B. LIBERTAD DE LA AUTOCONCIENCIA; ESTOICISMO, ESCEPTICISMO Y LA CONCIENCIA DESVENTURADA
[Introducción. La fase de conciencia a que aquí se llega: el pensamiento]
Para la autoconciencia independiente, de una parte, sólo la pura abstracción del yo es su esencia y, de otra parte, al desarrollarse y asumir diferencias esta pura abstracción, este diferenciarse no se convierte para dicha autoconciencia en la esencia objetiva que es en sí; esta autoconciencia no deviene, por tanto, un yo verdaderamente diferenciable en su simplicidad o que en esta diferencia absoluta permanezca igual a sí mismo. Por el contrario, la conciencia repelida sobre sí, se convierte en la formación, como forma de la cosa plasmada, en objeto e intuye en el señor el ser para sí al mismo tiempo como conciencia. Pero ante la conciencia servidora en cuanto tal, estos dos momentos -el de sí misma como objeto independiente y el de este objeto como una conciencia y, por tanto, como su propia esencia- se disocian. Ahora bien, en cuanto que para nosotros o en sí la forma y el ser para sí son lo mismo y en el concepto de la conciencia independiente el ser en sí es la conciencia, tenemos que el lado del ser en sí o de la coseidad, que ha recibido su forma en el trabajo no es otra sustancia que la conciencia y deviene para nosotros en una nueva figura de la autoconciencia; una conciencia que es ante sí la esencia en cuanto la infinitud o el movimiento puro de la conciencia; que piensa o es una autoconciencia libre. Pues pensar se llama a no comportarse como un yo abstracto, sino como un yo que tiene al mismo tiempo el significado del ser en sí, o el comportarse ante la esencia objetiva de modo que ésta tenga el significado del ser para sí de la conciencia para la cual es. Ante el pensamiento el objeto no se mueve en representaciones o en figuras, sino en conceptos, es decir, en un indiferenciado ser en sí que, de modo inmediato para la conciencia, no es diferente de ella. Lo representado, lo configurado, lo que es como tal tienen la forma de ser algo otro que la conciencia; pero un concepto es al mismo tiempo algo que es, y esta diferencia, en cuanto es en la conciencia misma, es su contenido determinado, pero, por el hecho de que este contenido es, al mismo tiempo, concebido conceptualmente permanece inmediatamente consciente de su unidad con este algo que es determinado y diferente y no como en la representación, en la que la conciencia tiene que recordar, además, especialmente que ésta es su representación; el concepto, en cambio, es inmediatamente para mí mi concepto. En el pensamiento yo soy libre, porque no soy en otro, sino que permanezco sencillamente en mí mismo, y el objeto que es para mí la esencia es, en unidad indivisa, mi ser para mi; y mi movimiento en conceptos es un movimiento en mí mismo. Pero en esta determinación de esta figura de la autoconciencia es esencial retener con firmeza que es conciencia pensante en general o que su objeto es la unidad inmediata del ser en sí y del ser para sí. La conciencia homónima consigo misma que de sí misma se repele deviene elemento que es en sí; pero es en este elemento primeramente sólo como esencia universal en general, y no como esta esencia objetiva en el desarrollo y movimiento de su múltiple ser.
[1. El estoicismo]
Como es sabido, esta libertad de la autoconciencia, al surgir en la historia del espíritu como su manifestación consciente, recibió el nombre de estoicismo. Su principio es que la conciencia es esencia pensante y de que algo sólo tiene para ella esencialidad o sólo es para ella verdadero y buena cuando la conciencia se comporta en ella como esencia pensante.
La múltiple expansión, singularización y complejidad de la vida diferenciada en sí misma es el objeto sobre el que actúan la apetencia y el trabajo. Esta múltiple acción se ha condensado ahora en la simple diferencia que se da en el movimiento puro del pensamiento. No es la diferencia que se manifiesta como cosa determinada o como conciencia de un determinado ser allí natural, como un sentimiento o como apetencia y fin para ella, ya sea puesta por la conciencia propia o por una conciencia ajena, la que tiene más esencialidad, sino solamente la diferencia que es una diferencia pensada o que no se distingue de mí de un modo inmediato. Esta conciencia es, por tanto, negativa ante la relación entre señorío y servidumbre; su acción no es en el señorío tener su verdad en el siervo ni como siervo tener la suya en la voluntad del señor y en el servicio a éste, sino que su acción consiste en ser libre tanto sobre el trono como bajo las cadenas, en toda dependencia de su ser allí singular, en conservar la carencia de vida que constantemente se retrotrae a la esencialidad simple del pensamiento retirándose del movimiento del ser allí, tanto del obrar como del padecer. La obstinación es la libertad que se aferra a lo singular y se mantiene dentro de la servidumbre; el estoicismo, en cambio, la libertad que, escapando siempre inmediatamente a ella, se retrotrae a la pura universalidad del pensamiento; como forma universal del espíritu del mundo, el estoicismo sólo podía surgir en una época de temor y servidumbre universales, pero también de cultura universal, en que la formación se había elevado hasta el plano del pensamiento.
