c. Observación de la relación entre la autoconciencia y su realidad inmediata; fisiognómica y frenología
La observación psicológica no encuentra ley alguna del comportamiento entre la autoconciencia y la realidad o el mundo contrapuesto a ella, y la indiferencia mutua entre ambos la empuja a recaer de nuevo en la peculiar determinabilidad de la individualidad real, que es en y para sí misma o contiene la oposición del ser para sí y del ser en sí, cancelada en su mediación absoluta. La individualidad se convierte, ahora, en objeto de observación o en el objeto al que ésta pasa.
El individuo es en y para sí mismo; es para sí, o es un libre actuar; pero es también en sí, o tiene él mismo un determinado ser originario -determinabilidad que es, conforme al concepto, lo mismo que la psicología querría encontrar fuera de él. En él mismo brota, pues, la oposición, el doble carácter de ser movimiento de la conciencia y el ser fijo de una realidad que se manifiesta, realidad tal que es en él de un modo inmediato la suya. Este ser, el cuerpo de la individualidad determinada, es la originariedad de ella, lo que ella no ha hecho. Pero, en cuanto que el individuo sólo es, al mismo tiempo, lo que él ha hecho, su cuerpo es también la expresión de sí mismo producida por él; es, a la par, un signo que no ha permanecido una cosa inmediata y en el que el individuo sólo da a conocer lo que él es, en cuanto pone en obra su naturaleza originaria.
Si consideramos los momentos aquí presentes en relación con el precedente modo de ver, nos encontramos aquí con una figura humana universal o, por lo menos, con la figura universal de un clima, un continente, un pueblo, como antes con las mismas costumbres y la misma cultura universales. A esto se suman las particulares circunstancias y situaciones dentro de la realidad universal; aquí, esta realidad particular es como formación particular de la figura del individuo. De otra parte, así como antes la libre acción del individuo y la realidad como su realidad se ponía como tal frente a la realidad presente, así también aquí la figura del individuo está como expresión de su realización, puesta por él mismo, como los rasgos y las formas de su esencia activa propia. Pero la realidad tanto universal como particular con que antes se encontraba la observación fuera del individuo es aquí la realidad del individuo mismo, su cuerpo congénito, y en él precisamente se da la expresión que pertenece a su acción. En la consideración psicológica, había que relacionar entre sí la realidad que es en y para sí y la individualidad determinada; aquí, en cambio, es objeto de observación la individualidad total determinada; y cada uno de los lados de su oposición es, a su vez, este todo. Por tanto, al todo externo pertenece no sólo el ser originario, el cuerpo congénito, sino también la formación de este mismo, que pertenece a la actividad de lo interior; el cuerpo es la unidad del ser no formado y del ser formado y la realidad del individuo penetrada por el ser para sí. Este todo, que abarca en sí las determinadas partes fijas originarias y los rasgos que sólo brotan a través de la acción, es, y este ser es expresión del interior, del individuo puesto como conciencia y como movimiento. Y este interior no es ya tampoco la propia actividad formal, carente de contenido o indeterminada, cuyo contenido y cuya determinabilidad residieran, como antes, en las circunstancias externas, sino que es un carácter originario y determinado en sí, cuya forma es solamente la actividad. Por consiguiente, lo que aquí hay que considerar es la relación entre estos dos lados, para ver cómo puede determinarse y qué debe entenderse por esta expresión de lo interior en lo exterior.
[1. La significación fisonómica de los órganos]
Este lado externo, primeramente, sólo como órgano hace visible lo interior o, en general, hace de ello un ser para otro; pues lo interior, en cuanto es en el órgano, es la actividad misma. La boca que habla, la mano que trabaja y, sí se quiere, también las piernas, son los órganos realizadores y ejecutores, que tienen en ellos la acción como acción o lo interior como tal; pero la exterioridad que lo interior cobra por medio de ellos es el hecho, como una realidad ya desglosada del individuo. Lenguaje y trabajo son exteriorizaciones en las que el individuo no se retiene y posee ya en él mismo, sino en que deja que lo interior caiga totalmente fuera de sí y lo abandona a algo otro. Por eso podemos decir tanto que estas exteriorizaciones expresan demasiado lo interior como que lo expresan demasiado poco; demasiado, porque lo interior mismo irrumpe en ellas, porque no permanece oposición alguna entre éste y aquéllas; no sólo expresan lo interior, sino que lo expresan de modo inmediato; demasiado poco, porque lo interior, al pasar al lenguaje y a la acción, se convierte en otro y se entrega así a merced del elemento de la transformación que invierte la palabra hablada y el hecho consumado, haciendo de ellos algo distinto de lo que en sí y para sí son, como actos de este determinado individuo. Las obras de los actos, no sólo pierden, al exteriorizarse, por las influencias de otros, el carácter de ser algo permanente con respecto a otras individualidades, sino que, además, al comportarse como un exterior particularizado e indiferente con respecto a lo interior, pueden ser, como interior y a través del individuo mismo, algo otro de como se manifiestan, bien porque deliberadamente lo conviertan en la manifestación de algo otro de lo que en verdad son, bien porque el individuo no acierte a exteriorizarse como propiamente quiere hacerlo y a afianzar su exteriorización de tal modo que otros no puedan deformar su obra. Por tanto, la acción, como obra consumada, tiene la doble significación contrapuesta de ser o bien la individualidad interior y no su expresión, o bien, como lo exterior, una realidad libre del interior y que es algo completamente distinta de esto. Por esta ambigüedad, debemos volver la vista hacía el interior tal y como aun es en el individuo mismo, pero de un modo visible y exterior. Pero, en el órgano, lo interior sólo es como la acción inmediata misma que cobra su exterioridad en el hecho, el cual puede o no representar lo interior. Por tanto, el órgano, considerado con arreglo a esta oposición, no garantiza la expresión buscada.
Ahora bien, sí la sola figura exterior, en cuanto no es órgano o acción, es decir, como un todo quieto, pudiera expresar la individualidad interior, se comportaría como una cosa subsistente que recibiría estáticamente lo interior como algo extraño en su ser allí pasivo, convirtiéndose así en el signo de ello -una expresión exterior contingente, cuyo lado real carecería para sí de significación-, un lenguaje cuyos sonidos y combinaciones de sonidos no serían la cosa misma, sino algo enlazado con ella caprichosamente y puramente contingente para ella.
