A. INDEPENDENCIA Y SUJECION DE LA AUTOCONCIENCIA; SEÑORÍO Y SERVIDUMBRE
La autoconciencia es en y para sí en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra autoconciencia; es decir, sólo es en cuanto se la reconoce. El concepto de esta unidad de la autoconciencia en su duplicación, de la infinitud que se realiza en la autoconciencia, es una trabazón multilateral y multívoca, de tal modo que, de una parte, los momentos que aquí se entrelazan deben ser mantenidos rigurosamente separados y, de otra parte, deben ser, al mismo tiempo en esta diferencia, tomados y reconocidos también como momentos que no se distinguen o tomados en esta diferencia, y reconocidos siempre en su significación contrapuesta. El doble sentido de lo diferenciado se halla en la esencia de la autoconciencia que consiste en ser infinita o inmediatamente lo contrario de la determinabilidad en la que es puesta. El desdoblamiento del concepto de esta unidad espiritual en su duplicación presenta ante nosotros el movimiento del reconocimiento.
[1. La autoconciencia duplicada]
Para a autoconciencia hay otra autoconciencia; ésta se presenta fuera de sí. Hay en esto una doble significación; en primer lugar, la autoconciencia se ha perdido a sí misma, pues se encuentra como otra esencia; en segundo lugar, con ello ha superado a lo otro, pues no ve tampoco a lo otro como esencia, sino que se ve a sí misma en lo otro.
Tiene que superar este su ser otro; esto es la superación del primer doble sentido y, por tanto, a su vez, un segundo doble sentido; en primer lugar, debe tender a superar la otra esencia independiente, para de este modo devenir certeza de sí como esencia; y, en segundo lugar, tiende con ello a superarse a sí misma, pues este otro es ella misma.
Esta superación de doble sentido de su ser otro de doble sentido es, igualmente, un retorno a sí misma de doble sentido, pues, en primer lugar, se recobra a sí misma mediante esta superación, pues deviene de nuevo igual a sí por la superación de su ser otro, pero, en segundo lugar, restituye también a sí misma la otra autoconciencia, que era en lo otro, supera este su ser en lo otro y hace, así, que de nuevo libre a lo otro.
Este movimiento de la autoconciencia en su relación con otra autoconciencia se representa, empero, de este modo, como el hacer de la una; pero este hacer de la una tiene él mismo la doble significación de ser tanto su hacer como el hacer de la otra; pues la otra es igualmente independiente, encerrada en sí misma y no hay en ella nada que no sea por ella misma. La primera autoconciencia no tiene ante sí el objeto tal y como este objeto sólo es al principio para la apetencia, sino que tiene ante sí un objeto independiente y que es para sí y sobre el cual la autoconciencia, por tanto, nada puede para sí, si el objeto no hace en sí mismo lo que ella hace en él. El movimiento es, por tanto, sencillamente el movimiento duplicado de ambas autoconciencias. Cada una de ellas ve a la otra hacer lo mismo que ella hace; cada una hace lo que exige de la otra y, por tanto, sólo hace lo que hace en cuanto la otra hace lo mismo; el hacer unilateral sería ocioso, ya que lo que ha de suceder sólo puede lograrse por la acción de ambas.
El hacer, por tanto, no sólo tiene un doble sentido en cuanto que es un hacer tanto hacia sí como hacia lo otro, sino también en cuanto que ese hacer, como indivisible, es tanto el hacer de lo uno como el de lo otro.
En este movimiento vemos repetirse el proceso que se presentaba como juego de fuerzas, pero ahora en la conciencia. Lo que en el juego de fuerzas era para nosotros es ahora para los extremos mismos. El término medio es la conciencia de sí, que se descompone en los extremos; y cada extremo es este intercambio de su determinabilidad y el tránsito absoluto al extremo opuesto. Pero, como conciencia, aunque cada extremo pase fuera de sí, en su ser fuera de sí es, al mismo tiempo, retenido en sí, es para sí y su fuera de sí es para él. Es para él para lo que es y no es inmediatamente otra conciencia; y también para él es este otro para sí solamente cuando se supera como lo que es para sí y es para sí solamente en el ser para sí del otro. Cada extremo es para el otro el término medio a través del cual es mediado y unido consigo mismo, y cada uno de ellos es para sí y para el otro una esencia inmediata que es para sí, pero que, al mismo tiempo, sólo es para sí a través de esta mediación. Se reconocen como reconociéndose mutuamente.
