miércoles, 7 de mayo de 2008

El lenguaje, como la realidad del extrañamiento y de la cultura

[2. El lenguaje, como la realidad del extrañamiento y de la cultura]

Pero este extrañamiento acaece solamente en el lenguaje, que se presenta aquí en su significación propia y peculiar. En el mundo de la eticidad ley y orden -en el mundo de la realidad, por el momento, consejo, el lenguaje tiene por contenido la esencia y es la forma de ésta; pero aquí recibe la forma que es como su contenido y vale como lenguaje; es la fuerza del hablar como tal la que lleva a cabo lo que hay que llevar a cabo. Pues el lenguaje es el ser allí del puro sí mismo, como sí mismo; en él entra en la existencia la singularidad que es para sí de la autoconciencia como tal, de tal modo que es para otros. El yo, como este puro yo, no es allí más que por medio del lenguaje; en cualquier otra exteriorización se halla inmerso en una realidad y en una figura de la que puede retrotraerse, se refleja en sí lo mismo de su acción que de su expresión fisionómica y deja yacer desanimado un tal ser allí imperfecto, en el que hay siempre o demasiado o demasiado poco. El lenguaje, en cambio, lo contiene en su pureza; solamente él expresa el yo, el yo mismo. Este su ser allí es como ser allí, una objetividad que lleva en ella su verdadera naturaleza. Yo es este yo -pero asimismo universal; su manifestación es, asimismo, de un modo inmediato, la enajenación y la desaparición de este yo y, con ello, su permanecer en su universalidad. El yo que se expresa es escuchado; es un contagio, en el que entra de un modo inmediato en unidad con aquellos para los que existe, y es autoconciencia universal. En el hecho de ser escuchado se borra de un modo inmediato su ser allí; este su ser otro se ha retrotraído en sí; y precisamente esto es su ser allí, como el ahora autoconsciente, tal como es allí, no el ser allí, y el serlo mediante este desaparecer. Este desaparecer es, por tanto, en sí mismo, de un modo inmediato, su permanecer; es su propio saber de sí, y es su saber de sí como de uno que ha pasado a otro sí mismo, que ha sido escuchado y que es universal.

El espíritu adquiere aquí esta realidad, porque los extremos de los que él es unidad tienen de un modo igualmente inmediato la determinación de ser para sí realidades propias. Su unidad se escinde en lados rígidos, cada uno de los cuales es para el otro un objeto real, excluido de él. La unidad surge, por tanto, como un término medio, excluido y distinto de la separada realidad de los lados; ella misma tiene, por tanto, una objetividad real distinta de sus lados y es para ellos, es decir, es allí. La sustancia espiritual sólo entra como tal en la existencia cuando ha ganado a sus lados tales autoconciencias que saben este puro sí mismo como realidad que vale inmediatamente y también de un modo igualmente inmediato que esto sólo es a través de la mediación extrañadora. Gracias a aquel saber del sí mismo, los momentos son purificados como categoría que se sabe a sí misma y, con ello, llegan a ser momentos del espíritu; gracias a esta mediación extrañadora, el espíritu entra en el ser allí como espiritualidad. El espíritu es, pues, el término medio que presupone aquellos extremos y es engendrado por el ser allí de ellos -pero también el todo espiritual que irrumpe entre los extremos, que se desdobla en ellos y que sólo mediante este contacto engendra a cada uno de ellos como un todo en su principio. El que los dos extremos sean ya en sí superados y desdoblados hace brotar su unidad, y ésta es el movimiento que los une a ambos, intercambiando sus determinaciones y uniéndolas, propiamente, en cada extremo. Esta mediación pone con ello el concepto de cada uno de los dos extremos en su realidad, o lleva lo que cada uno es en sí a su espíritu.