Semejante conexión arbitraria de momentos que son algo exterior los unos con respecto a los otros no suministra ley alguna. La fisiognómica pretende distinguirse de otras falsas ciencias y de otros estudios malsanos en cuanto que considera la individualidad determinada en la necesaria oposición de algo interior y algo exterior, del carácter como esencia consciente y del carácter como figura que es, relacionando entre sí estos dos momentos tal como aparecen entrelazados por su concepto y como, por tanto, deben constituir el contenido de una ley. Por el contrario, en la astrología, la quiromancia y en otras ciencias semejantes, parece que lo exterior sólo es referido a lo exterior, que algo sólo es referido a algo extraño a ello. Tal o cual constelación coincidente con el día del nacimiento y, acercando más al cuerpo mismo este algo exterior, tales o cuales rasgos de la mano, son momentos exteriores en cuanto a la mayor o menor duración de la vida y al destino del hombre individual en general. En cuanto exterioridades, estos momentos mantienen un comportamiento indiferente entre sí y no tienen los unos con respecto a los otros la necesidad que debe contenerse en la relación entre lo exterior y lo interior.
Es cierto que la mano no parece ser algo hasta tal punto exterior para el destino, sino comportarse con respecto a éste más bien como algo interior. En efecto, el destino es también, a su vez, solamente la manifestación de lo que es la individualidad determinada en sí como determinabilidad originaria interior. Ahora bien, para saber lo que esta determinabilidad es en sí, el quiromante y el fisonomista recurren a un método más corto que Solón, por ejemplo, quien consideraba que eso sólo podía llegar a saberse ateniéndose al curso de toda la vida; Solón consideraba la manifestación, mientras que aquéllos consideran el en sí. Y que la mano debe representar el en sí de la individualidad con respecto a su destino se ve fácilmente considerando que la mano es, después del órgano del lenguaje, el que más permite al hombre manifestarse y realizarse. Es el artífice animado de su dicha; de ella puede decirse que es lo que el hombre hace, pues en la mano como en el órgano activo de la realización de sí mismo se halla presente el hombre como animador, y en cuanto que el hombre es originariamente su propio destino, la mano expresará, por tanto, este en sí.
De la determinación según la cual el órgano de la actividad es en él tanto un ser como la acción o de que en él está presente el ser en sí interior mismo y tiene un ser para otros, se desprende otra apreciación acerca del órgano, distinta de la anterior. En efecto, sí se demostrara que los órganos en general no pueden tomarse como expresiones de lo interior porque en ellos se halla presente la acción como acción y, en cambio, la acción como hecho es algo puramente exterior, y lo interior y lo exterior se bifurcan de este modo y ambos momentos son o pueden ser extraídos el uno al otro, el órgano debería tomarse, a su vez, con arreglo a la determinación considerada, como el término medio entre ambos, en cuanto que precisamente esto, el que la acción sea presente en él, constituye al mismo tiempo una exterioridad de la acción, diferente, además, de lo que es el hecho, puesto que aquella pertenece al individuo y permanece en él. Este término medio y unidad de lo interior y lo exterior es también ello misma, ahora, exterior; pero al mismo tiempo, esta exterioridad es acogida en lo interior; se enfrenta, como simple exterioridad, a la exterioridad dispersa que, o bien no es más que una obra o un estado singular, contingente para la individualidad toda, o bien, como exterioridad total, es el destino escindido en multitud de obras y estados. Por tanto, los rasgos simples de la mano, así como el tono y el volumen de la voz como determinabilidad individual del lenguaje -y también éste en cuanto adquiere por medio de la mano una existencia más fija que por medio de la voz, el lenguaje escrito, concretamente en su modalidad de escritura autógrafa-, todo esto es expresión de lo interior, de tal modo que, como exterioridad simple, vuelve a enfrentarse a la múltiple exterioridad del obrar y del destino, se comporta como algo interior con respecto a esto. Así, pues, si primeramente se toma como lo interior, como la esencia del obrar y del destino, la naturaleza determinada y la peculiaridad congénita del individuo, unidas a lo que éste ha llegado a ser por medio de la cultura, el individuo tiene primeramente su manifestación y su exterioridad en su boca, en su mano, en su voz, en su escritura autógrafa así como en los demás órganos y en sus permanentes determinabilidades; y sólo después se expresa más ampliamente al exterior en su realidad en el mundo.
Como ahora este término medio se determina como la exteriorización que al mismo tiempo se ha retrotraído al interior, su existencia no se limita al órgano inmediato de la acción, sino que es más bien el movimiento y la forma del rostro y de la configuración en general, que nada llevan a cabo. Estos rasgos y su movimiento son, con arreglo a este concepto, la acción retenida, que permanece en el individuo y, en su relación con la acción real, el propio vigilarse y observarse de aquél, la exteriorización como reflexión sobre la exteriorización real. El individuo, de este modo, no queda mudo en su acción exterior y con respecto a ella, porque al mismo tiempo se refleja en sí y exterioriza este ser reflejado en sí; y esta acción teórica o el lenguaje del individuo consigo mismo acerca de esto es también perceptible para otros, porque es él mismo una exteriorización.