Ahora bien, aunque para esta autoconciencia la esencia no sea ni algo otro que ella ni la pura abstracción del yo, sino el yo que lleva en él el ser otro, pero como diferencia pensada, de tal modo que en su ser otro se ha retrotraído de un modo inmediato a sí mismo, lo cierto es que esta esencia suya sólo es, al mismo tiempo, una esencia abstracta. La libertad de la autoconciencia es indiferente con respecto al ser allí natural, por lo cual ha abandonado también libremente a éste y la reflexión es una reflexión duplicada. La libertad en el pensamiento tiene solamente como su verdad el pensamiento puro, verdad que, así, no aparece llena del contenido de la vida, y es, por tanto, solamente el concepto de la libertad, y no la libertad viva misma, ya que para ella la esencia es solamente el pensamiento en general, la forma como tal, que, al margen de la independencia de las cosas, se ha retrotraído a sí misma. Pero, puesto que la individualidad, como individualidad actuante, debería presentarse como una individualidad viva o, como individualidad pensante, abrazar el mundo vivo como un sistema del pensamiento, tendría necesariamente que encontrarse en el pensamiento mismo, para aquella expansión, un contenido de lo que es bueno y para ésta un contenido de lo que es verdadero; para que en lo que es para la conciencia no entre absolutamente ningún otro ingrediente que el concepto, que es la esencia. Pero, como el concepto, en cuanto abstracción, se separa aquí de la multiplicidad de las cosas, no tiene contenido alguno en él mismo, sino un contenido dado. Es cierto que la conciencia cancela el contenido, como un ser ajeno, en tanto que lo piensa; pero el concepto es concepto determinado, y esta determinabilidad del concepto es lo ajeno que tiene en él. De ahí que el estoicismo cayera en la perplejidad cuando se le preguntaba, para emplear la terminología de la época, por el criterio de la verdad en general, es decir, propiamente hablando, por un contenido del pensamiento mismo. Preguntado sobre qué era bueno y verdadero, no daba otra respuesta, una vez más, que el pensamiento mismo sin contenido: lo verdadero y lo bueno debía consistir, según él, en lo racional. Pero esta igualdad del pensamiento consigo mismo no es, a su vez, más que la forma pura en la que nada se determina; de este modo, los términos universales de lo verdadero y lo bueno, de la sabiduría y la virtud, en los que necesariamente tiene que detenerse el estoicismo son también, sin duda, en general, términos edificantes, pero no pueden por menos de engendrar pronto el hastío, ya que en realidad no pueden conducir a una expansión del contenido.
Esta conciencia pensante, tal y como se ha determinado como la libertad abstracta, no es, por tanto, más que la negación imperfecta del ser otro; no habiendo hecho otra cosa que replegarse del ser allí sobre sí misma, no se ha consumado como negación absoluta de la misma. El contenido vale para ella, ciertamente, tan sólo como pensamiento, pero también, al mismo tiempo, como pensamiento determinado y como la determinabilidad en cuanto tal.
[2. El escepticismo]
El escepticismo es la realización de aquello de que el estoicismo era solamente el concepto -y la experiencia real de lo que es la libertad del pensamiento; ésta es en sí lo negativo y tiene necesariamente que presentarse así. Con la reflexión de la autoconciencia en el simple pensamiento de sí misma el ser allí independiente o la determinabilidad permanente se sale con respecto a ella, de hecho, de la infinitud; ahora bien, en el escepticismo devienen para la conciencia la total inesencialidad y falta de independencia de este otro; el pensamiento deviene el pensar completo que destruye el ser del mundo múltiplemente determinado, y la negatividad de la autoconciencia libre se convierte, ante esta múltiple configuración de la vida, en negatividad real. Claramente se ve que así como el estoicismo corresponde al concepto de la conciencia independiente, que se revelaba como la relación entre el señorío y la servidumbre, el escepticismo corresponde a la realización de esta conciencia, como la tendencia negativa ante el ser otro, es decir, a la apetencia y al trabajo. Pero, mientras que la apetencia y el trabajo no podían llevar a término la negación para la autoconciencia, esta tendencia polémica contra la múltiple independencia de las cosas alcanzará, en cambio, su resultado, porque se vuelve en contra de ellas como autoconciencia libre ya previamente lograda; de un modo más preciso, porque esta tendencia lleva en sí misma el pensamiento a la infinitud, por lo cual las independencias, en cuanto a sus diferencias, no son para ella sino magnitudes que tienden a desaparecer. Las diferencias que en el puro pensamiento de sí mismo son solamente la abstracción de las diferencias se convierten, aquí, en todas las diferencias y todo ser distinto se convierte en una diferencia de la autoconciencia.
Hemos determinado así la acción del escepticismo en general y su modo de operar. El escepticismo pone de manifiesto el movimiento dialéctico que son la certeza sensible, la percepción y el entendimiento; y pone de manifiesto, asimismo, la inesencialidad de lo que es válido en la relación entre señorío y servidumbre y de lo que vale como algo determinado para el pensamiento abstracto mismo. Aquella relación entraña al mismo tiempo un determinado modo en el que se dan también preceptos morales como mandamientos del señorío; pero las determinaciones que se dan en el pensamiento abstracto son conceptos de la ciencia, en los que el pensamiento carente de contenido se expande y atribuye el concepto de un modo en realidad puramente externo a un ser independiente de él que constituye su contenido y sólo considera como válidos los conceptos determinados, aunque se trate también de puras abstracciones.