Los dos extremos, el poder del Estado y la conciencia noble, son desdoblados por ésta: aquel, en lo universal abstracto, a lo que se obedece, y en la voluntad que es para sí, pero que todavía no corresponde a él por sí misma; ésta, en la obediencia del ser allí superado en el ser en sí de la estimación de sí mismo y del honor y en el puro ser para sí aun no superado, en la voluntad que permanece todavía en acecho. Los dos momentos en que ambos lados se han purificado y que son, por tanto, momentos del lenguaje, son lo universal abstracto que se llama el bien universal y el puro sí mismo que en el servicio ha repudiado su conciencia hundido en el múltiple ser allí. Ambos son lo mismo en el concepto; pues el puro sí mismo es precisamente lo universal abstracto y es, por tanto, su unidad puesta como su término medio. Pero el sí mismo sólo es real en el extremo de la conciencia -y el en sí sólo en el extremo del poder del Estado; lo que le falta a la conciencia es que haya pasado ella el poder del Estado, no sólo como honor, sino también realmente-, al poder del Estado, el que se le rinda obediencia no sólo como al llamado bien universal, sino como voluntad o el que sea al sí mismo que decide. La unidad del concepto en el que reside aun el poder del Estado y al que ha llegado, purificándose, la conciencia deviene real en este movimiento mediador, cuyo ser allí simple, como término medio, es el lenguaje. Sin embargo, dicha unidad no tiene aun como sus lados dos sí mismos presentes como sí mismos; pues el poder del Estado sólo es animado, por el momento, hacia el sí mismo; este lenguaje no es, por consiguiente, todavía el espíritu, tal y como éste se sabe y se expresa a sí mismo de un modo completo.


[a) El halago]

La conciencia noble, por ser el extremo del sí mismo, se manifiesta como aquello de que proviene el lenguaje, por medio del cual se configuran como todos animados los lados de la relación. El heroísmo del servicio mudo se convierte en el heroísmo del halago. Esta reflexión hablada del servicio constituye el término medio intelectual que se desintegra y no sólo refleja en sí mismo su propio extremo, sino que vuelve a reflejar el extremo del poder universal en él mismo, elevando este poder que sólo es en sí a ser para sí y a singularidad de la autoconciencia. Esta deviene con ello el espíritu de este poder, que es ser un monarca ilimitado; ilimitado, porque el lenguaje del halago eleva el poder a su depurada universalidad; el momento, como producto del lenguaje, del ser allí depurado como espíritu, es una purificada igualdad consigo mismo-; monarca, porque el lenguaje lleva también a su cúspide la singularidad; aquello de que la conciencia noble se enajena según este lado de la unidad espiritual simple es el puro ser en sí de su pensamiento, su yo mismo. Más precisamente, el lenguaje eleva así la singularidad, que por lo demás sólo es algo supuesto a su pureza en el ser allí, al dar al monarca su nombre propio; pues es el nombre y sólo él aquello en que la diferencia de lo singular no es simplemente supuesta por todos los otros, sino que se hace real por todos; en el nombre, el individuo singular como puro singular no vale solamente en su conciencia, sino en la conciencia de todos. Gracias a él, por tanto, es apartado de todos el monarca y colocado aparte, en un lugar de excepción; en él, en el nombre, es el monarca el átomo que no puede comunicar nada de su esencia y que no tiene igual. Este nombre es, así, la reflexión en sí o la realidad que tiene en ella misma el poder universal; por medio de él es este poder el monarca. Y, a la inversa, él, este singular, se sabe este singular, como el poder universal, porque los nobles no sólo están dispuestos a servir al poder del Estado, sino que se agrupan en torno al trono como un ornato y dicen siempre a quien se sienta en él lo que es.

El lenguaje de su elogio es, de este modo, el espíritu que une los dos extremos en el poder del Estado mismo; refleja en sí el poder abstracto y le da el momento del otro extremo, el ser para sí de la voluntad y la decisión, y con ello la existencia autoconsciente; o, de este modo, esta autoconciencia singular real llega a saberse cierta de sí como el poder. Es el punto del sí mismo en el que han convergido los muchos puntos mediante la enajenación de la certeza interior. Pero, en cuanto que este espíritu propio del poder del Estado consiste en tener su realidad y su aumento en el sacrificio del obrar y del pensar de la conciencia noble, dicho poder es la independencia que se ha extrañado; la conciencia noble, el extremo del ser para sí, recobra el extremo de la universalidad real para la universalidad del pensamiento que se ha enajenado; el poder del Estado se ha transferido a ella. Solamente en ella el poder del Estado se confirma verdaderamente; en su ser para sí deja este poder de ser la esencia inerte, tal como se manifestaba como extremo del ser en sí abstracto. Considerado en sí, el poder del Estado reflejado en sí o el hecho de haber devenido espíritu no significa sino que ha devenido momento de la autoconciencia, es decir, que sólo es como superado. Con ello, es ahora la esencia en tanto que tal, cuyo espíritu es el ser sacrificado y abandonado, o existe como riqueza. Subsiste al mismo tiempo, ciertamente, frente a la riqueza en que se convierte siempre en cuanto al concepto, como una realidad; pero una realidad cuyo concepto es precisamente este movimiento de pasar por medio del servicio y el acatamiento a través de los cuales deviene, en su contrario, en la enajenación del poder. Así, pues, el peculiar sí mismo que es su voluntad deviene para sí, gracias a la ofrenda de la conciencia noble, en universalidad que se enajena, en una completa singularidad y contingencia que se abandona a toda voluntad más poderosa; lo que permanece en él como independencia universalmente reconocida y no comunicable es el nombre vacío.