[2. La multivocidad de esta significación]
En este interior, que en su exteriorización permanece interior, es observado el ser reflejado del individuo desde su realidad; y hay que ver qué ocurre con esta necesidad puesta en esta unidad. Ante todo, este ser reflejado es distinto del hecho mismo y puede, por tanto ser algo otro y ser tomado por algo otro de lo que es; mirando a la cara de una persona, vemos sí toma en serio lo que dice o hace. Pero, a la inversa, lo que debe ser expresión de lo interior es, al mismo tiempo, una expresión que es, con lo que recae a su vez en la determinación del ser, el cual es absolutamente contingente para la esencia
consciente de sí misma. Es, por ello, evidentemente, expresión, pero es también, al mismo tiempo, simplemente un signo, lo que hace que la constitución de aquello por lo que se expresa sea totalmente indiferente para el contenido expresado. Lo interior, en esta manifestación, es sin duda un invisible visible, pero sin hallarse vinculado a ella; lo mismo podría darse en otra manifestación, como en la misma manifestación otro interior. De ahí que Lichtenberg diga con razón: Suponiendo que el fisonomista haya logrado atrapar al hombre una sola vez, bastaría con una valerosa decisión para hacerse de nuevo incomprensible por miles de años.1 Así como en la relación anterior las circunstancias concurrentes eran un algo que es, del que la individualidad tomaba lo que ella podía y quería, bien sometiéndose a ellas, bien invirtiéndolas, razón por la cual ese ser no contenía la necesidad ni la esencia de la individualidad, así también aquí es el ser inmediato de la individualidad que se manifiesta un ser que o bien expresa su ser reflejado desde la realidad y su ser en sí o bien sólo es para ella un signo indiferente con respecto a lo designado y que, por tanto, no designa nada en verdad; ese signo es tanto el rostro de la individualidad como la máscara de que se puede despojar. La individualidad impregna su figura, se mueve y habla en ella; pero toda esa existencia se presenta también como un ser indiferente con respecto a la voluntad y a la acción; la individualidad cancela en él la significación que antes tenía, la de tener en él su ser reflejado en sí o su verdadera esencia y pone ahora esto, por el contrario, en la voluntad y en el hecho.
La individualidad abandona aquel ser reflejado en sí que se expresa en los rasgos y pone su esencia en la obra. En ello, la individualidad contradice al comportamiento establecido por el instinto de la razón, el cual se basa en la observación de la individualidad consciente de sí con vistas a fijar su interior y su exterior. Este punto de vista nos lleva al pensamiento que en rigor sirve de base a la ciencia -si así queremos llamarla- fisonómica. La oposición con la que da esta observación es, en cuanto a la forma, la oposición entre lo práctico y lo teórico -pero ambos lados puestos dentro de lo práctico mismo-, la oposición entre la individualidad que se realiza en el obrar, tomando éste en el sentido más general, y la que, emanando al mismo tiempo de este obrar, se refleja en sí y el obrar es su objeto. La observación acoge esta oposición en la misma relación invertida que la determina en la manifestación. Considera como lo exterior no esencial el hecho mismo y la obra, la del lenguaje o la de una realidad más sólida, y como lo interior esencial el ser en sí de la individualidad. De los dos lados que la conciencia práctica tiene en sí, la intención y el hecho -la suposición con respecto a su modo de obrar y el obrar mismo-, la observación elige el primero como el interior verdadero; el segundo, según ella, es su exteriorización más o menos inesencial en el hecho, pues su exteriorización verdadera la tiene en su figura. Esta última exteriorización es la presencia sensible inmediata del espíritu individual; la interioridad que debe ser la verdadera es la peculiaridad de la intención y la singularidad del ser para sí;
ambas constituyen el espíritu supuesto. Por tanto, lo que la observación tiene como objetos es la existencia supuesta, y es aquí donde la observación indaga leyes.
La suposición inmediata acerca de la presencia supuesta del espíritu es la fisiognómica natural, el juicio precipitado sobre la naturaleza interior y el carácter de su figura, a primera vista. El objeto de esta suposición es de tal modo, que lleva en su esencia el ser en verdad algo distinto de su ser sensible inmediato. Lo presente, la visibilidad como visibilidad de lo invisible, lo que es objeto de observación es, sin duda, cabalmente este ser reflejado en sí en lo sensible y partiendo de ello. Pero, precisamente esta presencia inmediata sensible es la realidad del espíritu, tal y como ésta es sólo para la suposición; y la observación gira en torno a este lado, con su existencia supuesta, con la fisonomía, la escritura autógrafa, el timbre de la voz, etc. Relaciona esa existencia cabalmente con este interior supuesto. No se trata de reconocer al asesino o al ladrón, sino la capacidad de serlo; la determinabilidad abstracta firme se pierde, así, en la determinabilidad infinita concreta del individuo singular, la cual reclama ahora descripciones harto más ingeniosas que aquellas calificaciones. Evidentemente, estas descripciones más ingeniosas dicen más de lo que podrían decir calificaciones como asesino, ladrón, bondadoso, íntegro, etc., pero no bastan, ni mucho menos, para el fin que se persigue, que es el enunciar el ser supuesto o la individualidad singular, como no bastan las descripciones de la figura que van más allá de la frente achatada, la nariz larga, etc. Pues la figura singular, como la autoconciencia singular, es, en cuanto ser supuesto, inexpresable. La ciencia del conocimiento del hombre que recae sobre el supuesto hombre, lo mismo que la fisiognómica que tiende hacía su supuesta realidad y pretende elevar a un saber los juicios carentes de conciencia de la fisiognómica natural, es, por tanto, algo interminable y sin base, que jamás puede llegar a decir lo que supone, porque se limita a suponerlo y su contenido es solamente algo supuesto.
Las leyes que esta ciencia trata de descubrir son relaciones entre estos dos lados supuestos y, por tanto, ellas mismas no pueden ser otra cosa que una suposición vacía. Por el hecho también de que este supuesto saber, que pretende ocuparse de la realidad del espíritu, tiene como su objeto precisamente el que se refleje en sí saliendo desde su existencia sensible y de que la existencia determinada sea para él una contingencia indiferente, tiene necesariamente que saber de un modo inmediato que las leyes por él descubiertas no dicen nada, sino que son pura charlatanería o se limitan a dar una suposición de sí; expresión cuya verdad se limita a enunciar como uno y lo mismo esto: a decir su suposición, con lo cual no se aporta la cosa misma, sino solamente una suposición de sí. Ahora bien, en cuanto al contenido, tales observaciones en nada difieren de estas otras: "Siempre que hay feria, llueve", dice el tendero; "y también siempre que tiendo la ropa a secar", dice el ama de casa.
