo otro en él mismo. Y así, el mundo suprasensible, que es el mundo invertido, ha sobrepasado al mismo tiempo al otro y lo ha incluido en sí mismo; es para sí el mundo invertido, es decir, la inversión de sí mismo; es él mismo y su contraposición en una unidad. Solamente así es la diferencia, como diferencia interna o diferencia en sí misma, o como infinitud.

A través de la infinitud vemos que la ley se ha realizado plenamente en ella misma como necesidad y que todos los momentos del fenómeno han sido recogidos ahora en su interior. El que lo simple de la ley es la infinitud significa, como resultado de lo que antecede: a) que la ley es algo igual a sí mismo, que es, sin embargo, la diferencia en sí, o que es un homónimo que se repele de sí mismo o se desdobla. Lo que se llamaba fuerza simple se duplica a sí misma y es por su infinitud la ley. 6) Lo desdoblado, que constituye las partes representadas en la ley, se presenta como subsistente; estas partes, consideradas sin el concepto de la diferencia interna, son el espacio y el tiempo o la distancia y la velocidad que brotan como momentos de la gravedad, indiferentes y no necesarios tanto el uno con respecto al otro como en relación con la misma gravedad, lo mismo que esta gravedad simple con respecto a ellos o la electricidad simple con respecto a la electricidad positiva 'y negativa [indiferente]. g) Ahora bien, a través del concepto de la diferencia interna este algo desigual e indiferente, espacio y tiempo, etc., es una diferencia que no es tal diferencia o sólo es diferencia de lo homónimo y su esencia es la unidad; esos elementos son animados el uno con respecto al otro como lo positivo y lo negativo, y su ser es más bien el ponerse como no ser y superarse en la unidad. Ambos términos diferentes subsisten y son en sí, son en sí como contrapuestos, es decir, son cada uno de ellos lo contrapuesto a sí mismo, tienen su otro en ellos y son solamente una unidad.

Esta infinitud simple o el concepto absoluto debe llamarse la esencia simple de la vida, el alma del mundo, la sangre universal, omnipresente, que no se ve empañada ni interrumpida por ninguna diferencia, sino que más bien es ella misma todas las diferencias así como su ser superado y que, por tanto, palpita en sí sin moverse, tiembla en sí sin ser inquieta. Esta infinitud simple es igual a sí misma, pues las diferencias son tautológicas; son diferencias que no lo son. Por tanto, esta esencia igual a sí misma se relaciona consigo misma solamente; consigo misma, por donde esto es un otro al que la relación tiende, y la relación consigo misma es más bien el desdoblamiento, o bien aquella igualdad consigo misma es diferencia interna. Estos términos desdoblados son, por tanto, en y para sí mismos, cada uno de ellos un contrario de otro, por donde el otro se enuncia ya al mismo tiempo que él. Dicho en otros términos, cada término no es el contrario de un otro, sino solamente el contrario puro; de este modo, por tanto, es en él mismo lo contrario de sí. O bien no es en general un contrario, sino que es puramente para sí, una esencia pura igual a sí misma, que no tiene en ella diferencia alguna; de este modo, no necesitamos presentar, y menos aun considerar como filosofía el atormentarnos con esta indagación, o incluso considerar como insoluble el problema de saber cómo brota la diferencia o el ser otro partiendo de esta esencia pura y fuera de ella; pues el desdoblamiento se ha producido ya y la diferencia ha quedado excluida de lo igual a sí mismo y ha sido dejada a un lado; por tanto, lo que debiera ser lo igual a sí mismo se ha convertido ya en uno de los términos del desdoblamiento, en lugar de ser la esencia absoluta. Decir que lo igual a sí mismo se desdobla equivale, pues, a decir, exactamente lo mismo, que se supera como ya desdoblado, que se supera como ser otro. La unidad, de la que suele decirse que de ella no puede brotar la diferencia, no es de hecho, ella misma, solamente momento del desdoblamiento; es la abstracción de la simplicidad enfrentada a la diferencia. Pero, al ser la abstracción, solamente uno de los elementos contrapuestos, queda dicho con ello que es el desdoblamiento, pues sí la unidad es algo negativo, algo contrapuesto, cabalmente es puesto así como lo que tiene en él la contraposición. Por tanto, las diferencias entre el desdoblamiento y el devenir igual a sí mismo son también, por consiguiente, tan sólo este movimiento del superarse; pues en cuanto lo igual a sí mismo que debe desdoblarse o convertirse en su contrario es una abstracción o él mismo algo ya desdoblado, tenemos que su desdoblamiento es, con ello, una superación de lo que es y, por ende, la superación de su ser desdoblado. El devenir igual a sí mismo es igualmente un desdoblarse; lo que deviene igual a sí mismo se enfrenta, así, al desdoblamiento; es decir, se pone a sí mismo de lado a deviene más bien algo desdoblado.