Hay que considerar ahora este puro concepto del reconocimiento, de la duplicación de la autoconciencia en su unidad, tal como su proceso aparece para la autoconciencia. Este proceso representará primeramente el lado de la desigualdad de ambas o el desplazamiento del término medio a los extremos, que como extremos se contraponen, siendo el uno sólo lo reconocido y el otro solamente lo que reconoce.
[2. La lucha de Las autoconciencias contrapuestas]
La autoconciencia es primeramente simple ser para sí, igual a sí misma, por la exclusión de sí de todo otro; su esencia y su objeto absoluto es para ella el yo; y, en esta inmediatez o en este ser su ser para sí, es singular. Lo que para ella es otro es como objeto no esencial, marcado con el carácter de lo negativo. Pero lo otro es también una autoconciencia; un individuo surge frente a otro individuo. Y, surgiendo así, de un modo inmediato, son el uno para el otro a la manera de objetos comunes; figuras independientes, conciencias hundidas en el ser de la vida -pues como vida se ha determinado aquí el objeto que es-, conciencias que aun no han realizado la una para la otra el movimiento de la abstracción absoluta consistente en aniquilar todo ser inmediato para ser solamente el ser puramente negativo de la conciencia igual a sí misma; o, en otros términos, no se presenta la una con respecto a la otra todavía como puro ser para sí, es decir, como autoconciencias. Cada una de ellas está bien cierta de sí misma, pero no de la otra, por lo que su propia certeza de sí no tiene todavía ninguna verdad, pues su verdad sólo estaría en que su propio ser para sí se presentase ante ella como objeto independiente o, lo que es lo mismo, en que el objeto se presentase como esta pura certeza de sí mismo. Pero, según el concepto del reconocimiento, esto sólo es posible sí el otro objeto realiza para él esta pura abstracción del ser para sí, como él para el otro, cada uno en sí mismo, con su propio hacer y, a su vez, con el hacer del otro.
Pero la presentación de sí mismo como pura abstracción de la autoconciencia consiste en mostrarse como pura negación de su modo objetivo o en mostrar que no está vinculado a ningún ser allí determinado, ni a la singularidad universal de la existencia en general, ni se está vinculado a la vida. Esta presentación es el hacer duplicado; hacer del otro y hacer por uno mismo. En cuanto hacer del otro cada cual tiende, pues, a la muerte del otro. Pero en esto se da también el segundo hacer, el hacer por sí mismo, pues aquél entraña el arriesgar la propia vida. Por consiguiente, el comportamiento de las dos autoconciencias se halla determinado de tal modo que se comprueban por sí mismas y la una a la otra mediante la lucha a vida o muerte. Y deben entablar esta lucha, pues deben elevar la certeza de sí misma de ser para sí a la verdad en la otra y en ella misma. Solamente arriesgando la vida se mantiene la libertad, se prueba que la esencia de la autoconciencia no es el ser, no es el modo inmediato como la conciencia de sí surge, ni es su hundirse en la expansión de la vida, sino que en ella no se da nada que no sea para ella un momento que tiende a desaparecer, que la autoconciencia sólo es puro ser para sí. El individuo que no ha arriesgado la vida puede sin duda ser reconocido como persona, pero no ha alcanzado la verdad de este reconocimiento como autoconciencia independiente. Y, del mismo modo, cada cual tiene que tender a la muerte del otro, cuando expone su vida, pues el otro no vale para él más de lo que vale él mismo; su esencia se representa ante él como un otro, se halla fuera de sí y tiene que superar su ser fuera de sí; el otro es una conciencia entorpecida de múltiples modos y que es; y tiene que intuir su ser otro como puro ser para sí o como negación absoluta.