Lichtenberg, quien caracteriza así la observación fisionómica,1 escribe además: 2 "Si alguien dijera que obras como un hombre honrado, pero que yo veo por tu figura que te constriñes y que en el fondo de tu corazón eres un granuja, no cabe duda de que a estas palabras cualquier persona decente replicaría hasta el fin del mundo con una bofetada". Semejante replica es certera, porque equivale a la refutación de lo que constituye el primer supuesto de la tal ciencia de la suposición, a saber, que la realidad del hombre es su rostro, etc. El verdadero ser del hombre es, por el contrario, su obrar; en éste es la individualidad real y él es el que supera lo supuesto en sus dos lados. De una parte, lo supuesto, como un ser corporal estático; la individualidad se presenta más bien en el obrar como la esencia negativa, que sólo es en tanto supera el ser. De otra parte, el obrar supera asimismo la inexpresabilidad de la suposición en lo tocante a la individualidad consciente de sí, que es en la suposición una individualidad infinitamente determinada y determinable. En el obrar consumado, se aniquila esta falsa infinitud. El hecho es algo simplemente determinado, universal, que puede captarse en una abstracción; es un asesinato, un robo o una acción benéfica o heroica, etc., y puede decirse de él lo que es, y su ser no es solamente un signo, sino la cosa misma. Es esto, y el hombre individual es lo que dicho acto es; en la simplicidad de este ser, el hombre individual es para otros una esencia universal que es, y deja de ser una esencia solamente supuesta. Cierto que no se pone en esto como espíritu; pero, en cuanto que se habla de su ser como ser y, de una parte, se contrapone el doble ser, el de la figura y el del obrar, debiendo ser su realidad tanto la una como el otro; hay que afirmar, más bien, como su auténtico ser solamente el obrar, no su figura, que debiera expresar simplemente lo que el individuo supone de sus actos o lo que se supone que podía hacer. Y como, de otra parte, su obra y su posibilidad interior, su capacidad o intención son también contrapuestas, solamente aquélla, la obra, puede considerarse como su verdadera realidad, aunque él mismo se engañe acerca de ello y, retornando de su obrar a sí mismo, suponga ser en este interior otro que en el obrar. La individualidad que se confía al elemento objetivo, al convertirse en obra, se abandona indudablemente a él y se presta a verse cambiada e invertida. Pero el carácter del obrar lo determina precisamente el que sea un ser real el que se mantiene o solamente una obra supuesta, que desaparece en sí, anulándose. La objetividad no hace cambiar el hecho mismo, sino que se limita a poner de manifiesto lo que éste es, es decir, si es o no es nada. La desmembración de este ser en intenciones y sutilezas por el estilo mediante las cuales se trata de explicar de nuevo al hombre real, es decir, sus actos, retrotrayéndolo a un ser supuesto, cualesquiera que puedan ser sus intenciones particulares con respecto a su propia realidad, deben abandonarse a la ociosidad de la suposición, la cual, sí quiere llevar a cabo su inoperante sabiduría, negar a quien obra el carácter de la razón y maltratarlo de este modo, explicando como el ser la figura y los rasgos, en vez de los actos, debe encontrarse con la replica indicada más arriba, la que le mostrará que la figura no es el en sí, sino que puede ser, más bien, un objeto de tratamiento.
[3. La frenología]
Si nos fijamos ahora en general en el conjunto de las relaciones en las que puede observarse la individualidad autoconsciente con respecto a su lado exterior, vemos que queda atrás una que la observación debe tomar todavía como objeto. En la psicología es la realidad exterior de las cosas la que debe tener en el espíritu su contraimagen consciente de ella y hacer así al espíritu concebible. Por el contrario, en la fisiognómica el espíritu debe darse a conocer en su propio exterior como un ser que es el lenguaje -la visible invisibilidad de su esencia. Resta aun la determinación del lado de la realidad en que la individualidad expresa su esencia en su realidad inmediata, fija, puramente existente. Esta última relación se distingue, por tanto, de la relación fisionómica por el hecho de que ésta es la presencia hablada del individuo, que en su exteriorización actuante presenta al mismo tiempo la exteriorización que se refleja y se considera en sí misma, una exteriorización que es ella misma movimiento, rasgos estáticos que son ellos mismos, esencialmente, un ser mediado. Y en esta determinación que nos resta todavía considerar, lo exterior es, por último, una realidad totalmente quieta que no es en ella misma un signo del lenguaje, sino que, separado del movimiento consciente de sí, se presenta para sí y como mera cosa.
[a) El cráneo, aprehendido como realidad externa del espíritu]
Ante todo, se ve claro, en lo tocante a la relación entre lo interior y este exterior suyo, que parece que debe concebirse como una relación de conexión causal, en cuanto que la relación de un algo que es en sí con otro que es en sí, como relación necesaria, es esta relación.
Ahora bien, para que la individualidad espiritual pueda influir sobre el cuerpo, ella misma tiene que ser, como causa, algo corpóreo. Pero lo corpóreo, en lo que aquélla es como causa, es el órgano, pero no el órgano de la acción frente a la realidad exterior, sino el órgano de la acción de la esencia autoconsciente en sí misma, que se exterioriza solamente con respecto a su cuerpo; y no es posible ver enseguida cuáles pudieran ser estos órganos. Si se pensara solamente en los órganos en general, el órgano del trabajo se encontraría fácilmente en la mano, y lo mismo el órgano del impulso sexual, etc. Sin embargo, tales órganos deben considerarse como instrumentos o como partes que el espíritu, como un extremo, tiene como término medio frente al otro extremo, que es objeto exterior. Pero aquí se entiende un órgano en que el individuo autoconsciente se mantiene para sí como extremo frente a su propia realidad, contrapuesta a él, el cual no se vuelve al mismo tiempo hacia el exterior, sino que se refleja en sus actos y en el que el lado del ser no es un ser para otro. En la relación fisiognómica, el órgano es considerado también, ciertamente, como existencia reflejada en sí misma y que expresa la acción, pero este ser es un ser objetivo y el resultado de la observación fisonómica consiste en que la autoconciencia se enfrenta cabalmente a esta su realidad como a algo indiferente. Esta indiferencia desaparece por el hecho de que este ser reflejado en sí es él mismo activo; de este modo, aquel ser allí cobra una relación necesaria con aquél; y para que pueda actuar sobre el ser allí él mismo necesita tener un ser, pero no propiamente un ser objetivo, y debe ponerse de manifiesto como este órgano.