La infinitud o esta inquietud absoluta del puro moverse a sí misma, según lo cual lo determinado de algún modo, por ejemplo, como ser, es más bien lo contrarío de esta determinabilidad, es, ciertamente, el alma de todo el recorrido anterior, pera solamente en el interior ha surgido ella misma libremente. La manifestación o el juego de fuerzas la presenta ya a ella misma, pero sólo surge libremente por vez primera como explicación; y como, por último, es objeto para la conciencia como lo que ella es, la conciencia es autoconciencia. La explicación del entendimiento sólo es, de momento, la descripción de lo que la autoconciencia es. El entendimiento supera las diferencias presentes en la ley, ya convertidas en diferencias puras, pero todavía indiferentes, y las pone en una unidad, que es la fuerza. Pero este devenir igual es también, no menos inmediatamente, un desdoblamiento, pues sólo supera las diferencias y pone lo uno de la fuerza al establecer una nueva diferencia, la de ley y fuerza, que, empero, al mismo tiempo no es tal diferencia; y precisamente porque esta diferencia, al mismo tiempo, no lo es, el entendimiento procede él mismo una vez más a la superación de esta diferencia; haciendo que la fuerza se halle constituida del mismo modo que la ley. Pero, así, este movimiento o esta necesidad siguen siendo todavía necesidad y movimiento del entendimiento o no son, en cuanto tales, su objeto, sino que el entendimiento tiene como objetos, la electricidad positiva y negativa, la distancia, la velocidad, fuerza de atracción y mil cosas más, que forman el contenido de los momentos del movimiento. En la explicación encontramos cabalmente mucha autosatisfacción, porque aquí la conciencia, para decirlo así, se halla en coloquio inmediato consigo misma, gozándose solamente a sí misma; parece ocuparse de otra cosa, pero de hecho sólo se ocupa de sí misma.

En la ley opuesta, como la inversión de la primera ley, o en la diferencia interna, es cierto que la infinitud misma deviene objeto del entendimiento, pero éste la pierde de nuevo en cuanto tal, al repartir de nuevo en dos mundos o en dos elementos sustanciales la diferencia en sí, el repelerse a sí mismo de lo homónimo y los términos desiguales que se atraen; el movimiento tal y como es en la experiencia es aquí, para el, un acaecer y lo homónimo y lo desigual son predicados cuya esencia es un substrato que es. Lo mismo que para el entendimiento es un objeto bajo envoltura sensible, es para nosotros, en su figura esencial como concepto puro. Esta aprehensión de la diferencia como en verdad es o la aprehensión de la infinitud como tal es para nosotros o en sí. La exposición de su concepto corresponde a la ciencia; pero la conciencia, en cuanto lo posee de un modo inmediato, reaparece como forma propia o nueva figura de la conciencia, que en lo que precede no conoce su esencia, sino que ve en ella algo completamente distinto. Al convertirse en su objeto este concepto de la infinitud, ella es, por tanto, conciencia de la diferencia, como diferencia también inmediatamente superada; la conciencia es para sí misma, es la diferenciación de lo indistinto o autoconciencia. Yo me distingo de mí mismo, y en ello es inmediatamente para mí el que este distinto no es distinto. Yo, lo homónimo, me repelo de mí mismo; pero este algo diferenciado, puesto como algo desigual, no es de modo inmediato, en cuanto diferenciado, ninguna diferencia para mi. La conciencia de un otro, de un objeto en general, es, ciertamente, ella misma, necesariamente autoconciencia, ser reflejado en sí, conciencia de sí misma en su ser otro. El proceso necesario de las figuras anteriores de la conciencia, para la que lo verdadero era una cosa, un otro que ella misma, expresa cabalmente que no sólo la conciencia de la cosa sólo es posible para una conciencia de sí, sino, además, que solamente ésta es la verdad de aquellas figuras. Pero esta verdad sólo se da para nosotros, aun no para la conciencia. La conciencia de sí sólo ha devenido para sí, pero aun no como unidad con la conciencia en general.

Vemos que en el interior de la manifestación el entendimiento no es en verdad otra cosa que la manifestación misma, pero no tal y como es en cuanto juego de fuerzas, sino más bien este mismo juego de fuerzas en sus momentos absolutamente universales y en el movimiento de éstos, y de hecho, el entendimiento sólo se experimenta a sí mismo. Elevada por sobre la percepción, la conciencia se presenta unida a lo suprasensible por medio de la manifestación, a través de la cual mira a este fondo. Los dos extremos, uno el del puro interior y otro el del interior que mira a este interior puro, se juntan ahora y, lo mismo que desaparecen ellos como extremos, desaparece también el término medio, en cuanto algo distinto que ellos. Se alza, pues, este telón sobre lo interior y lo presente es el acto por el que lo interior mira lo interior; la contemplación del homónimo no diferenciado que se repele a sí mismo se pone como lo interior diferenciado, pero para lo cual es igualmente inmediata la no diferenciabilidad de ambos términos, la autoconciencia. Y se ve que detrás del llamado telón, que debe cubrir el interior, no hay nada que ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras él, tanto para ver, como para que haya detrás algo que pueda ser visto. Pero se muestra, al mismo tiempo, que no era posible pasar directamente hacia allí, sin preocuparse de todas estas circunstancias, ya que este saber que es la verdad de la representación del fenómeno de su interior sólo es, a su vez, el resultado de un movimiento circunstanciado, a lo largo del cual desaparecen los modos de la conciencia, el modo de ver, la percepción y el entendimiento; y se mostrará, al mismo tiempo, que el conocimiento de lo que la conciencia sabe, en cuanto se sabe a sí misma, exige todavía mayores circunstancias, que pasarnos a examinar a continuación.

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