Lo dialéctico, como movimiento negativo, tal y como es de un modo inmediato, empieza revelándose a la conciencia como algo a lo que está entregada y que no es por medio de ella misma. Por el contrario, como escepticismo, dicho movimiento es un momento de la autoconciencia, a quien no acaece que desaparezca ante ella, sin que sepa cómo, lo que para ella es lo verdadero y lo real, sino que, en la certeza de su libertad, hace que desaparezca este otro mismo que se presenta como real; no sólo lo objetivo en cuanto tal, sino su propia actitud ante ello, en la que lo objetivo vale y se hace valer en cuanto tal y, por tanto, así su percepción como su consolidación de lo que está en peligro de perder, la sofistería y lo verdadero determinado y fijado por medio de ella; a través de esta negación autoconsciente, la autoconciencia adquiere para sí misma la certeza de su libertad, hace surgir la experiencia de ella y la eleva de este modo a verdad. Lo que desaparece es lo determinado o la diferencia que, del modo que sea y de dondequiera que venga, se establece como una diferencia firme e inmutable. Semejante diferencia no tiene en sí nada de permanente y tiene necesariamente que desaparecer ante el pensamiento, ya que lo que se diferencia consiste cabalmente en no ser en sí mismo, sino en tener su esencialidad solamente en un otro; el pensamiento, en cambio, es la penetración en esta naturaleza de lo diferente, es la esencia negativa como simple.
Por tanto, la autoconciencia escéptica experimenta en las mutaciones de todo cuanto trata de consolidarse para ella su propia libertad como una libertad que ella misma se ha dado y mantenido; la autoconciencia escéptica es para sí esta ataraxia del pensamiento que se piensa a sí mismo, la inmutable y verdadera certeza de sí misma. Esta certeza no brota de algo ajeno que haga derrumbarse en sí misma su múltiple desarrollo, como un resultado que tuviera tras sí su devenir; sino que la conciencia misma es la inquietud dialéctica absoluta, esa mezcla de representaciones sensibles y pensadas cuyas diferencias coinciden y cuya igualdad se disuelve también de nuevo, ya que es ella misma la determinabilidad con respecto a lo desigual. Pero precisamente por ello, esta conciencia, en realidad, en vez de ser una conciencia igual a sí misma, sólo es una confusión simplemente fortuita, el vértigo de un desorden que se produce constantemente, una y otra vez. Y dicha conciencia es esto para sí misma, pues ella misma mantiene y produce esta confusión en movimiento. Por eso confiesa que es esto, que es una conciencia totalmente contingente y singular, una conciencia que es empírica, que se orienta hacia lo que no tiene para ella ninguna realidad, que obedece a lo que no es para ella esencia alguna, que hace y convierte en realidad lo que no tiene para ella ninguna verdad. Pero, del mismo modo que se hace valer así como una vida singular y contingente, que es, de hecho, vida animal, y autoconciencia perdida, se convierte al mismo tiempo, por el contrario, en autoconciencia universal e igual a sí misma, ya que es la negatividad de todo lo singular y de toda diferencia. De esta igualdad consigo misma o más bien en ella misma recae de nuevo en aquel estado contingente y en aquella confusión, pues precisamente esta negatividad en movimiento sólo tiene que ver con lo singular y se ocupa solamente de lo contingente.
Esta conciencia es, por tanto, ese desatino inconsciente que consiste en pasar a cada paso de un extremo a otro, del extremo de la autoconciencia igual a sí misma al de la conciencia fortuita, confusa y engendradora de confusión, y viceversa. Ella misma no logra aglutinar estos dos pensamientos de ella misma; de una parte, reconoce su libertad como elevación por encima de toda la confusión y el carácter contingente del ser allí y, de otra parte, confiesa ser, a su vez, un retorno a lo no esencial y a un dar vueltas en torno a ello. Hace desaparecer en su pensamiento el contenido no esencial, pero es por ello mismo la conciencia de algo inesencial; proclama la desaparición absoluta, pero esta proclamación es, y esta conciencia es la desaparición proclamada; proclama la nulidad del ver, el oír, etc. y ella misma ve, ove, etc.; proclama la nulidad de las esencialidades éticas y ella misma las erige en potencias de su conducta. Su acción y sus palabras se contradicen siempre y, de este modo, ella misma entraña la conciencia doble y contradictoria de lo inmutable y lo igual y de lo totalmente contingente y desigual consigo misma. Pero mantiene disociada esta contradicción de sí misma y se comporta hacia ella como en su movimiento puramente negativo en general. Si se le indica la igualdad, ella indica la desigualdad; y cuando se le pone delante esta desigualdad, que acaba de proclamarse, ella pasa a la indicación de la igualdad; su charla es, en realidad, una disputa entre muchachos testarudos, uno de los cuales dice A cuando el otro dice B y B si aquél dice A y que, contradiciéndose cada uno de ellos consigo mismo, se dan la satisfacción de permanecer en contradicción el uno con el otro.
En el escepticismo, la conciencia se experimenta en verdad como una conciencia contradictoria en sí misma; y de esta experiencia brota una nueva figura, que aglutina los dos pensamientos mantenidos separados por el escepticismo. La carencia de pensamiento del escepticismo acerca de sí mismo tiene necesariamente que desaparecer, ya que es en realidad una sola conciencia que lleva en sí estos dos modos. Esta nueva figura es, de este modo, una figura tal, que es para sí la conciencia duplicada de sí como conciencia que, de una parte, se libera y es inmutable e idéntica a sí misma y que, de otra parte, es la conciencia de una confusión y una inversión absolutas -y que es así la conciencia de su propia contradicción. En el estoicismo, la autoconciencia es la simple libertad de sí misma; en el escepticismo, esta libertad se realiza, destruye el otro lado del determinado ser allí, pero más bien se duplica y es ahora algo doble. De este modo, la duplicación que antes aparecía repartida entre dos singulares, el señor y el siervo, se resume ahora en uno sólo; se hace de este modo presente la duplicación de la autoconciencia en sí misma, que es esencial en el concepto del espíritu, pero aun no su unidad, y la conciencia desventurada es la conciencia de sí como de la esencia duplicada y solamente contradictoria.