Por tanto, mientras que la conciencia noble se determinaba como aquello que se refería al poder universal de un modo igual, la verdad de ella es más bien la de retener en su servicio su propio ser para sí, pero siendo en la auténtica renuncia a su personalidad la real superación y el desgarramiento de la sustancia universal. Su espíritu es la relación de la plena desigualdad, de una parte, en su honor reteniendo a su voluntad y, de otra, en superar ésta, en parte en extrañarse de su interior y en convertirse en la suprema desigualdad consigo misma y, en parte, en someter a sí, la sustancia universal y hacer de ésta algo completamente desigual a sí. Claramente se ve que, con ello, desaparece su determinabilidad, la que tenía en el juicio frente a lo que se llamaba conciencia vil, y que desaparece también ésta. Esta conciencia ha alcanzado su fin, que era el de colocar el poder universal bajo el ser para sí.

De esta manera enriquecida por el poder universal, la autoconciencia existe como el beneficio universal, o es la riqueza que es a su vez objeto para la conciencia. En efecto, la riqueza es para la conciencia, ciertamente, lo universal sojuzgado, pero que por esta primera superación aun no ha retornado de un modo absoluto al sí mismo.


El sí mismo no se tiene todavía como sí mismo, sino que tiene como objeto la esencia universal superada. Por cuanto que éste sólo ha devenido ahora, se pone la relación inmediata de la conciencia con él, que, por tanto, no presenta aun su desigualdad con respecto a él; la conciencia es la conciencia noble, que adquiere su ser para sí en lo universal que ha devenido no esencial y que, por tanto, reconoce la riqueza y se muestra agradecida hacia el benefactor.

La riqueza tiene ya en ella misma el momento del ser para sí. No es lo universal del poder del Estado privado del sí mismo o la simplista naturaleza inorgánica del espíritu, sino aquel poder tal como se mantiene firmemente en él mismo por medio de la voluntad contra quien trata de adueñarse de él para gozarlo. Pero, como la riqueza solamente tiene la forma de la esencia, este ser para sí unilateral que no es en sí, sino más bien el en sí superado, es el retorno no esencial en su goce del individuo a sí mismo. Ella misma necesita, por tanto, ser vivificada; y el movimiento de su reflexión consiste en que la riqueza, que sólo es para sí, devenga en y para sí, en que la riqueza, que es la esencia superada, devenga la esencia; es así como cobra su propio espíritu en ella misma. Y como ya antes se analizó la forma de este movimiento, bastará con que se determine aquí su contenido.

La conciencia noble no se relaciona, pues, aquí con el objeto como esencia en general, sino que es el ser para sí mismo, que es para ella algo extraño; encuentra ya su sí mismo como tal extrañado, como una realidad objetiva fija que tiene que recibir de otro ser para sí fijo. Su objeto es el ser para sí y, por tanto, lo suyo; pero, por el hecho de ser objeto, es al mismo tiempo y de un modo inmediato una realidad ajena que es ser para sí propio, propia voluntad, es decir, que ve su sí mismo en el poder de una voluntad extraña de la que depende el concedérselo o no.

