[2. La universalidad de la buena conciencia]
Este puro saber es inmediatamente ser para otro; pues como la pura igualdad consigo misma es la inmediatez o el ser. Pero este ser es, al mismo tiempo, lo puro universal, la mismeidad de todos; o el obrar es reconocido y, por tanto, real. Este ser es el elemento por medio del cual la buena conciencia se halla de modo inmediato en relación de igualdad con todas las autoconciencias; y el significado de esta relación no es la ley carente de sí misma, sino el sí mismo de la buena conciencia.
[a) La indeterminabilidad de la convicción]
Pero en el hecho de que esto justo que hace la buena conciencia es al mismo tiempo ser para otro parece que se dé en ella una desigualdad. El deber que lo lleva a cabo es un determinado contenido; es, evidentemente, el sí mismo de la conciencia y, en ella, su saber de sí, su igualdad consigo mismo. Pero, una vez llevada a cabo, colocada en el médium universal del ser, esta igualdad no es ya saber, no es ya esta diferenciación que supera también inmediatamente sus diferencias; sino que en el ser se pone como subsistente la diferencia y la acción determinada, desigual al elemento de la autoconciencia de todos y, por tanto, no necesariamente reconocida. Ambos lados, la buena conciencia actuante y la conciencia universal, la conciencia que reconoce este acto como deber, son igualmente libres de la determinabilidad de este obrar. Por razón de esta libertad, es la relación en el médium común de la conexión más bien una relación de perfecta desigualdad; por donde la conciencia para la que la acción es, se halla en total incerteza con respecto al espíritu actuante cierto de sí mismo. El espíritu actúa, pone una determinabilidad como lo que es; a este ser como a su verdad se atienen los demás y son en ello ciertos de sí; el espíritu ha enunciado de este modo lo que para él vale como deber. Sin embargo, se halla libre de un deber determinado cualquiera; se halla más allá del punto en que ellos creen que realmente está; y este médium del ser mismo y el deber como lo que es en sí vale para él solamente como momento. Así, pues, lo que pone delante de los otros lo deforma él de nuevo o, mejor dicho, lo ha deformado de un modo inmediato. Pues su realidad no es para él este deber y esta determinación propuestos, sino el deber y la determinación que él tiene en la absoluta certeza de sí mismo.
Los otros no saben, por tanto, si esta buena conciencia es moralmente buena o mala, o, mejor dicho, no sólo no pueden saberlo, sino que tienen que tomarla como mala. Pues, lo mismo que ella, también ellos se hallan libres de la determinabilidad del deber como lo que es en sí. Lo que aquella conciencia pone ante ellos saben deformarlo ellos mismos; es algo por medio de lo cual se expresa solamente el sí mismo de otro y no el suyo propio; no sólo no se saben libres de ello, sino que tienen que disolverlo en su propia conciencia, anularlo por medio de juicios y explicaciones para conservar su sí mismo.
Sin embargo, la acción de la buena conciencia no es solamente esta determinación del ser abandonada por el sí mismo puro. Lo que debe valer y ser reconocido como deber lo es sólo mediante el saber y la convicción de ella como del deber, mediante el saber de sí mismo en el hecho. Cuando el hecho deja de tener en él este sí mismo, deja de ser lo único que es su esencia. Su existencia, abandonada por esta conciencia, sería una realidad vulgar, y la acción se manifestaría ante nosotros como la realización de sus goces y apetencias. Lo que debe existir sólo es aquí esencialidad por el hecho de que deviene consciente de sí como individualidad que se expresa a sí misma; y este ser consciente es lo que es reconocido y lo que como tal debe tener existencia.
El sí mismo entra en la existencia como sí mismo; el espíritu cierto de sí existe como tal para otros; su acción inmediata no es lo que vale y es real; lo reconocido no es lo determinado, no es lo que es en sí sino solamente el sí mismo que se sabe como tal. El elemento de lo subsistente es la autoconciencia universal; lo que entra en este elemento no puede ser el efecto de la acción; ésta no se mantiene ni adquiere permanencia allí, sino solamente la autoconciencia es lo reconocido y gana la realidad.
[b) El lenguaje de la convicción]
Volvemos a encontrarnos, así, con el lenguaje como la existencia del espíritu. El lenguaje es la autoconciencia que es para otros, que es inmediatamente dada como tal y que es universal como ésta. Es el sí mismo, que se objetiva como puro yo = yo y que en esta objetividad se mantiene como este sí mismo, así como confluye de modo inmediato con los otros y es su autoconciencia; se percibe a sí mismo y es percibido por los otros, y el percibir es precisamente la existencia convertida en sí mismo.