[3. La conciencia desventurada. Subjetivismo piadoso]
Esta conciencia desventurada, desdoblada en sí misma, debe ser, por tanto, necesariamente, puesto que esta contradicción de su esencia es para sí una sola conciencia, tener siempre en una conciencia también la otra, por donde se ve expulsada de un modo inmediato de cada una, cuando cree haber llegado al triunfo y a la quietud de la unidad. Pero su verdadero retorno a sí misma o su reconciliación consigo misma se presentará como el concepto del espíritu hecho vivo y entrado en la existencia, porque ya en ella es, como una conciencia indivisa, una conciencia doble; ella misma es la contemplación de una autoconciencia en otra, y ella misma es ambas, y la unidad de ambas es también para ella la esencia; pero, para sí no es todavía esta esencia misma, no es todavía la unidad de ambas.
[a) La conciencia mudable]
Por cuanto que primeramente esa conciencia no es sino la unidad inmediata de ambas, pero de tal modo que no son para ella lo mismo, sino que son contrapuestas, tenemos que la una, la conciencia simple e inmutable, es para ella como la esencia, mientras que la otra, la que cambia de un modo múltiple, es como lo no esencial. Ambas son para ella esencias ajenas la una a la otra; y ella misma, por cuanto que es la conciencia de esta contradicción, se pone del lado de la conciencia cambiante y es para sí lo no esencial; pero, como conciencia de la inmutabilidad o de la esencia simple, tiene necesariamente que proceder, al mismo tiempo, a liberarse de lo inesencial, es decir, a liberarse de sí misma. En efecto, si bien para sí es solamente lo cambiante y lo inmutable es para ella algo ajeno, es ella misma simple y, por tanto, conciencia inmutable, consciente por tanto de ello como de su esencia, pero de tal modo que ella misma no es para sí, a su vez, la esencia. Por consiguiente, la posición que atribuye a las dos no puede ser la de una indiferencia mutua, es decir, la de la indiferencia de ella misma hacia lo inmutable, sino que es de un modo inmediato y ella misma ambas, y para ella la relación entre ambas es como una relación entre la esencia y la no-esencia, de tal modo que esta última es superada; pero, por cuanto que ambas son para ella igualmente esenciales y contradictorias, tenemos que la autoconciencia no es sino el movimiento contradictorio en el que el contrario no llega a la quietud en su contrario, sino que simplemente se engendra de nuevo en él como contrario.
Estamos, por tanto, ante una lucha contra un enemigo frente al cual el triunfar es más bien sucumbir y el alcanzar lo uno es mas bien perderlo en su contrario. La conciencia de la vida, de su ser allí y de su acción es solamente el dolor en relación con este ser allí y esta acción, ya que sólo encuentra aquí la conciencia de su contrario como la conciencia de la esencia y de la propia nulidad. Remontándose sobre esto, pasa a lo inmutable. Pero esta elevación es ella misma esta conciencia; es, por tanto, de modo inmediato la conciencia de lo contrario, a saber, la conciencia de sí misma como de lo singular. Y, cabalmente con ello, lo inmutable que entra en la conciencia es tocado al mismo tiempo por lo singular y solamente se presenta con esto, en vez de haberlo extinguido en la conciencia de lo inmutable, se limita a aparecer constantemente de nuevo en ella.
[b) La figura de lo inmutable]
Pero, en este movimiento; experimenta precisamente este surgir de lo singular en lo inmutable y de lo inmutable en lo singular. Para ella, lo singular en general aparece, en la esencia inmutable y, al mismo tiempo, lo singular suyo aparece en aquél. En efecto, la verdad de este movimiento es precisamente el ser uno de esta conciencia duplicada. Pero esta unidad deviene para ella misma primeramente una unidad en la que la diversidad de ambos es todavía lo dominante. De este modo, tenemos que lo singular se presenta para ella vinculado a lo inmutable de tres modos. En primer lugar, ella misma resurge de nuevo como lo opuesto a la esencia inmutable, y se ve retrotraída hasta el comienzo de la lucha, que permanece como el elemento de toda la relación. En segundo lugar, lo inmutable mismo en ella tiene para ella lo singular, de tal modo que es la figura de lo inmutable, a la que se transfiere, así, todo el modo de la existencia. Y, en tercer lugar, ella misma se encuentra como este singular en lo inmutable. El primer inmutable es para ella solamente la esencia ajena que condena lo singular; en cuanto al segundo es una figura de lo singular como ella misma -deviene entonces en tercer lugar hacia el espíritu, tiene la alegría de encontrarse a sí misma en él y adquiere la conciencia de haber reconciliado su singularidad con lo universal.
Lo que aquí se presenta como modo y comportamiento de lo inmutable se ha dado como la experiencia que la autoconciencia desdoblada se forma en su desventura. Esta experiencia no es, ciertamente, su movimiento unilateral, pues es ella misma conciencia inmutable y ésta, con ello y al mismo tiempo, también conciencia singular, y el movimiento, asimismo, movimiento de la conciencia inmutable, que en él se manifiesta lo mismo que el otro, pues este movimiento recorre los siguientes momentos: un primer momento, en el que lo inmutable es lo opuesto a lo singular en general, un segundo momento, en el que lo inmutable, al convertirse por sí mismo en lo singular, se opone al resto de lo singular, y por último un tercer momento, en el que lo inmutable forma una unidad con lo singular. Pero esta consideración, en cuanto nos pertenece a nosotros, es aquí extemporánea, pues hasta ahora sólo hemos visto surgir la inmutabilidad como inmutabilidad de la conciencia, que, por consiguiente, no es la inmutabilidad verdadera, sino la inmutabilidad que lleva todavía en sí una contradicción, no lo inmutable en y para sí mismo; no sabemos, por tanto, cómo esto se comportará. El único resultado a que hemos llegado es que para la conciencia, que es aquí nuestro objeto, estas determinaciones indicadas se manifiestan en lo inmutable.