Ahora bien, esta comprobación por medio de la muerte supera precisamente la verdad que de ella debiera surgir, y supera con ello, al mismo tiempo, la certeza de sí misma en general; pues como la vida es la posición natural de la conciencia, la independencia sin la negatividad absoluta, la muerte es la negación natural de la misma conciencia, la negación sin la independencia y que, por tanto, permanece sin la significación postulada del reconocimiento. Por medio de la muerte llega a ser, evidentemente, la certeza de que los dos individuos arriesgaban la vida y la despreciaban cada uno en sí mismo y en el otro, pero no se adquiere para los que afrontan esta lucha. Superan su conciencia puesta en esta esencialidad ajena que es el ser allí natural o se superan a sí mismos, y son superados como extremos que quieren ser para sí. Pero, con ello, desaparece del juego del cambio el momento esencial, consistente en desintegrarse en extremos de determinabilidades contrapuestas; y el término medio coincide con una unidad muerta, que se desintegra en extremos muertos, que simplemente son y no son contrapuestos; y los dos extremos no se entregan ni se recuperan el uno al otro, mutuamente, por medio de la conciencia, sino que guardan el uno con respecto al otro la libertad de la indiferencia, como cosas. Su hacer es la negación abstracta, no la negación de la conciencia, la cual supera de tal modo que mantiene y conserva lo superado, sobreviviendo con ello a su llegar a ser superada.
En esta experiencia resulta para la autoconciencia que la vida es para ella algo tan esencial como la pura autoconciencia. En la autoconciencia inmediata, el simple yo es el objeto absoluto, pero que es para nosotros o en sí la mediación absoluta y que tiene como momento esencial la independencia subsistente. La disolución de aquella unidad simple es el resultado de la primera experiencia; mediante ella, se ponen una autoconciencia pura y una conciencia, que no es puramente para sí sino para otra, es decir, como conciencia que es o conciencia en la figura de la coseidad. Ambos momentos son esenciales; pero, como son, al comienzo, desiguales y opuestos y su reflexión en la unidad no se ha logrado aun, tenemos que estos dos momentos son como dos figuras contrapuestas de la conciencia: una es la conciencia independiente que tiene por esencia el ser para sí, otra la conciencia dependiente, cuya esencia es la vida o el ser para otro; la primera es el señor, la segunda el siervo.
[3. Señor y siervo]
[a) El señorío]
El señor es la conciencia que es para sí, pero ya no simplemente el concepto de ella, sino una conciencia que es para sí, que es mediación consigo a través de otra conciencia, a saber: una conciencia a cuya esencia pertenece el estar sintetizada con el ser independiente o la coseidad en general. El señor se relaciona con estos dos momentos: con una cosa como tal, objeto de las apetencias, y con la conciencia para la que la coseidad es lo esencial; y en cuanto que él, el señor, a) como concepto de la autoconciencia, es relación inmediata del ser para sí, pero, al mismo tiempo, b) como mediación o como un ser para sí que sólo es para sí por medio de un otro, se relaciona a) de un modo inmediato, con ambos momentos y b) de un modo mediato, a cada uno de ellos por medio del otro. El señor se relaciona al siervo de un modo mediato, a través del ser independiente, pues a esto precisamente es a lo que se halla sujeto el siervo; ésta es su cadena, de la que no puede abstraerse en la lucha, y por ella se demuestra como dependiente, como algo que tiene su independencia en la coseidad. Pero el señor es la potencia sobre este ser, pues ha demostrado en la lucha que sólo vale para él como algo negativo; y, al ser la potencia que se halla por encima de este ser y este ser, a su vez, la potencia colocada por encima del otro, así en este silogismo tiene bajo sí a este otro. Y, asimismo, el señor se relaciona con la cosa de un modo mediato, por medio del siervo; el siervo, como autoconciencia en general, se relaciona también de un modo negativo con la cosa y la supera; pero, al mismo tiempo, la cosa es para él algo independiente, por lo cual no puede consumar su destrucción por medio de su negación, sino que se limita a transformarla. Por el contrario, a través de esta mediación la relación inmediata se convierte, para el señor, en la pura negación de la misma o en el goce, lo que la apetencia no lograra lo logra él: acabar con aquello y encontrar satisfacción en el goce. La apetencia no podía lograr esto a causa de la independencia de la cosa; en cambio, el señor, que ha intercalado al siervo entre la cosa y él, no hace con ello más que unirse a la dependencia de la cosa y gozarla puramente; pero abandona el lado de la independencia de la cosa al siervo, que la transforma.