En la vida corriente, la cólera, por ejemplo, como una de esas acciones interiores, se localiza en el hígado; Platón le atribuye, incluso, una función más alta, que es, según algunos, la más alta de todas, a saber, la profecía o el don de expresar de un modo irracional lo sagrado y lo eterno. Pero el movimiento que el individuo tiene en el hígado, en el corazón, etc. no puede considerarse como su movimiento totalmente reflejado en sí, sino que se halla en dichos órganos de tal modo que se ha plasmado ya en el cuerpo, como un ser allí animal que tiende a salir hacía el exterior.
Por el contrario, el sistema nervioso es la quietud inmediata de lo orgánico en su movimiento. Los nervios mismos son también, ciertamente, los órganos de la conciencia dirigida ya hacia el exterior; pero el cerebro y la médula espinal deben considerarse como la presencia inmediata de la autoconciencia, como presencia que permanece en sí -que no es objetiva ni tampoco se muestra hacia afuera. En tanto que el momento del ser que este órgano tiene es un ser para otro, un ser allí, es un ser muerto, no es ya la presencia de la autoconciencia. Pero este ser en sí mismo es, en cuanto a su concepto, una fluidez en la que se disuelven de un modo inmediato los círculos trazados en ella y no se expresa ninguna diferencia como algo que es. Sin embargo, como el espíritu mismo no es algo abstractamente simple, sino un sistema de movimientos en el que se diferencia, en momentos, pero permaneciendo él mismo libre en esta diferenciación, y como él estructura su cuerpo, en general, en diversas funciones, determinando cada parte singular solamente para una, cabe también representarse que el ser fluido de su ser en sí es un ser estructurado; y parece que ello debe ser representado así porque el ser reflejado en sí mismo del espíritu en el cerebro sólo es, a su vez, un término medio de su pura esencia y de su estructuración corporal, un término medio que, de este modo, debe participar de la naturaleza de ambos extremos y, por tanto, tomar del segundo, a su vez, la estructuración que es.
El ser orgánico-espiritual tiene, al mismo tiempo, el lado necesario de un ser allí subsistente y estático; dicho ser debe pasar a segundo plano como extremo del ser para sí y tener frente a sí como el otro extremo este ser estático, que será entonces el objeto sobre el que aquél actúa como causa. Ahora bien, si el cerebro y la médula espinal son aquel ser para sí corporal del espíritu, el cráneo y la columna vertebral son el otro extremo que se separa y añade, es decir, la cosa fija y quieta. Pero, en cuanto que cualquiera, si piensa en el lugar en que propiamente se localiza el ser allí del espíritu, piensa no en la espalda, sino solamente en la cabeza, podemos, en la investigación de un saber como el de que aquí se trata, contentarnos con esta razón -que no es tan mala, en este caso- para circunscribir este ser allí al cráneo. Y sí a alguno se le ocurriese pensar en la espalda por cuanto que también, a veces, el saber y la acción se reciben y transmiten a través de ella, esto nada probaría, por probar demasiado, en apoyo de que la médula espinal deba considerarse como sede del espíritu y la columna vertebral como contraimagen de su ser allí; esto nada probaría, porque probaría demasiado, pues cabe asimismo recordar que también son predilectas otras vías exteriores para alcanzar la actividad del espíritu, para estimularla o retenerla. Podemos, pues, sí queremos, prescindir con entera razón, de la columna vertebral; y cabe también construir una doctrina de filosofía natural tan buena como muchas otras sosteniendo que el cráneo por sí sólo no contiene los órganos del espíritu. En efecto, esto ha sido anteriormente eliminado del concepto de esta relación, tomando por ello el cráneo como lado del ser allí y, si no se debiera recordar el concepto de la cosa, la experiencia se encarga de enseñar que sí se ve con el ojo como órgano, no se mata ni se roba, se hace poesía, etc. con el cráneo. Por tanto, debemos abstenernos de emplear la expresión órgano para designar aquella significación del cráneo de la que aun hemos de tratar. Pues aunque se suele decir que lo que importa en el hombre razonable no es la palabra, sino la cosa, ello no quiere decir que sea lícito designar una cosa con una palabra que no le corresponde; esto es una torpeza y, al mismo tiempo, un fraude: se supone y se pretexta no disponer de la palabra adecuada, ocultando que lo que falta es, de hecho, la cosa, es decir, el concepto; si éste se hallara presente, dispondría también de su palabra adecuada. Por el momento, hemos determinado solamente esto: que así como el cerebro es la cabeza viva, el cráneo es el caput mortuum.
[b) Relación entre la forma del cráneo y la individualidad]
Así, pues, en este ser muerto tendrían que darse los movimientos espirituales y los modos determinados del cerebro su representación de realidad externa, realidad que, sin embargo, es todavía en el individuo mismo. En cuanto a la relación entre estos movimientos espirituales y el cráneo, que, como ser muerto, no tiene el espíritu inmanente en sí mismo, se ofrece primeramente la relación establecida más arriba, la relación mecánica exterior, de tal modo que los órganos propiamente dichos -que son en el cerebro- expresan unas veces el cráneo en forma redonda y otras veces lo ensanchan o lo achatan o influyen sobre él de cualquier otro modo que uno se quiera representar. Siendo él mismo una parte del organismo, hay que pensar, evidentemente, que el cráneo, al igual que cualquier otro hueso, ha tenido propia formación viva, por lo cual, así considerado, es más bien él el que presiona sobre el cerebro y da a éste su delimitación externa, para lo que se presta también por ser el más duro de los dos. Pero, aun con ello, la determinación de la actividad entre ambos se mantendría dentro de la misma relación; pues el hecho de que el cráneo sea lo determinante o lo determinado no hace cambiar para nada la conexión causal; (únicamente que, entonces, el cráneo pasaría a ser el órgano inmediato de la autoconciencia, ya que en él se encontraría como causa el lado del ser para sí. Sin embargo, en cuanto que el ser para sí, como vitalidad orgánica, recae en ambos del mismo modo, desaparecería entre ellos, de hecho, la conexión causal. Este desarrollo de ambos respondería a una conexión interior y sería una armonía orgánica preestablecida que dejaría a los dos lados relacionados entre sí libres el uno con respecto al otro, dejando a cada uno de ellos su propia figura, a la que no necesitaría corresponder figura del otro; ni, con mayor razón, la figura y la cualidad del uno con respecto a las del otro, a la manera como son libres entre sí la forma de la uva y el sabor del vino. Pero, como la determinación del ser para sí cae del lado del cerebro y la determinación del ser allí del lado del cráneo, hay que establecer también una conexión causal entre ellos dentro de la unidad orgánica; una relación necesaria entre ellos como lados exteriores el uno al otro; es decir, una relación a su vez exterior, por medio de la cual, por tanto, la figura de uno sería determinada por la del otro, y viceversa.