Esta es la razón de que la conciencia inmutable mantenga también en su configuración misma el carácter y el fundamento del ser desdoblado y del ser para sí con respecto a la conciencia singular. Para ésta es, por tanto, en general, un acaecer el que lo inmutable adquiera la figura de lo singular; del mismo modo que sólo se encuentra contrapuesta a ella, y, por tanto, es por medio de la naturaleza como adquiere esta relación; finalmente, el que se encuentre en él se le revela, en parte, ciertamente, como algo producido por ella misma o por el hecho de ser ella misma singular; pero una parte de esta unidad se le revela como perteneciente a lo inmutable, tanto en cuanto a su origen como en cuanto que ella es; y la contraposición permanece en esta unidad misma. De hecho, mediante la configuración de lo inmutable el momento del más allá no sólo permanece, sino que además se afianza, pues si, por la figura de la realidad singular parece, de una parte, acercarse más a lo inmutable, de otra parte tenemos que lo inmutable es ahora para ella y frente a ella como un uno sensible e impenetrable, con toda la rigidez de algo real; la esperanza de devenir uno con él tiene necesariamente que seguir siendo esperanza, es decir, quedar sin realizarse y sin convertirse en algo presente, pues entre ella y la realización se interpone precisamente la contingencia absoluta o la indiferencia inmóvil que se halla en la configuración misma, en lo que fundamenta a la esperanza. Por la naturaleza de lo uno que es, por la realidad que ha revestido acaece necesariamente que haya desaparecido en el tiempo y que en el espacio se halle lejos y permanezca sencillamente lejos.
[c) La aglutinación de lo real y la autoconciencia]
Si primeramente el mero concepto de la conciencia desdoblada se determinaba de modo que tendía a la superación de esta conciencia como singular y a su devenir conciencia inmutable, su tendencia se determina ahora en el sentido de superar más bien su relación con el puro inmutable no con figurado para relacionarse solamente con lo inmutable configurado. En efecto, el ser uno de lo singular con lo inmutable es para él, en adelante, esencia y objeto, mientras que en el concepto su objeto esencial era solamente lo inmutable abstracto y no configurado; y aquello de que ahora tiene que apartarse es la actitud de este desdoblamiento absoluto del concepto. Y debe elevar al devenir uno absoluto su relación primeramente externa con lo inmutable configurado como una realidad ajena.
El movimiento mediante el cual la conciencia no esencial tiende a alcanzar este ser uno es él mismo un movimiento triple, a tono con la triple actitud que habrá de adoptar ante su más allá configurado: de una parte, como conciencia pura; de otra parte, como esencia singular que se comporta hacia la realidad como apetencia y como trabajo y, en tercer lugar, como conciencia de su ser para sí. Cómo estos tres modos de su ser se hallan presentes y se determinan en aquella relación general es lo que ahora hay que ver.
[1. La conciencia pura, el ánimo, el fervor] Si, por tanto se considera primeramente esta conciencia como conciencia pura parece como si lo inmutable configurado en tanto que es para la conciencia pura se pusiera como es en sí y para sí mismo. Sin embargo, el cómo es en sí y para sí mismo es, como ya hemos señalado, algo que aun no ha nacido. Para que fuese en la conciencia tal y como es en y para sí mismo tendría, evidentemente, que partir más bien de él que de la conciencia; pero esta su presencia aquí sólo se da todavía de un modo unilateral a través de la conciencia, lo que hace precisamente que no exista de un modo perfecto y verdadero, sino que permanezca afectado de imperfección o de una contraposición.
Por tanto, aunque la conciencia desventurada no posea esta presencia se halla ya, al mismo tiempo, sobre el pensamiento puro (y más allá de él), en cuanto éste es el pensamiento abstracto del estoicismo, que prescinde de la singularidad en general y el pensamiento del escepticismo que es solamente inquietud -en realidad, solamente la singularidad como la contradicción no consciente y su incesante movimiento-; dicha conciencia se remonta sobre ambos, aglutina y cohesiona el pensamiento puro y la singularidad, pero no se eleva aun hasta aquel pensamiento para el cual la singularidad de la conciencia se reconcilia con el pensamiento puro mismo. Se halla más bien en ese término medio en que el pensamiento abstracto entra en contacto con la singularidad de la conciencia como singularidad. Ella misma es este contacto; es la unidad del pensamiento puro y de la singularidad; y es también para ella esta singularidad pensante o el pensamiento puro y lo inmutable mismo esencialmente como singularidad. Pero no es para ella el que este su objeto, lo inmutable, que tiene esencialmente para ella la figura de la singularidad, sea ella misma y ella misma la singularidad de la conciencia.