La autoconciencia puede hacer abstracción de cada lado singular y, cualquiera que sea la sujeción en que se halle con respecto a uno de ellos, retiene siempre como esencia que es para sí su ser reconocido y su valer en sí. Pero, aquí, se ve, por el lado de su pura y más propia realidad o de su yo, fuera de sí y perteneciente a un otro, ve su personalidad como tal dependiente de la personalidad contingente de otro, de la contingencia de un instante, de una arbitrariedad o de otra circunstancia indiferente cualquiera. En el estado de derecho se manifiesta lo que se halla bajo el poder de la esencia objetiva como un contenido contingente del que se puede hacer abstracción, y el poder no afecta al sí mismo como tal, sino que éste es más bien reconocido. Sin embargo, aquí, el sí mismo ve la certeza de sí como tal ser lo más inesencial, ve la absoluta impersonalidad ser la personalidad pura. El espíritu de su gratitud es, por consiguiente, tanto el sentimiento de esta profunda abyección como el de la más profunda sublevación. Par cuanto que el puro yo mismo se intuye a sí mismo fuera de sí y desgarrado, en este desgarramiento se ha desintegrado y se ha ido a pique todo lo que tiene continuidad y universalidad, lo que se llama ley, bueno y justo; se ha disuelto todo lo igual, pues lo que se halla presente es la más pura desigualdad, la absoluta inesencialidad de lo absolutamente esencial, el ser fuera de sí del ser para sí; el puro yo mismo se halla absolutamente desintegrado.

Por tanto, si es cierto que esta conciencia recobra de la riqueza la objetividad del ser para sí y la supera, sin embargo esa conciencia, en cuanto a su concepto, no sólo no se consuma como veíamos en la reflexión anterior, sino que queda para ella misma insatisfecha; la reflexión en la que el sí mismo se recibe como algo objetivo es la contradicción inmediata puesta en el puro yo mismo. Pero, como sí mismo, se halla al mismo tiempo, de un modo inmediato, por encima de esta contradicción, es la absoluta elasticidad que supera a su vez este ser superado del sí mismo, que repudia esta repudiación consistente en que su ser para sí devenga un algo extraño y que, rebelándose contra aquel recibirse a sí misma, en el mismo recibir es para sí.

[b) El lenguaje del desgarramiento]

Así, pues, como la relación de esta conciencia se halla vinculada con este absoluto desgarramiento, desaparece en su espíritu la diferencia de ser determinada como conciencia noble frente a la conciencia vil, y ambas son la misma conciencia. El espíritu de la riqueza benefactora puede, además, ser diferenciado del espíritu de la conciencia que recibe el beneficio y debe considerarse de un modo particular. El espíritu de la riqueza era el ser para sí carente de esencia, la esencia abandonada. Pero mediante su comunicación deviene en sí; habiendo cumplido su destino, que es sacrificarse, supera la singularidad de gozar solamente para sí y, como singularidad superada, es universalidad o esencia. Lo que comunica, lo que da a otros es el ser para sí. Pero no se entrega como una naturaleza privada de sí mismo, como la condición de la vida que se abandona simplistamente, sino como esencia autoconsciente, que se tiene para sí; no es la potencia inorgánica del elemento sabida como transitoria en sí por la conciencia que la recibe, sino que es la potencia que domina al sí mismo que se sabe independiente y arbitraria y que sabe, al mismo tiempo, que lo que dispensa es el sí mismo de otro. La riqueza comparte, pues, con el cliente la abyección, pero el lugar de la rebelión lo ocupa aquí la arrogancia. En efecto, de un lado, la riqueza, como el cliente, sabe el ser para sí como una cosa contingente; pero ella misma es esta contingencia en cuyo poder se halla la personalidad. En esta arrogancia que supone haber cambiado un yo mismo ajeno por un plato de lentejas y haber obtenido así el sojuzgamiento de su esencia más íntima, pasa por alto la íntima sublevación del otro; pasa por alto el sacudimiento completo de todas las trabas, este puro desgarramiento en el que, habiendo devenido plenamente desigual la igualdad consigo misma del ser para sí, todo lo igual, todo lo subsistente, es desgarrado y que, por consiguiente, desgarra sobre todo la suposición y el punto de vista del benefactor. La riqueza se halla de un modo inmediato ante este íntimo abismo, ante esta sima insondable en que todo punto de sustentación y toda sustancia han desaparecido; y en esta hondura no ve más que una cosa vulgar, un juego de su capricho, un accidente de su arbitrariedad; su espíritu es la suposición totalmente privada de esencia de ser la superficie abandonada por el espíritu.