El contenido que el lenguaje ha alcanzado aquí no es ya el invertido, invertidor y desgarrado sí mismo del mundo de la cultura, sino que es el espíritu que ha retornado a sí, cierto de sí y en su sí mismo de su verdad o de su reconocer y reconocido como este saber. El lenguaje del espíritu ético es la ley y la simple orden y la queja, que es más bien una lágrima derramada sobre la necesidad; la conciencia moral, por el contrario, es todavía muda, encerrada en su interior, pues en ella el sí mismo no tiene todavía existencia, sino que la existencia y el sí mismo mantienen aun una relación externa entre sí. El lenguaje, en cambio, sólo surge como la mediación entre autoconciencias independientes y reconocidas, y el sí mismo existente es un ser reconocido inmediatamente universal, múltiple y simple en esta multiplicidad. El contenido del lenguaje de la buena conciencia es el sí mismo que se sabe como esencia. Solamente esto es lo que expresa el lenguaje, y esta expresión es la verdadera realidad del obrar y la validez de la acción. La conciencia expresa su convicción; en esta convicción y solamente en ella es la acción un deber; y solamente vale como deber también, por el hecho de que
la convicción sea expresada. Pues la autoconciencia universal se halla libre de la acción determinada que solamente es; esta acción, como existencia, no vale nada para la conciencia, sino que lo que vale para ella es la convicción de que es deber, y esta convicción es real en el lenguaje. Realizar la acción no significa, aquí, traducir su contenido de la forma del fin o del ser para sí a la forma de la realidad abstracta, sino traducirlo de la forma de la certeza inmediata de sí misma, que sabe su saber o ser para sí como la esencia, a la forma de la aseveración de que la conciencia está convencida del deber y el deber se sabe como buena conciencia de sí mismo; esta aseveración asevera, pues, que la conciencia está convencida de que su convicción es la esencia.
Si la aseveración de actuar por la convicción del deber es verdadera, si es realmente el deber lo que se cumple, son cuestiones o dudas que no tienen sentido alguno ante la buena conciencia. En aquella cuestión de si la aseveración es verdadera se daría por supuesto que la intención interna es distinta de la alegada, es decir, que el querer del sí mismo singular podría separarse del deber, de la voluntad de la conciencia universal y pura; la segunda se pondría en el discurso, mientras que la primera sería propiamente el verdadero resorte de la acción. Sin embargo, es precisamente esta diferencia entre la conciencia universal y el sí mismo singular la que se ha superado, y cuya superación es la buena conciencia. El saber inmediato del sí mismo cierto de sí es ley y deber; su intención es lo recto, por el hecho de ser su intención; sólo se exige que sepa esto y que lo diga, que diga que está convencida de que su saber y su querer es lo recto. La expresión de esta aseveración supera en sí misma la forma de su particularidad; reconoce en ello la necesaria universalidad del sí mismo; al llamarse buena conciencia, se llama saber puro de sí mismo y querer abstracto puro, es decir, se llama un saber y un querer universales que reconoce a los otros y es igual a ellos, pues ellos son precisamente este saberse y este querer puro, y lo que, por tanto, es también reconocido por ellos. La esencia de lo recto radica en el querer del sí mismo cierto de sí, en este saber de que el sí mismo es la esencia. Así, pues, quien diga que actúa así por buena conciencia dice la verdad, pues su buena conciencia es el sí mismo que sabe y que quiere. Pero debe decir esto esencialmente, pues este sí mismo debe ser, al mismo tiempo, sí mismo universal. Y esto no se halla en el contenido de la acción, pues éste es indiferente en sí, por razón de su determinabilidad; no, sino que la universalidad radica en la forma de la misma; es esta forma la que debe ponerse como real; ella es el sí mismo, que como tal es real en el lenguaje, se expresa en él como lo verdadero y precisamente en el lenguaje reconoce todos los sí mismos y es reconocido por ellos.
[c) El alma bella]
Así, pues, la buena conciencia pone en su saber y en su querer el contenido, cualquiera que él sea, en la majestad de su altura por encima de la ley determinada y de todo contenido del deber; es la genialidad moral que sabe la voz interior de su saber inmediato como voz divina y que, al saber en este saber no menos inmediatamente el ser allí, es la divina fuerza creadora que tiene en su concepto la vitalidad. Es también el culto divino en sí mismo, pues su actuar es la intuición de esta su propia divinidad.