En este primer modo, en que la consideramos como conciencia pura, no se comporta, por tanto, hacia su objeto como pensante, sino que, al ser ella misma, ciertamente, en sí, pura singularidad pensante y su objeto cabalmente esto, pero no siendo pensamiento puro la relación misma entre ellos, se limita, por así decirlo, a tender hacía el pensamiento y es recogimiento devoto. Su pensamiento como tal sigue siendo el informe resonar de las campanas o un cálido vapor nebuloso, un pensamiento musical, que no llega a concepto, el cual sería el único modo objetivo inmanente. No cabe duda de que este puro sentir interior infinito encontrará su objeto, pero éste no se presentará como un objeto conceptual y aparecerá, por tanto, como algo ajeno. Es así como se da el movimiento interior del ánimo puro, que se siente a sí mismo, pero se siente dolorosamente como desdoblamiento; es el movimiento de una infinita nostalgia, que tiene la certeza de que su esencia es aquel ánimo puro, un pensamiento puro que se piensa como singularidad, de que es conocida y reconocida por este objeto, precisamente porque se piensa como singularidad. Pero, al mismo tiempo, esta esencia es el más allá inasequible, que huye cuando se le quiere captar o que, por mejor decir, ha huido ya. Ha huido ya, pues es, de una parte, lo inmutable que se piensa como singularidad, por donde la conciencia se alcanza a sí misma inmediatamente en él, se alcanza a sí misma, pero como lo contrapuesto a lo inmutable; en vez de captar la esencia, no hace más que sentirla y recae en sí misma; por tanto, como en este alcanzar no puede eliminarse a sí misma como este algo contrapuesto, en vez de haber captado la esencia sólo ha captado lo inesencial. Y así como, de una parte, al tratar de captarse a sí en la esencia, sólo capta la propia realidad desdoblada, no puede tampoco, de otra parte, captar lo otro como singular o como real. No se lo encontrará dondequiera que se le busque, precisamente porque tiene que ser un más allá, un ser tal que no puede ser encontrado. Buscado como singular, no es una singularidad universal pensada, no es concepto, sino un singular como objeto o algo real; objeto de la certeza sensible inmediata y, precisamente por ella, solamente un objeto que ya ha desaparecido. Ante la conciencia sólo se hace presente, por tanto, el sepulcro de su vida. Pero, como este mismo es una realidad y va contra la naturaleza de la realidad el garantizar una posesión permanente, tampoco la presencia del sepulcro es otra cosa que la lucha de un esfuerzo condenado necesariamente a frustrarse. Sin embargo, al pasar por la experiencia de que el sepulcro de su esencia real e inmutable carece de realidad, de que la singularidad desaparecida, como desaparecida, no es la verdadera singularidad, renunciará a indagar la singularidad inmutable como real o a retenerla como desaparecida, y solamente así será capaz de encontrar la singularidad como verdadera o como universal.
[2. La esencia singular y la realidad. El obrar de la conciencia piadosa} Pero, ante todo, debemos tomar el retorno del ánimo a sí mismo de tal modo que es como un singular que tiene realidad. Es el puro ánimo el que se ha encontrado para nosotros o en sí y se ha satisfecho en sí mismo, pues aunque para él, en su sentimiento, la esencia se separe de él, en sí este sentimiento es sentimiento de sí mismo, ha sentido el objeto de su puro sentir y él mismo es este objeto; surge, pues, de esto como sentimiento de sí mismo a como algo real que es para sí. En este retorno a sí mismo deviene para nosotros su segunda actitud, la actitud de la apetencia y el trabajo, que confiere a la conciencia la certeza interior de sí misma, certeza que ha adquirido para nosotros, y se la confiere mediante la superación y el goce de la esencia ajena, o sea de la esencia bajo la forma de las cosas independientes. Pero la conciencia desventurada sólo se encuentra como conciencia apetente y laboriosa; no advierte que para encontrarse así tiene que basarse en la certeza interior de sí misma y que su sentimiento de la esencia es este sentimiento de sí misma. Y, en cuanto no tiene para sí misma esta certeza, su interior sigue siendo más bien la certeza rota de sí misma; por tanto, la seguridad que adquiriría mediante el trabajo y el goce es también una seguridad rota; o más bien diríamos que ella misma destruiría esta seguridad, de tal modo que, aun encontrando en ella dicha seguridad, sólo será la seguridad de lo que ella es para sí, es decir, de su desdoblamiento.
La realidad contra la que se vuelven la apetencia y el trabajo no es ya, para esta conciencia, algo nulo en sí, algo que ella haya simplemente de superar y devorar, sino algo como ella misma es: una realidad rota en dos, que solamente de una parte es nula en sí, mientras que de otra parte es un mundo sagrado; es la figura de lo inmutable, pues esto ha conservado en sí la singularidad y, por ser universal en cuanto inmutable, su singularidad tiene en general la significación de toda la realidad.
Si la conciencia fuese conciencia para sí independiente y la realidad, para ella, algo nulo en y para sí, llegaría en el trabajo y en el goce al sentimiento de su independencia, por cuanto que sería ella misma la que superaría la realidad. Sin embargo, siendo ésta para ella la figura de lo inmutable, no puede superarlo por sí sola, sino que, cuando en verdad llega a la anulación de la realidad y al goce, esto sólo sucede para ella, esencialmente, porque lo inmutable mismo abandona su figura y se la cede para que la goce. A su vez, la conciencia surge aquí, asimismo, como real, pero como algo también interiormente roto, y este desdoblamiento se presenta en su trabajo y en su goce, en desdoblarse en una actitud ante la realidad o el ser para sí y en un ser en sí. Aquella actitud ante la realidad es el alterar o el actuar, el ser para sí, que corresponde a la conciencia singular como tal. Pero en ello es también en sí: este lado pertenece al más allá inmutable; está formado por las capacidades y las fuerzas, un don ajeno que lo inmutable cede también a la conciencia para usarlo.