En estos dos momentos deviene para el señor su ser reconocido por medio de otra conciencia; pues ésta se pone en ellos como algo no esencial, de una parte en la transformación de la cosa y, de otra parte, en la dependencia con respecto a una determinada existencia; en ninguno de los dos momentos puede dicha otra conciencia señorear el ser y llegar a la negación absoluta. Se da, pues, aquí, el momento del reconocimiento en que la otra conciencia se supera como ser para sí, haciendo ella misma de este modo lo que la primera hace en contra de ella. Y otro tanto ocurre con el otro momento, en el que esta acción de la segunda es la propia acción de la primera; pues lo que hace el siervo es, propiamente, un acto del señor; solamente para éste es el ser para sí, la esencia; es la pura potencia negativa para la que la cosa no es nada y, por tanto, la acción esencial pura en este comportamiento, y el siervo, por su parte, una acción no pura, sino inesencial. Pero, para el reconocimiento en sentido estricto falta otro momento: el de que lo que el señor hace contra el otro lo haga también contra sí mismo y lo que el siervo hace contra sí lo haga también contra el otro. Se ha producido solamente, por tanto, un reconocimiento unilateral y desigual.
Para el señor, la conciencia no esencial es aquí el objeto, que constituye la verdad de la certeza de sí mismo. Pero, claramente se ve que este objeto no corresponde a su concepto, sino que en aquello en que el señor se ha realizado plenamente deviene para él algo totalmente otro que una conciencia independiente. No es para él una conciencia tal, sino, por el contrario, una conciencia dependiente; el señor no tiene, pues, la certeza del ser para sí como de la verdad, sino que su verdad es, por el contrario, la conciencia no esencial y la acción no esencial de ella.
La verdad de la conciencia independiente es, por tanto, la conciencia servil. Es cierto que ésta comienza apareciendo fuera de sí, y no como la verdad de la autoconciencia. Pero, así como el señorío revelaba que su esencia es lo inverso de aquello que quiere ser, así también la servidumbre devendrá también, sin duda, al realizarse plenamente lo contrario de lo que de un modo inmediato es; retornará a sí como conciencia repelida sobre sí misma y se convertirá en verdadera independencia.
[b) El temor]
Sólo hemos visto lo que es la servidumbre en el comportamiento del señorío. Pero la servidumbre es autoconciencia, y debemos pararnos a considerar ahora lo que es en y para sí misma. Primeramente, para la servidumbre, el señor es la esencia; por tanto, la verdad es, para ella, la conciencia independiente y que es para sí, pero esta verdad para ella no es todavía en ella. Sin embargo, tiene en ella misma, de hecho, esta verdad de la pura negatividad y del ser para sí, pues ha experimentado en ella misma esta esencia. En efecto, esta conciencia se ha sentido angustiada no por esto o por aquello, no por este o por aquel instante, sino por su esencia entera, pues ha sentido el miedo de la muerte, del señor absoluto. Ello la ha disuelto interiormente, la ha hecho temblar en sí misma y ha hecho estremecerse cuanto había en ella de fijo. Pero este movimiento universal puro, la fluidificación absoluta de toda subsistencia es la esencia simple de la autoconciencia, la absoluta negatividad, el puro ser para sí, que es así en esta conciencia. Este momento del puro ser pata sí es también para ella, pues en el señor dicho momento es su objeto. Además, aquella conciencia no es solamente esta disolución universal en general, sino que en el servir la lleva a efecto realmente; al hacerlo, supera en todos los momentos singulares su supeditación a la existencia natural y la elimina por medio del trabajo.