Este solitario culto divino es, al mismo tiempo, esencialmente, el culto divino de una comunidad, y el puro interior saberse y escucharse a sí mismo pasa a momento de la conciencia. La intuición de sí es su existencia objetiva, y este elemento objetivo es la enunciación de su saber y querer como un universal. Mediante esta enunciación, se convierte el sí mismo en lo vigente y la acción en el obrar que ejecuta. La realidad y la persistencia de su actuar es la autoconciencia universal; pero la enunciación de la buena conciencia pone la certeza de sí mismo como sí mismo puro y, con ello, como sí mismo universal; los otros dejan valer la acción por razón de este discurso, en que el sí mismo es expresado y reconocido como la esencia. El espíritu y la sustancia de su conexión es, por tanto, la mutua aseveración de su escrupulosidad y de sus buenas intenciones, el alegrarse de esta recíproca pureza y el deleitarse con la esplendidez del saber y el enunciar, del mantener y cuidar tanta excelencia. En la medida en que esta buena conciencia distingue todavía su conciencia abstracta de su autoconciencia, tiene su vida solamente recóndita en Dios; Dios se halla presente, indudablemente, de modo inmediato, ante su espíritu y su corazón, ante su sí mismo; pero lo patente, su conciencia real y el movimiento mediador de la misma, es para él un otro que aquel interior recóndito y la inmediatez de la esencia presente. Sin embargo, en la perfección de la buena conciencia se supera la diferencia de su conciencia abstracta y de su autoconciencia. Aquélla sabe que la conciencia abstracta es precisamente este sí mismo, este ser para sí cierto de sí; que en la inmediatez de la relación entre el sí mismo y el en sí, que, puesto fuera del sí mismo es la esencia abstracta, y lo oculto ante ella, se supera precisamente la diversidad. En efecto, aquella relación es una relación mediadora, en la que los términos relacionados no son uno y el mismo, sino que son cada uno de ellos entre sí un otro y sólo son uno en un tercero; pero la relación inmediata no significa de hecho otra cosa que la unidad. La conciencia, elevada por encima de la carencia de pensamiento de mantener todavía como diferencias estas diferencias que no lo son, sabe la inmediatez de la presencia de la esencia en ella como unidad de la esencia y de su sí mismo, sabe por tanto su sí mismo como el en sí vivo, y este su saber como la religión, que, como saber intuido o existente, es el lenguaje de la comunidad acerca de su espíritu.
Vemos, así, cómo la autoconciencia ha retornado ahora a su refugio más íntimo, ante el que desaparece toda exterioridad como tal, a la intuición del yo = yo, donde este yo es toda esencialidad y toda existencia. La autoconciencia se hunde en este concepto de sí misma, pues se ve empujada a su máximo extremo y de tal modo, además, que los momentos diferenciados que hacen de ella algo real o todavía una conciencia no son para nosotros solamente estos puros extremos, sino que lo que ella es para sí, lo que es en sí para la conciencia y lo que para ella es ser allí, se volatilizan como abstracciones que ya no tienen para la conciencia misma ningún punto de apoyo, ninguna sustancia; y todo lo que hasta ahora era esencia para la conciencia se retrotrae a estas abstracciones. Depurada hasta tal punto, la conciencia es su figura más pobre, y la pobreza, que constituye su único patrimonio, es ella misma un desaparecer; esta absoluta certeza en que se ha disuelto la sustancia es la absoluta no verdad que se derrumba en sí misma; es la absoluta autoconciencia en la que se hunde la conciencia.
Considerado dentro de sí mismo este hundirse, para la conciencia la sustancia que es en sí es entonces el saber como su saber. Como conciencia, se separa en la oposición entre sí y el objeto que es para ella la esencia; pero este objeto precisamente es el objeto perfectamente transparente, es su sí mismo, y su conciencia es solamente el saber de sí. Toda vida y toda esencialidad espiritual ha retornado a este sí mismo y ha perdido su diversidad con respecto al yo mismo. Los momentos, de la conciencia son, por tanto, estas abstracciones extremas, ninguna de las cuales se mantiene firme, sino que se pierde en la otra y la engendra. Es el trueque de la conciencia desventurada consigo, pero un trueque que para ella misma se produce dentro de sí y que es consciente de ser el concepto de la razón, que aquélla sólo es en sí. La absoluta certeza de sí mismo se trueca, pues, de modo inmediato, para ella misma como conciencia, en el apagarse de un sonido, en la objetividad de su ser para sí; pero este mundo creado es su discurso, que ha escuchado también de un modo inmediato y del que solamente retorna a ella el eco. Este retorno no tiene, pues, la significación de que en este acto la conciencia sea en sí y para sí, pues la esencia no es para ella un en sí, sino que es ella misma; ni tiene tampoco existencia, pues lo objetivo no logra llegar a ser un negativo del sí mismo real, del mismo modo que éste no alcanza realidad. Le falta la fuerza de la enajenación, la fuerza de convertirse en cosa y de soportar el ser. Vive en la angustia de manchar la gloria de su interior con la acción y la existencia; y, para conservar la pureza de su corazón, rehuye todo contacto con la realidad y permanece en la obstinada impotencia de renunciar al propio sí mismo llevado hasta el extremo de la última abstracción y de darse sustancialidad y transformar su pensamiento en ser y confiarse a la diferencia absoluta. El objeto hueco que se produce lo llena, pues, ahora, con la conciencia de la vaciedad; su obrar es el anhelar que no hace otra cosa que perderse en su hacerse objeto carente de esencia y que, recayendo en sí mismo más allá de esta pérdida, se encuentra solamente como perdido; -en esta pureza transparente de sus momentos, un alma bella desventurada, como se la suele llamar, arde consumiéndose en sí misma y se evapora como una nube informe que se disuelve en el aire.
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