Por tanto, en su actuación, la conciencia es, por el momento, la relación entre dos extremos; se mantiene, de una parte, como el más acá activo y frente a ella aparece la realidad pasiva, ambas en relación la una con la otra, pero ambas también retrotraídas a lo inmutable y aferradas a sí. De ambos lados se desprende, por consiguiente, tan sólo algo superficial que se enfrenta al otro en el juego del movimiento. El extremo de la realidad es superado por el extremo activo; pero ella, por su parte, sólo puede ser superada porque su esencia inmutable la supera ella misma, se repele de sí y abandona lo repelido a la actividad. La fuerza activa se manifiesta como la potencia en que se disuelve la realidad; pero, por ello, para esta conciencia, para la que el en sí o la esencia es un otro, esta potencia como la cual aparece en la actividad es el más allá de sí misma. Por tanto, en vez de retornar a sí desde su acción y de haberse probado a sí por sí misma, lo que hace es reflejar este movimiento de la acción en el otro extremo, que se presenta de este modo como puro universal, como la potencia absoluta de que arranca el movimiento hacía todos los lados y que es tanto la esencia de los extremos que se desintegran, en su manera primitiva de presentarse, como la esencia del cambio mismo.
Cuando la conciencia inmutable renuncia a su figura y la abandona y, frente a ello, la conciencia individual da gracias, es decir, se niega la satisfacción de la conciencia de su independencia y transfiere de sí al más allá la esencia de la acción, cuando se dan estos dos momentos de la entrega mutua de ambas partes, con ello nace, ciertamente, para la conciencia su unidad con lo inmutable. Pero, al mismo tiempo, esta unidad es afectada por la separación, de nuevo rota en sí y surge nuevamente de ella la oposición de lo universal y lo singular. La conciencia, aunque renuncie a la apariencia de la satisfacción de su sentimiento de sí misma, adquiere, sin embargo, la real satisfacción de este sentimiento, ya que ella ha sido apetencia, trabajo y goce: como conciencia, ha querido, ha hecho y ha gozado. Y su gratitud, con la que reconoce al otro extremo como la esencia y se supera, es también su propia acción, que contrarresta la del otro extremo y opone al beneficio que se abandona una acción igual; si aquel extremo le cede algo superficial de sí mismo, la conciencia da gracias también y, con ello, al renunciar, a su propia acción, es decir, a su esencia misma, hace propiamente más que el otro, que se limita a ceder de sí algo superficial. Por tanto, no solamente en la apetencia, el trabajo y el goce reales, sino también incluso en la misma gratitud, en la que parece suceder lo contrario, y el movimiento en su totalidad se refleja en el extremo de la singularidad. La conciencia se siente aquí como este singular y no se deja engañar por la apariencia de su renuncia, pues la verdad de ella reside en no haberse entregado; lo que se ha producido es solamente la doble reflexión en los dos extremos, y el resultado es la escisión repetida en la conciencia contrapuesta de lo inmutable y en la conciencia del querer, el realizar y el gozar contrapuestos y de la renuncia a sí misma o de la singularidad que es para sí, en general.
[3. La autoconciencia que arriba a la razón. (La mortificación de sí mismo)] Se produce así la tercera actitud del movimiento de esta conciencia, que surge de la segunda, en la que la conciencia se ha probado en verdad como independiente por medio de su querer y su realizar. En la primera actitud era solamente el concepto de la conciencia real o el ánimo interior, todavía no real en la acción y el goce; la segunda es esta realización, como acción y goce externos; pero, al retornar de ella, la conciencia se ha experimentado como una conciencia real y actuante o como conciencia cuya verdad es ser en y para sí. Pero, aquí se descubre ahora al enemigo bajo su figura más peculiar. En la lucha del ánimo la conciencia singular es solamente como momento musical, abstracto; en el trabajo y el goce, como la realización [Realisierung] de este ser carente de esencia, puede olvidarse de un modo inmediato y la peculiaridad consciente que reside en esta realidad es echada a tierra por el reconocimiento agradecido. Pero este echar por tierra es, en verdad, un retorno de la conciencia a sí misma y, concretamente, a sí misma como a la verdadera realidad.
Esta tercera actitud, en la que esta verdadera realidad es uno de los extremos, es la relación de esa realidad con la esencia universal como la nada; y el movimiento de esta relación es el que vamos ahora a considerar.
Por lo que se refiere, en primer lugar, a la relación contrapuesta de la conciencia, en la que su realidad es para ella inmediatamente lo nulo, vemos que su acción real deviene, por tanto, una acción de nada y su goce deviene el sentimiento de su desventura. De este modo, la acción y el goce pierden todo contenido y toda significación universales, ya que de otro modo tendrían un ser en y para sí, y ambos se retrotraen a la singularidad, hacia la que tiende la conciencia, para superarla. En las funciones animales la conciencia es consciente de sí como de este singular real. Estas funciones, en vez de cumplirse espontáneamente, como algo nulo en y para sí y que no puede alcanzar importancia ni esencialidad alguna para el espíritu, como son funciones en las que el enemigo se manifiesta bajo su figura peculiar, constituyen más bien objeto de serio esfuerzo y se convierten precisamente en lo más importante. Pero, como este enemigo se produce en su derrota, la conciencia, al fijarlo, en vez de ser liberada de él, permanece siempre en relación con él y se siente siempre maculada, y, al mismo tiempo, este contenido de sus aspiraciones, en vez de ser algo esencial, es lo más vil y, en vez de ser algo universal, es lo más singular, y así, vemos nosotros solamente a una personalidad limitada a sí misma y a su pequeña acción y entregada a ella, una personalidad tan desventurada como pobre.
Pero, en ambos casos, al sentimiento de su desventura y a la pobreza de su acción va unida también la conciencia de su unidad con lo inmutable. Pues el intento de la anulación inmediata de su ser real se lleva a cabo por mediación del pensamiento de lo inmutable y acaece en esta relación. La relación mediata constituye la esencia del movimiento negativo en el cual la conciencia tiende en contra de su singularidad la que, sin embargo, como relación es en sí positiva y producirá para ella misma su unidad.
