martes, 13 de mayo de 2008

La fe y la pura intelección

b. La fe y la pura intelección

1. El pensamiento de la fe

El espíritu del extrañamiento de sí mismo tiene en el mundo de la cultura su ser allí, pero, por cuanto que este todo se ha extrañado a sí mismo, más allá de este mundo está el mundo irreal de la pura conciencia o del pensamiento. Su contenido es lo puramente pensado, y el pensar su elemento absoluto. Pero, siendo el pensar primeramente sólo el elemento de este mundo, la conciencia sólo tiene estos pensamientos, pero ella todavía no los piensa o no sabe que son pensamientos, sino que sólo son para ella bajo la forma de la representación. Pues la conciencia sale de la realidad para entrar en la conciencia pura, pero por sí misma es todavía, en general, en la esfera y la determinabilidad de la realidad. La conciencia desgarrada sólo es en sí la igualdad consigo misma de la pura conciencia para nosotros, pero no para sí misma. Sólo es, por tanto, la elevación inmediata, todavía no consumada en sí, y tiene todavía en sí su principio contrapuesto por el que está condicionada, sin haberse adueñado de él por el movimiento mediado. De aquí que para ella la esencia de su pensamiento no valga como esencia solamente en la forma del en sí abstracto, sino en la forma de una realidad común, de una realidad que sólo ha sido elevada a otro elemento, sin haber perdido en éste la determinabilidad de una realidad no pensada. Esa esencia debe diferenciarse esencialmente del en sí que es la esencia de la conciencia estoica; para ésta sólo valía la forma del pensamiento como tal, que tiene un contenido cualquiera extraño a ella y tomado de la realidad; pero para aquella conciencia lo que vale no es la forma del pensamiento -y asimismo [se distingue esencialmente] del en sí de la conciencia virtuosa, para quien la esencia se halla, ciertamente, en relación con la realidad, para quien es esencia de la realidad misma, pero solamente, por el momento, esencia irreal para aquella conciencia vale, sin embargo, aunque más allá de la realidad, como esencia real. Y, asimismo, lo en sí justo y bueno de razón legisladora y lo universal de la conciencia que examina las leyes no tienen tampoco la determinación de la realidad. Si, por tanto, dentro del mundo de la cultura misma, el puro pensar caía como un lado del extrañamiento, a saber, como la pauta de lo bueno y lo malo abstracto en el juicio, al atravesar el movimiento del todo se ha enriquecido con el momento de la realidad y, por consiguiente, con el del contenido. Pero esta realidad de la esencia es, al mismo tiempo, solamente una realidad de la pura conciencia, no de la conciencia real; aunque elevada al elemento del pensar, todavía no vale para esta conciencia como un pensamiento, sino que más bien es para él más allá de su propia realidad; pues aquélla es la evasión de ésta.

La religión -pues es claro que de ella se habla- se presenta aquí como la fe del mundo de la cultura; no se presenta todavía tal y como es en y para sí. Ya se nos ha manifestado en otras determinabilidades, a saber, como conciencia desventurada, como figura del movimiento carente de sustancia de la conciencia misma. La religión se manifiesta también en la sustancia ética, como fe en el mundo subterráneo, pero la conciencia del espíritu que ha expirado no es propiamente fe, no es la esencia puesta en el elemento de la pura conciencia más allá de lo real, sino que tiene ella misma una presencia inmediata; su elemento es la familia. Pero, aquí, la religión, de una parte, ha brotado de la sustancia y es pura conciencia de la misma; y, en parte, es esta pura conciencia extrañada de su conciencia real, la esencia extrañada de su ser allí. Ya no es, pues, ciertamente, el movimiento carente de sustancia de la conciencia, pero tampoco es determinabilidad de la oposición frente a la realidad como ésta en general y contra la de la autoconciencia en particular; es, por tanto, esencialmente, sólo una fe.