Así como la autoconciencia tenía frente al poder del Estado su lenguaje, o el espíritu surgía entre estos extremos como el término medio real, así tiene también su lenguaje contra la riqueza, y aun más tiene su lenguaje la sublevación. Aquel lenguaje que da a la riqueza la conciencia de su esencialidad y se apodera así de ella es asimismo el lenguaje del halago, pero del halago innoble -pues lo que este lenguaje expresa como esencia lo sabe como la esencia abandonada, como la esencia que no es en sí. Pero el lenguaje del halago es, como ya se ha recordado más arriba, el espíritu todavía unilateral. En efecto, los momentos de este espíritu son, ciertamente, el sí mismo clarificado por la cultura del servicio en pura existencia y el ser en sí del poder. Sin embargo, el puro concepto, en el que el simple sí mismo y el en sí, aquel puro yo y esta pura esencia o pensamiento son lo mismo -esta unidad de ambos lados, entre los que se opera la acción reciproca, no es en la conciencia de este lenguaje; para ella, el objeto sigue siendo el en sí en oposición al sí mismo o, el objeto no es para ella, al mismo tiempo, su propio sí mismo como tal. Pero el lenguaje del desgarramiento es el lenguaje completo y el verdadero espíritu existente de este mundo total de la cultura. Esta autoconciencia, a la que corresponde la sublevación que rechaza su abyección, es de un modo inmediato la absoluta igualdad consigo misma en el absoluto desgarramiento, la pura mediación de la pura autoconciencia consigo misma. Es la igualdad del juicio idéntico, en el que una y la misma personalidad es tanto sujeto como predicado. Pero este juicio idéntico es, al mismo tiempo, el juicio infinito; pues esta personalidad es absolutamente desdoblada y sujeto y predicado son, sencillamente, entes indiferentes que nada tienen que ver uno con otro y sin unidad necesaria, hasta el punto de que cada uno es la potencia de una personalidad propia. El ser para sí tiene por objeto su ser para sí, sencillamente como un otro y al mismo tiempo de un modo igualmente inmediato como sí mismo -sí como un otro, pero no como sí éste tuviese otro contenido, sino que el contenido es el mismo sí mismo en la forma de absoluta contraposición y de un ser allí propio totalmente indiferente. Se halla, pues, presente aquí el espíritu de este mundo real de la cultura, autoconsciente en su verdad y de su concepto.

El espíritu es esta absoluta y universal inversión y extrañamiento de la realidad y del pensamiento; la pura cultura. Lo que se experimenta en este mundo es que no tienen verdad ni las esencias reales del poder y de la riqueza, ni sus conceptos determinados, lo bueno y lo malo, o la conciencia del bien y el mal, la conciencia noble y la conciencia vil; sino que todos estos momentos se invierten más bien el uno en el otro y cada uno es lo contrario de sí mismo. El poder universal, que es la sustancia, al llegar a través del principio de la individualidad, a su propia espiritualidad, recibe en él su propio sí mismo solamente como el nombre, y cuando es un poder real es más bien la esencia impotente que se sacrifica a sí misma. Pero esta esencia carente de sí mismo y abandonada o el sí mismo convertido en cosa es más bien el retorno de la esencia a sí misma; es el ser para sí que es para sí, la existencia del espíritu. Los pensamientos de estas esencias, de lo bueno y lo malo, se invierten asimismo en este movimiento; lo determinado como bueno es malo; lo determinado como malo es bueno. Juzgada la conciencia de cada uno de estos momentos como la conciencia noble y la conciencia vil, resulta que cada uno de ellos es más bien, en verdad, lo inverso de lo que estas determinaciones debieran ser: la conciencia noble es vil y abyecta, la mismo que la abyección se trueca en la nobleza de la libertad más cultivada de la autoconciencia. Todo es asimismo, considerado formalmente, al exterior, lo inverso de lo que es para sí; y, a su vez, lo que es para sí, no lo es en verdad, sino algo distinto de lo que quiere ser, el ser para sí es más bien la pérdida de sí mismo y el extrañamiento de sí más bien la autoconservación. Lo que se da es, pues, que todos los momentos ejercen una justicia universal el uno con respecto al otro, y viceversa, que cada uno de ellos en sí mismo se extraña así como se forma en su contrario y lo invierte de este modo.


Pero el espíritu verdadero es precisamente esta unidad de los extremos absolutamente separados, y cabalmente cobra existencia él mismo como su término medio por la libre realidad de estos extremos carentes de sí mismo. Su ser allí es el hablar universal y el juzgar desgarrador, en el que todos aquellos momentos que debían valer como esencias y miembros reales del todo se disuelven y que es igualmente este juego de disolución consigo mismo. Este juzgar y hablar es, por tanto, lo verdadero y lo incoercible, que lo domina todo; aquello de que sólo y verdaderamente hay que ocuparse en este mundo. Cada parte de este mundo llega, pues, al resultado de que su espíritu es enunciado o de que con espíritu se habla y se dice de ella lo que es. La conciencia honrada toma cada momento como una esencialidad permanente y es la no cultivada carencia de pensamiento el no saber que ella obra asimismo lo inverso. En cambio, la conciencia desgarrada es la conciencia de la inversión, y además de la inversión absoluta; lo dominante en ella es el concepto que reúne los pensamientos desperdigados para la conciencia honrada y cuyo lenguaje es, por tanto, pleno de espíritu.