Pero, en lo que se refiere a la determinación en que el órgano de la autoconciencia sería causa activa con respecto al lado contrapuesto, cabe hablar de muy diversas maneras, ya que en estos modos de hablar se trata de la contextura de una causa considerada en cuanto a su ser allí indiferente, su figura y su magnitud, de una causa cuyo interior y ser para sí deben ser tales que no afecten para nada al ser allí inmediato. La autoformación orgánica del cráneo es, en primer lugar, indiferente con respecto a la influencia mecánica, y la relación que media entre estas dos relaciones, puesto que la primera es el relacionarse consigo misma, es cabalmente esta misma indeterminabilidad y carencia de límites. Además, aun cuando el cerebro acogiese en sí las diferencias del espíritu como diferencias que son y fuese una pluralidad de órganos internos que ocupasen diferente espacio -lo que contradice a la naturaleza, que da a los momentos del concepto una existencia propia y, por tanto, pone la simplicidad
fluida de la vida orgánica puramente en uno de los lados y la articulación y división de ella, con sus diferencias, en el otro lado, de tal modo que estas diferencias, tal como aquí deben ser entendidas, se muestran como cosas anatómicas particulares-, seguiría siendo indeterminado si un momento espiritual, según que fuese originariamente más fuerte o más débil, tuviera necesariamente que poseer, en el primer caso, un órgano cerebral más extenso y en el segundo más contraído, o sí no tendría que ser más bien a la inversa. Y otro tanto cabría decir acerca de si el desarrollo del momento espiritual agranda o empequeñece el órgano, lo hace más pesado y más espeso o, por el contrario, más fino. Y, al permanecer indeterminada la contextura de la causa, quedará también indeterminada la manera como se ejerce la influencia sobre el cráneo, sí dilatándolo o estrechándolo y contrayéndolo. Aunque determináramos esta influencia, tal vez, con mayor precisión que como un estímulo, seguirá siendo indeterminado sí actúa a la manera de un emplasto de cantáridas, inflamatoriamente, o a la manera del vinagre, con acción reductora. Para cada uno de estos pareceres cabría encontrar fundamentos plausibles, ya que la relación orgánica que en todos los casos interviene aquí permite tanto el uno como el otro y es indiferente con respecto a todo este entendimiento.
Pero la conciencia observadora no tiene por qué preocuparse tratando de determinar esta relación. Pues lo que, en todo caso, se halla en uno de los lados no es el cerebro como parte animal, sino el cerebro como ser de la individualidad consciente de sí. Esta, como carácter permanente y obrar consciente que se mueve a sí mismo, es para sí y en sí; a este ser para y en sí se enfrenta su realidad y su ser allí para otro; el ser para y en sí es la esencia y el sujeto que tiene en el cerebro un ser, que es subsumido bajo aquella esencia y que sólo cobra su valor por medio de la significación inmanente. Pero, el otro lado de la individualidad consciente de sí, el lado de su existencia, es el ser como independiente y como sujeto, o como una cosa, a saber, un hueso; la realidad y el ser allí del hombre es su hueso craneano. He ahí la relación y el entendimiento que los dos lados de esta conexión tienen en la conciencia que los observa.
Ahora, esta conciencia tiene que ocuparse de la relación más determinada entre los dos lados; el hueso craneano tiene sin duda, en general, la significación de ser la realidad inmediata del espíritu. Pero la multilateralidad del espíritu da a su ser allí la correspondiente multivocidad; lo que se trata de obtener es la determinabilidad de la significación de los distintos lugares en que se divide este ser allí; y es necesario ver cómo en ellos se contiene la referencia a dicha significación. El cráneo no es un órgano de actividad, ni es tampoco un movimiento que hable; no se roba, se asesina, etc. con el cráneo, ni cuando se cometen estos actos se altera su gesto en lo más mínimo, como en un gesto elocuente. Y este que es no tiene tampoco el valor de un signo. El semblante y el gesto, el tono de voz, como la columna o el poste plantados en una isla desierta, anuncian en seguida que tratan de suponer algo distinto de aquello que sólo de un modo inmediato son. Ellos mismos se manifiestan inmediatamente como signos, en cuanto encierran una determinabilidad que se remite a algo distinto por el hecho de que no les pertenece de un modo propio y peculiar. También, a la vista de un cráneo como el de Yorik en Hamlet se pueden ocurrir diversas cosas; pero el hueso craneano, considerado como para sí, es una cosa tan indiferente, tan escueta, que en él, inmediatamente, no puede verse ni suponerse nada más que él mismo; recuerda, evidentemente, al cerebro y su determinabilidad, al cráneo de otra formación, pero no a un movimiento consciente, en cuanto que no lleva impreso en él un semblante ni un gesto, ni nada que se anuncie como emanado de un obrar consciente; pues es aquella realidad que debería presentar en la individualidad ese otro lado, el lado que no sería ya ser reflejado en sí mismo, sino un ser puramente inmediato.