Esta pura conciencia de la esencia absoluta es una conciencia extrañada. Hay que examinar más de cerca cómo se determina aquello de que es un otro y debe considerarse solamente en relación con éste. Primeramente, en efecto, esta pura conciencia sólo parece tener en frente de ella el mundo de la realidad; pero, en cuanto que es la evasión de ésta, y con ello, la determinabilidad de la oposición, tiene esta determinabilidad en ella misma; por tanto, la pura conciencia es esencialmente extrañada en ella misma, y la fe constituye solamente un lado de ella. Y el otro lado ha nacido ya, al mismo tiempo, para nosotros. La pura conciencia es, así, en efecto, la reflexión desde el mundo de la cultura de tal modo que la sustancia de ella, así como las masas en que se estructura, se mostraban tal y como lo que en sí son, como esencialidades espirituales, como movimientos absolutamente inquietos o determinaciones que se superan de un modo inmediato en su contrario. Su esencia, la conciencia simple, es, por tanto, la simplicidad de la diferencia absoluta que no es de un modo inmediato ninguna diferencia. Es, con ello, el puro ser para sí, no como de este singular, sino el sí mismo universal en sí como movimiento inquieto que ataca y penetra la esencia quieta de la cosa. En él se da, pues, la certeza que se sabe a sí misma de un modo mediato como verdad, el puro pensar como el concepto absoluto en la potencia de su negatividad, que, cancelando toda esencia objetiva del deber ser frente a la conciencia, hace de ella un ser de la conciencia. Esta pura conciencia es, al mismo tiempo, igualmente simple, precisamente porque su diferencia no es ninguna diferencia. Pero la conciencia, como esta forma de la simple reflexión en sí es el elemento de la fe, en que el espíritu tiene la determinabilidad de la universalidad positiva, del ser en sí frente a aquel ser para sí de la autoconciencia. Replegado de nuevo sobre sí desde el mundo carente de esencia que sólo se disuelve, el espíritu, con arreglo a la verdad, es en una unidad inseparable tanto el movimiento absoluto y la negatividad de su manifestarse como su esencia en sí satisfecha y su quietud positiva. Pero estos dos momentos, que yacen en general bajo la determinabilidad del extrañamiento, se desdoblan como una conciencia dual. Aquél es la pura intelección, como el proceso espiritual compendiado en la autoconciencia, proceso que tiene frente a sí la conciencia de lo positivo, la forma de la objetividad o de la representación y se orienta en contra de ella; peso su objeto propio es solamente el puro yo. La conciencia simple de lo positivo o de la quieta igualdad consigo mismo tiene como objeto, por el contrario, la esencia interior como esencia. Por tanto, la pura intelección no tiene primeramente en ella misma ningún contenido, porque es el negativo ser para sí; a la fe, por el contrario, pertenece el contenido sin intelección. Mientras que aquélla no se sale de la autoconciencia, ésta tiene su contenido, ciertamente, también en el elemento de la pura autoconciencia, pero en el pensar, no en conceptos; en la pura conciencia, no en la pura autoconciencia. Así, la fe es, ciertamente, pura conciencia de la esencia, es decir, del interior simple y es, por tanto, pensar -el momento principal en la naturaleza de la fe, momento que ordinariamente se pasa por alto. La inmediatez con que la esencia es en él estiba en que su objeto es esencia, es decir, puro pensamiento. Pero esta inmediatez, en tanto que el pensar entra en la conciencia o la pura conciencia entra en la autoconciencia, adquiere la significación de un ser objetivo que yace más allá de la conciencia del sí mismo. Mediante esta significación que la inmediatez y la simplicidad del puro pensar cobran en la conciencia es como la esencia de la fe desciende del pensar a la representación y deviene un mundo suprasensible, que es esencialmente un otro de la autoconciencia. Por el contrario, en la pura intelección tiene el tránsito del puro pensar a la conciencia la determinación contrapuesta; la objetividad tiene la significación de un contenido solamente negativo que se supera y retorna al sí mismo, es decir, que sólo el sí mismo es propiamente ante sí el objeto o, que el objeto sólo tiene verdad en tanto que tiene la forma del sí mismo.

2. El objeto de la fe

Como la fe y la pura intelección pertenecen ambas al elemento de la pura conciencia, son también ambas el retorno desde el mundo real de la cultura. Se ofrecen, por tanto, con arreglo a tres lados. Una vez, cada momento es, fuera de toda relación, en y para sí; la segunda vez cada uno se relaciona con el mundo real contrapuesto a la pura conciencia, y la tercera vez cada uno se refiere al otro, dentro de la pura conciencia.

El lado del ser en y para sí en la conciencia creyente es su objeto absoluto, cuyo contenido y cuya determinación se han dado ya. En efecto, el objeto absoluto no es, según el concepto de la fe, otra cosa que el mundo real elevado a la universalidad de la pura conciencia. La estructuración de este mundo real constituye también, por tanto, la organización del primero, sólo que, en éste, las partes, en su espiritualización, no se extrañan, sino que, siendo esencias que son en y para sí, son espíritus que han retornado a sí y han permanecido en sí mismos. Por tanto, el movimiento de su tránsito sólo para nosotros es un extrañamiento de la determinabilidad en la que son en su diferencia y solamente para nosotros son una serie necesaria; pero, para la fe su diferencia es una diversidad quieta y su movimiento un acaecer.