[c) La vanidad de la cultura]

El contenido del discurso que el espíritu dice de sí y en torno a sí mismo es, por tanto, la inversión de todos los conceptos y realidades, el fraude universal cometido contra sí mismo y contra los otros, y la impudicia de expresar este fraude es precisamente y por ello mismo la más grande verdad. Este discurso es la chifladura de aquel músico que "amontonaba y embrollaba, todas revueltas, treinta arias italianas, francesas, trágicas, cómicas y de toda suerte de caracteres; que tan pronto descendía a los infiernos con una voz de bajo profundo como desgarraba las altas esferas celestiales con voz de falsete y desgañitándose, adoptando sucesivamente un tono furioso, calmado, imperioso y burlón".* Para la conciencia tranquila que pone honradamente la melodía de lo bueno y de lo verdadero en la igualdad de los tonos, es decir, en un rasgo uniforme, este discurso se manifiesta como "un revoltijo de sabiduría y de locura, como una mezcla de sagacidad y bajeza, de ideas al mismo tiempo certeras y falsas, de una inversión completa de sentimientos, de una total desvergüenza y de una franqueza y una verdad completas. No puede renunciar a adoptar todos estos tonos y a recorrer de arriba abajo y de abajo arriba toda la escala de los sentimientos, desde el más profundo desprecio y la más profunda abyección hasta la más alta admiración y la emoción más sublime; pero poniendo en estos últimos sentimientos un tinte de ridículo que los desnaturaliza"; en cambio, los primeros presentan en su misma franqueza un rasgo de conciliación y en su conmovedora profundidad el rasgo que todo lo domina y que restituye el espíritu a sí mismo.

Si ahora, y por contraste con el discurso de esta confusión clara ante sí misma, consideramos el discurso de aquella conciencia simple de lo verdadero y lo bueno, vemos que, frente a la elocuencia abierta y consciente de sí del espíritu de la cultura, sólo puede ser monosílabo; pues la tal conciencia no puede decir al espíritu nada que éste mismo no sepa y diga. Si más allá de lo monosilábico, dice, por tanto, lo mismo que el espíritu expresa, comete, además, con ello, la torpeza de suponer que dice algo nuevo y distinto. Incluso sus monosílabos, las palabras vil o vergonzoso, son ya esta torpeza, pues ya las dice el espíritu de sí mismo. Este espíritu, en su discurso, invierte todo lo monótono, porque esta igualdad consigo mismo es solamente una abstracción y es en su realidad la inversión en sí misma, y si, por el contrario, la conciencia recta toma bajo su protección lo bueno y lo noble, es decir, lo que en su exteriorización se mantiene igual a sí mismo, de la única manera que aquí es posible, es decir, de tal modo que no pierda su valor porque se halle enlazado a lo malo o mezclado con ello, pues esto es su condición y su necesidad y en ello estriba la sabiduría de la naturaleza -por donde esta conciencia, cuando supone contradecir, no hace más que resumir el contenido del discurso del espíritu de un modo trivial, que, carente de pensamiento, al hacer lo contrario de lo noble y lo bueno condición y necesidad de lo bueno y lo noble, supone decir algo distinto de esto, lo que se llama lo noble y lo bueno es en su esencia lo inverso de sí mismo, así como lo malo es, a la inversa, lo excelente.