[c) La formación cultural]
Pero el sentimiento de la potencia absoluta en general y en particular el del servicio es solamente la disolución en sí, y aunque el miedo al señor es el comienzo de la sabiduría, la conciencia es en esto para ella misma y no el ser para sí. Pero a través del trabajo llega a sí misma. En el momento que corresponde a la apetencia en la conciencia del señor, parecía tocar a la conciencia servidora el lado de la relación no esencial con la cosa, mientras que ésta mantiene su independencia. La apetencia se reserva aquí la pura negación del objeto y, con ella, el sentimiento de sí mismo sin mezcla alguna. Pero esta satisfacción es precisamente por ello algo que tiende a desaparecer, pues le falta el lado objetivo o la subsistencia. El trabajo, por el contrario, es apetencia reprimida, desaparición contenida, el trabajo formativo. La relación negativa con el objeto se convierte en forma de éste y en algo permanente, precisamente porque ante el trabajador el objeto tiene independencia. Este término medio negativo o la acción formativa es, al mismo tiempo, la singularidad o el puro ser para sí de la conciencia, que ahora se manifiesta en el trabajo fuera de sí y pasa al elemento de la permanencia; la conciencia que trabaja llega, pues, de este modo a la intuición del ser independiente como de sí misma.
Ahora bien, la formación no tiene solamente esta significación positiva de que, gracias a ella, la conciencia servidora se convierte, como puro ser para sí, en lo que es, sino que tiene también una significación negativa con respecto a su primer momento, al temor. En la formación de la cosa, la propia negatividad, su ser para sí, sólo se convierte para ella en objeto en tanto que supera la forma contrapuesta que es. Pero este algo objetivamente negativo es precisamente la esencia extraña ante la que temblaba. Pero, ahora destruye este algo negativo extraño, se pone en cuanto tal en el elemento de lo permanente y se convierte de este modo en algo para sí mismo, en algo que es para sí. En el señor, el ser para sí es para ella un otro o solamente para ella; en el temor, el ser para sí es en ella misma; en la formación, el ser para sí deviene como en propio ser para ella y se revela a la conciencia como es ella misma en y para sí. Por el hecho de colocarse hacía afuera, la forma no se convierte para ella en algo otro que ella, pues esta forma es precisamente su puro ser para sí, que así se convierte para ella en la verdad. Deviene, por tanto, por medio de este reencontrarse por sí misma sentido propio, precisamente en el trabajo, en que sólo parecía ser un sentido extraño. Para esta reflexión son necesarios los dos momentos, tanto el del temor y el del servicio en general como el de la formación, y ambos, de un modo universal. Sin la disciplina del servicio y la obediencia, el temor se mantiene en lo formal y no se propaga a la realidad consciente de la existencia. Sin la formación, el temor permanece interior y mudo y la conciencia no deviene para ella misma. Si la conciencia se forma sin pasar por el temor primario absoluto, sólo es un sentido propio vano, pues su negatividad no es la negatividad en sí, por lo cual su formarse no podrá darle la conciencia de sí como de la esencia. Y si no se ha sobrepuesto al temor absoluto, sino solamente a una angustia cualquiera, la esencia negativa seguirá siendo para ella algo externo, su sustancia no se vera totalmente contaminada por ella. Si todos los contenidos de su conciencia natural no se estremecen, esta conciencia pertenece aun en sí al ser determinado; el sentido propio, es obstinación, una libertad que sigue manteniéndose dentro de la servidumbre. Y, del mismo modo que la pura forma no puede devenir esencia, tampoco esta forma, considerada como expansión más allá de lo singular, puede ser formación universal, concepto absoluto, sino una habilidad capaz de ejercerse sólo sobre algo, pero no sobre la potencia universal y la esencia objetiva total.
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