Esta relación mediata es, por tanto, un silogismo en el que la singularidad, que empieza fijándose como opuesta al en sí, sólo se halla en conexión con este otro extremo por medio de un tercer término. A través de este término medio, es para la conciencia inesencial el extremo de la conciencia inmutable, y esta conciencia inesencial, a su vez, sólo puede ser para la conciencia inmutable a través de este término medio; por donde éste es así, un término medio que representa a ambos extremos, el uno frente al otro y el mutuo servidor de cada uno de ellos cerca del otro. Este término medio es él mismo una esencia consciente, ya que es una acción que sirve de mediadora a la conciencia como tal; el contenido de esta acción es la cancelación que la conciencia lleva a cabo de su singularidad.
En él, la conciencia se libera por tanto, de la acción y el goce como de lo suyo: repudia, de sí misma como extremo que es, para sí la esencia de su voluntad y arroja sobre el término medio o el servidor la peculiaridad y la libertad de la decisión y, con ello, la culpa de lo que hace. Este mediador, que se halla en relación inmediata con la esencia inmutable, sirve como consejero acerca de lo que es justo. La acción, en cuanto acatamiento de una decisión ajena, deja de ser una acción propia, en lo tocante al lado de la acción o de la voluntad. Pero para la conciencia inesencial permanece aun su lado objetivo, a saber, el fruto de su trabajo y el disfrute. También esto es repudiado de sí misma por ella y, del mismo modo, que renuncia a su voluntad, renuncia también a su realidad lograda en el trabajo y en el disfrute, renuncia a ella, en parte como a la verdad alcanzada de su independencia autoconsciente -en cuanto se mueve como algo totalmente ajeno, que le sugiere la representación y le habla en el lenguaje de lo que carece de sentido- y, en parte, como propiedad externa, al ceder algo de la posesión adquirida por medio del trabajo y en parte, finalmente, renuncia. al goce ya logrado, al prohibírselo totalmente de nuevo la abstinencia y la mortificación.
A través de estos momentos, primero el de la renuncia a su propia decisión, luego de la renuncia a la propiedad y al goce y, por último, el momento positivo de la realización de algo que no comprende, se priva en verdad y plenamente de la conciencia de la libertad interior y exterior, de la realidad como su ser para sí; tiene la certeza de haberse enajenado en verdad de su yo, y de haber convertido su autoconciencia inmediata en una cosa, en un ser objetivo.
Solamente por medio de este sacrificio real puede la autoconciencia probar su renuncia a sí misma, pues solamente así desaparecerá el fraude que reside en el reconocimiento y la gratitud interiores por medio del corazón, las intenciones o los labios, reconocimiento que, aunque desplaza de sí toda la potencia del ser para sí, para atribuirla a un don de lo alto, conserva él mismo en este desplazamiento la peculiaridad externa en la posesión, que no abandona, y la particularidad interna en la conciencia de la decisión que ella misma asume y en la conciencia del contenido de esta decisión determinado por ella, contenido que no ha trocado por un contenido para ella ajeno y carente plenamente de sentido.
Pero, en el sacrificio realmente consumado la conciencia, lo mismo que supera la acción como lo suyo, se desprende también en sí de su desventura como proveniente de dicha acción. Sin embargo, el que este desprendimiento ocurra en sí es la acción del otro extremo del silogismo, que es la esencia que es en sí. Pero, al mismo tiempo, aquel sacrificio del extremo no esencial no era una acción unilateral, sino que contenía en sí la acción del otro. Pues la renuncia a la propia voluntad sólo es negativa de una parte, de acuerdo con su concepto o en sí, pero es al mismo tiempo positiva, a saber, la posición de la voluntad como un otro y, de un modo determinado, la posición de la voluntad, no como algo singular, sino universal. Para esta conciencia, este significado positivo de la voluntad singular negativamente puesta es la voluntad del otro extremo, que, precisamente por ser ella un otro, no deviene para ella por medio de sí, sino por medio del tercero, del mediador, en forma de consejo. Para ella, su voluntad deviene, evidentemente, voluntad universal y que es en sí, pero ella misma no es ante sí este en sí; la renuncia a su voluntad como singular no es para ella, de acuerdo con el concepto, lo positivo de la voluntad universal. Y, del mismo modo, su renuncia a la posesión y al goce sólo tiene esta misma significación negativa, lo universal que así deviene para ella no es su propia acción. Esta unidad de lo objetivo y del ser para sí que es en el concepto de la acción y que, de este modo, deviene para la conciencia como la esencia y objeto, al no ser para ella el concepto de su acción, no deviene tampoco objeto para ella de un modo inmediato y por medio de ella misma, sino que hace que el servidor que sirve de mediador exprese esta certeza ella misma todavía rota de que solamente en sí es su desventura lo inverso, a saber, la acción que se satisface a sí misma en su hacer o el goce bienaventurado, por donde su mísera acción es asimismo en sí lo inverso, o sea la acción absoluta; con arreglo al concepto, la acción sólo como acción de lo singular es acción en general. Pero, para ella misma permanece la acción y su acción real una acción mísera, su goce el dolor y la superación de este dolor, en su significación positiva, un más allá. Pero, en este objeto, en
el que su acción y su ser, como ser y acción de esta conciencia singular son para ella ser y acción en sí, deviene para ella la representación de la razón, de la certeza de la conciencia de ser, en su singularidad, absoluta en sí o toda realidad.
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