Si la conciencia simple sustituye este pensamiento carente de espíritu con la realidad de lo excelente, exponiendo esto en el ejemplo de un caso imaginario o de una anécdota verídica y muestra así que no es un nombre vacuo, sino que es presente, entonces, la realidad universal del obrar invertido se contrapondrá a todo el mundo real, en el que aquel ejemplo sólo constituirá, por tanto, algo completamente singular, una especie; y presentar el ser allí de lo bueno y lo noble como una anécdota singular, sea imaginaria o verídica, es lo más amargo que pueda decirse de él. Finalmente, si la conciencia simple exige la disolución de todo este mundo de la inversión, no puede pedir al individuo que se aleje de dicho mundo, pues Diógenes en el tonel se halla condicionado por aquel mundo, y la exigencia hecha al singular es precisamente lo que vale como lo malo, a saber, el cuidarse para sí como singular. Pero, dirigida a la individualidad universal, la exigencia de este alejamiento no puede significar que la razón abandone de nuevo la conciencia espiritual formada a la que ha llegado, que vuelva a hundir la riqueza desplegada de sus momentos en la simplicidad del corazón natural y que recaiga en el salvajismo y la cercanía de la conciencia animal a que se da también el nombre de naturaleza o inocencia; sino que la exigencia de esta disolución sólo puede ir dirigida al espíritu mismo de la cultura para que retome a sí mismo como espíritu, desde su confusión, y alcance así una conciencia todavía más alta.

Pero, de hecho, ya el espíritu ha llevado a cabo en sí mismo todo esto. El desgarramiento de la conciencia, consciente de sí mismo y que se expresa, es la carcajada de burla sobre el ser allí, así como sobre la confusión del todo y sobre sí mismo; y es, al mismo tiempo, el eco de toda esta confusión, que todavía se escucha. Esta vanidad de toda realidad y de todo concepto determinado, vanidad que se escucha a sí misma, es la reflexión dual del mundo real en sí mismo; de una parte, en este sí mismo de la conciencia, como éste y, de otra parte, en la pura universalidad del mismo, o en el pensar. Por aquel lado, el espíritu que ha llegado a sí ha dirigido la mirada al mundo de la realidad y la tiene todavía como su fin y contenido inmediato; pero, por el otro, su mirada se dirige en parte solamente sobre sí mismo y negativamente contra este mundo, alejándose en parte de él para volverse hacia el cielo y teniendo como su objeto el más allá.

En aquel lado del retorno al sí mismo, es la vanidad de todas las cosas su propia vanidad, o él mismo es vano. Es el sí mismo que es para sí, que no sólo sabe enjuiciarlo todo y charlar acerca de todo, sino que sabe enunciar en su contradicción y con riqueza de espíritu tanto las esencias fijas de la realidad como las determinaciones fijas que pone el juicio, y esta contradicción es su verdad. Considerado en cuanto a la forma, lo sabe todo extrañado de sí mismo, el ser para sí separado del ser en sí; lo supuesto y el fin separados de la verdad; y de ambos, a su vez, separado el ser para otro, lo pretextado separado de la apreciación auténtica y de la cosa y la intención verdaderas. Sabe, por tanto, enunciar certeramente todo momento frente al otro y, en general la inversión de todos; sabe mejor que este mismo lo que cada uno es, determinado como él quiera. Como conoce lo sustancial por el lado de la desunión y de la pugna que en sí unifica, pero no por el lado de esta unidad, sabe enjuiciar muy bien lo sustancial, pero ha perdido la capacidad de captarlo. Esta vanidad necesita, pues, de la vanidad de todas las cosas para darse, derivándola de ellas, la conciencia del sí mismo, lo que significa que la engendra por sí mismo y es el alma que lo sostiene. Poder y riqueza son los supremos fines de su esfuerzo, y sabe que mediante su renunciación y su sacrificio se forma como lo universal, llega a la posesión de esto y tiene, en esta posesión, validez universal; poder y riqueza son las potencias reconocidas como reales. Pero esta su validez es, a su vez, vana; y precisamente al apoderarse el sí mismo del poder y la riqueza, sabe que no son esencias autónomas, sino más bien su potencia y que ésta es vana. El hecho de que, aun poseyendo el poder y la riqueza se halla por sí mismo fuera de ellos lo presenta en el lenguaje rico en espíritu que es, por tanto, su supremo interés y la verdad del todo y, en él alcanza validez espiritual, verdaderamente universal, este sí mismo como este puro sí mismo que no pertenece a las determinaciones reales ni a las determinaciones pensadas. El sí mismo es la naturaleza desgarrada ella misma de todas las relaciones y el consciente desgarramiento de ellas; pero sólo como autoconciencia sublevada sabe su propio desgarramiento, y en este saber de él se ha elevado de un modo inmediato por sobre él. En aquella vanidad, todo contenido deviene un algo negativo que ya no puede captarse positivamente; el objeto positivo es sólo el puro yo mismo, y la conciencia desgarrada es en sí esta pura igualdad consigo misma de la autoconciencia que ha retornado a sí.

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