Y como, además, el cráneo no se siente a sí mismo, parece desprenderse tal vez para él una significación más determinada a través de determinadas sensaciones que dieran a conocer por la vecindad lo que con el cráneo se supone; y en cuanto que un modo consciente del espíritu tiene su sentimiento en un determinado lugar del cráneo, tal vez esta zona indique, en su figura, ese modo del espíritu y su particularidad. A la manera como, por ejemplo, algunos, cuando concentran el pensamiento o, en general, cuando piensan, se quejan de sentir una tensión dolorosa en algún lugar de la cabeza, podría también ocurrir que el robar, el asesinar, el hacer poesía, etc., cada uno de estos actos, fuese acompañado de una sensación propia, que, además, debería estar localizada en una zona particular. Esta zona del cerebro, que de este modo se movería más y sería más activa, desarrollaría también, probablemente, más la zona vecina del cráneo; o bien ésta, por simpatía o por consenso, no permanecería inerte, sino que aumentaría o se reduciría o se modificaría del modo que fuese. Sin embargo, lo que hace esta hipótesis inverosímil es el hecho de que el sentimiento es, en general, algo indeterminado, y el sentimiento en la cabeza, en cuanto centro, podría ser el consentimiento universal de toda pasividad, de tal modo que con el cosquilleo o el dolor de cabeza del ladrón, el asesino o el poeta se mezclarían otros sentimientos que no sería fácil distinguir entre sí ni de otros que podrían llamarse meramente corpóreos, lo mismo que no es posible determinar la enfermedad por el síntoma del dolor de cabeza, sí restringimos su significación solamente a lo corpóreo.
En efecto, por cualquier lado que consideremos la cosa, desaparece toda relación mutua necesaria, como desaparece también toda indicación expresada por sí misma. Resta solamente, como necesaria, si la relación ha de establecerse, una libre armonía preestablecida carente de concepto en la correspondiente determinación de ambos lados, ya que uno de ellos tiene que ser realidad carente de espíritu, una mera cosa. Se hallarán, pues, cabalmente, de un lado, una multitud de zonas estáticas del cráneo y, de otro, una multitud de propiedades del espíritu, cuya variedad y determinación dependerán del estado de la psicología. Y cuanto más pobre sea la representación del espíritu, más facilitada se vera por este lado la cosa; pues, de una parte, menor será el número de las propiedades y, de otra, más aisladas, fijas y osificadas serán estas propiedades del espíritu y, de este modo, tanto más parecidas a las determinaciones óseas y tanto más comparables a ellas. Sin embargo, aunque se facilite en mucho por esta pobreza de la representación del espíritu, siempre quedará en ambos lados una cantidad muy grande de determinaciones, y ello hará que permanezca para la observación la contingencia total de sus relaciones. Si cada uno de los hijos de Israel tuviera que tomar de las arenas del mar, a las que todos ellos debían corresponder, el grano de arena del que es símbolo, la indiferencia y arbitrariedad que asignarían a cada uno de ellos el suyo serían tan grandes como las que suelen asignar a cada capacidad del alma, a cada pasión y a lo que también habría que tomar en consideración aquí, a los matices de los caracteres, de que acostumbran a hablar la psicología más sutil y el más sutil conocimiento del hombre, sus zonas craneanas y sus formas óseas. El cráneo del asesino no tiene este órgano o este signo, sino esta protuberancia; pero este asesino tiene, además, multitud de otras propiedades y de otras protuberancias y tiene, junta a éstas, partes hundidas; se puede elegir entre las protuberancias y las depresiones. Y, a su vez, su propensión al asesinato puede relacionarse con tales o cuales protuberancias o depresiones y éstas, por su parte, con tales o cuales propiedades, las que sean, pues ni el asesino es solamente esta abstracción de un asesino ni tiene solamente un abultamiento y una depresión. Por tanto, las observaciones que acerca de esto se hacen tienen exactamente el mismo valor que la lluvia del tendero o del ama de casa en relación con la feria y con la ropa puesta a secar. El tendero y el ama de casa podrían hacer también la observación de que llueve siempre que pasa este vecino o se saca a la mesa el asado de cerdo. Lo mismo que la lluvia es
indiferente a estas circunstancias, también para la observación es indiferente esta determinabilidad del espíritu con respecto a este ser determinado del cráneo. En efecto, de los dos objetos de este observar, el uno es un escueto ser para sí, una propiedad osificada del espíritu, lo mismo que el otro es un escueto ser en sí; y, siendo ambos cosas osificadas, cada uno de ellos es perfectamente indiferente con respecto a todo lo demás; a la gran protuberancia le es tan indiferente el que se halle en su vecindad un asesino como a éste el que la zona hundida se halle cerca de él.
Queda siempre, ciertamente, la posibilidad insalvable de que a una propiedad, pasión, etc. se halle conectada una protuberancia en cualquier zona. Cabe representarse al asesino con una gran protuberancia aquí, en esta zona del cráneo y al ladrón con otra allí. En este respecto, la frenología es todavía susceptible de una ampliación todavía mayor, pues por el momento parece limitarse solamente a la conexión de una protuberancia con una propiedad en el mismo individuo, de tal modo que éste posea ambas. Pero ya la frenología natural -pues necesariamente tiene que existir ésta, lo mismo que existe una fisiognómica natural- va más allá de este límite; no se limita a juzgar que un hombre astuto tiene una protuberancia grande como un puño detrás de la oreja, sino que se representa, además, que la esposa infiel tiene, no ella misma, sino su cónyuge, ciertas protuberancias en la frente. Del mismo modo, cabría representarse a quien vive bajo el mismo techo que el asesino o incluso a su vecino y, llevando la cosa más allá, a sus conclusiones, etc. con grandes protuberancias en cualquier zona del cráneo, del mismo modo que el coleóptero acariciado por el cangrejo que saltó sobre el asno y después, etc. Pero sí la posibilidad se toma, no en el sentido de la posibilidad de la representación, sino de la posibilidad interna o del concepto, entonces el objeto es una realidad tal que es y debe ser una pura cosa y sin semejante significación, que sólo puede tener en la representación.
[c) Las dotes y la realidad]
Si, a pesar de la indiferencia de ambos lados, el observador se entrega, sin embargo, a la obra de determinar relaciones, basándose para ello, en parte, en el fundamento racional universal de que lo exterior es la expresión de lo interior, y en parte apoyándose en la analogía con los cráneos de los animales -que, aunque puedan tener, ciertamente, un carácter más simple que los humanos, es al mismo tiempo tanto más difícil decir cuál tienen, ya que para la representación de cualquier hombre puede no resultar tan fácil adentrarse certeramente en la naturaleza de un animal-, el observador encontrará en la aseveración de las leyes que pretende haber descubierto una excelente ayuda en una diferencia que necesariamente tiene que saltarnos a la vista aquí. Se concederá, por lo menos, que el ser del espíritu no puede tomarse como algo sencillamente fijo e inmutable. El hombre es libre; se concederá que el ser originario es solamente un conjunto de dotes sobre las que el hombre puede mucho o que necesitan de circunstancias favorables para llegar a desarrollarse; es decir, que un ser originario del espíritu debe enunciarse también como algo que no existe como ser. Por tanto, si las observaciones se hallan en contradicción con aquello que a uno se le ocurre aseverar como ley; si se tratase del tiempo que hace coincidiendo con la feria o con la ropa puesta a secar, el tendero o el ama de casa podrían decir que debiera propiamente llover y que, sin embargo, se halla presente la disposición a ello; y lo mismo ocurre con las observaciones sobre el cráneo: con la observación de que este individuo debiera ser propiamente como el cráneo lo enuncia con arreglo a ley y de que tiene una disposición originaria, pero que no ha llegado a desarrollarse; esta cualidad no se halla presente, pero debiera estarlo. La ley y el deber ser se basan en la observación de la lluvia real y del sentido real en esta determinabilidad del cráneo; pero si la realidad no se halla presente, tanto vale la posibilidad vacía. Esta posibilidad, es decir, la no realidad de la ley establecida y, por ende, las observaciones que la contradicen, tienen que irrumpir cabalmente por el hecho de que la libertad del individuo y las circunstancias propicias al desarrollo son indiferentes con respecto al ser en general, tanto con respecto a este ser como interior originario cuanto como exterior osificado, y de que el individuo puede ser también algo distinto de lo que originariamente y en lo interior es y, con mayor razón aun, algo distinto de un hueso.
Estamos, por tanto, ante la posibilidad de que esta protuberancia o este hundimiento del cráneo sea tanto algo real como también solamente una disposición y una disposición, además, indeterminada con respecto a cualquier cosa, y de que el cráneo designe algo no real; vemos que conduce, como siempre, a una mala excusa y que puede invocarse en contra de aquello que precisamente trata de sostener. Vemos que la suposición se ve conducida por la naturaleza de la cosa a decir lo contrario de lo que tiene por seguro, pero a decirlo de un modo carente de pensamiento; -a decir que por medio de este hueso se indica algo, pero también y del mismo modo que no se indica nada.
Lo que flota confusamente ante la suposición misma en esta excusa es el pensamiento verdadero, que cancela precisamente la suposición, de que el ser como tal no es en general la verdad del espíritu. Del mismo modo que ya la disposición es un ser originario que no toma parte en la actividad del espíritu, también el hueso es, a su vez, un ser de ese tipo. Lo que es sin la actividad espiritual es una cosa para la conciencia y hasta tal punto no es su esencia que es más bien lo contrario de ella y la conciencia sólo es real para sí mediante la negación y la cancelación de semejante ser. Por este lado, debe considerarse que se reniega totalmente de la razón cuando se quiere hacer pasar un hueso por el ser allí real de la conciencia; y eso es lo que se hace al considerarlo como lo exterior del espíritu, pues lo exterior es precisamente la realidad que es. Y de nada sirve decir que partiendo de este algo exterior no se hace sino inferir lo interior, que es algo distinto y que lo exterior no es lo interior mismo, sino solamente su expresión. En efecto, en la relación entre ambos recae precisamente del lado de lo interior la determinación de la realidad que se piensa y es pensada y del lado de lo exterior la de la realidad que es. Cuando, por tanto, se dice a un hombre: tú (tu interior) eres esto porque tu cráneo tiene tal o cual constitución, eso sólo quiere decir una cosa, y es que yo considero un hueso como tu realidad. La replica a semejante juicio mediante una bofetada, a que nos referíamos a propósito de la fisiognómica, hace, ante todo, que las partes blandas pierdan su prestigio y sean desplazadas de su situación y sólo demuestra una cosa: que estas partes no son un en sí verdadero, no son la realidad del espíritu -aquí, la replica debería ir, en rigor, hasta hundir el cráneo de quien así juzga, demostrando así de un modo tan de bulto como lo es su sabiduría que un hueso, para el hombre, no es nada en sí, y menos aun su verdadera realidad.
El tosco instinto de la razón consciente de sí rechazará sin examen semejante ciencia frenológica -rechazará este otro instinto observador de la razón que, habiendo llegado hasta el vislumbre del conocimiento, ha captado éste del modo carente de espíritu en que lo exterior es expresión de lo interior. Pero, cuanto más malo es el pensamiento menos resalta, a veces, en qué reside de un modo determinado su falla y tanto más difícil resulta aislarla. En efecto, el pensamiento se dice tanto más malo cuanto más pura y más vacía es la abstracción que vale como su esencia. Sin embargo, la oposición que aquí importa tiene como términos la individualidad consciente de sí y la abstracción de la exterioridad totalmente convertida en cosa, aquel ser interior del espíritu aprehendido como ser fijo y carente de espíritu, contrapuesto cabalmente a tal ser. Pero, con ello, la razón observadora parece haber llegado, en efecto, a su punto culminante, a partir del cual debe necesariamente abandonarse a sí misma e invertirse, ya que sólo lo absolutamente malo lleva en sí la necesidad inmediata de invertirse. Del mismo modo, puede decirse del pueblo judío que precisamente por hallarse directamente ante las puertas de la salvación es y ha sido el más reprobado de todos los pueblos; no es él mismo lo que en y para sí debiera ser, no es autoesencia, sino que la desplaza más allá de sí; y mediante esta enajenación se hace posible una existencia más alta, aquella en que podría recobrar en sí su objeto, existencia más alta que si hubiese permanecido quieto dentro de la inmediatez del ser; en efecto, el espíritu es tanto más grande cuanto mayor es la oposición de la que retorna a sí mismo; pero esta oposición la forma el espíritu en la superación de su unidad inmediata y en la enajenación de su ser para sí. Sin embargo, si semejante conciencia no llega a reflejarse, el término medio en que se mantiene es el vacío desventurado, por cuanto que lo que debería llenar ese vacío se ha convertido en un extremo rígido. Por donde esta última fase de la razón observadora es la peor de todas, pero ello mismo hace necesaria su inversión.
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