Para designar brevemente estas partes con arreglo a la determinación exterior de su forma, así como en el mundo de la cultura el poder del Estado o lo bueno era lo primero, así también aquí lo primero es la esencia absoluta, es el espíritu que es en y para sí, en tanto que es la sustancia eterna simple. Pero, en la realización [Realisierung] de su concepto de ser espíritu, esta sustancia pasa al ser para otro, su igualdad consigo misma deviene esencia absoluta real que se sacrifica; deviene el sí mismo, pero un sí mismo perecedero. De ahí que lo tercero sea el retorno de este sí mismo extrañado y de la sustancia degradada a su simplicidad primera; sólo de este modo es representada la sustancia como espíritu.

Estas esencias diferentes, replegadas sobre sí mismas a través del pensar desde la mutación del mundo real, son los espíritus eternos e inmutables cuyo ser es el pensar la unidad que ellos constituyen. Estas esencias, sustraídas así a la autoconciencia, se introducen sin embargo en ella; si la esencia fuese inconmovible en la forma de la primera sustancia simple, permanecería extraña a la autoconciencia. Pero la enajenación de esta sustancia y luego su espíritu tienen el momento de la realidad en la autoconciencia y se hacen así coparticipes de la autoconciencia creyente o la conciencia creyente pertenece al mundo real.

Con arreglo a este segundo comportarse, la conciencia creyente tiene, de una parte, ella misma su realidad en el mundo real de la cultura y constituye su espíritu y su ser allí que ya se ha considerado; pero, de otra parte, este espíritu se enfrenta a esta su realidad como a lo vano y es el movimiento de superarla. Este movimiento no consiste en que la conciencia creyente tenga una conciencia rica en espíritu acerca de su inversión; pues la conciencia creyente es la conciencia simple que cuenta lo rico en espíritu entre lo vano, porque esto sigue teniendo como su fin el mundo real. Sino que al reino quieto de su pensar se enfrenta la realidad como una existencia carente de espíritu que, por tanto, hay que sobrepasar de un modo exterior. Esta obediencia al culto y a la adoración hace surgir, mediante la superación del saber sensible y del obrar, la conciencia de la unidad con la esencia que es en y para sí, pero no como unidad real intuida, sino que este culto es solamente el continuo hacer surgir, que no alcanza completamente su meta en la presencia. La comunidad alcanza, ciertamente, esta meta, pues es la autoconciencia universal; pero para la autoconciencia singular el reino del puro pensar sigue siendo necesariamente un más allá de su realidad o, en tanto que éste ha entrado en la realidad por la enajenación de la esencia eterna, es una realidad sensible aconceptual; pero una realidad sensible permanece indiferente frente a la otra, y el más allá ha recibido solamente, además, la determinación del alejamiento en el espacio y en el tiempo. Sin embargo, el concepto, la realidad del espíritu presente ante sí misma, permanece en la conciencia creyente como lo interior que es todo y actúa, pero que no emerge él mismo.

3. La racionalidad de la pura intelección

Pero, en la pura intelección, lo único real es el concepto; y este tercer lado de la fe, el ser objeto para la pura intelección, es propiamente el comportamiento en que aquí se presenta. La pura intelección misma debe asimismo considerarse, en parte, en y para sí y en parte en comportamiento con el mundo real, en tanto que se halla presente aun de manera positiva, como conciencia vana y, en parte, finalmente, en aquel comportamiento ante la fe.

Ya hemos visto lo que es la pura intelección en y para sí; como la fe es la pura conciencia quieta del espíritu como esencia, así es también la autoconciencia de ésta; por tanto, sabe la esencia, no como esencia, sino como sí mismo absoluto. Tiende, por consiguiente, a superar toda independencia que sea otra que la de la autoconciencia, ya sea la de lo real o la de lo que es en sí, y a convertirla en concepto. No sólo es la certeza de la razón autoconsciente de ser toda verdad, sino que sabe que es esto.

Pero, si el concepto de la pura intelección ha surgido, no se ha realizado [realisiert] todavía. Su conciencia se manifiesta todavía, según esto, como una conciencia contingente singular, y lo que para ella es la esencia como el fin que tiene que realizar. Sólo se propone, por ahora, hacer universal la pura intelección, es decir, convertir todo lo que es real en concepto, y en un concepto en todas las autoconciencias. La intención es pura, pues tiene como contenido la pura intelección; y ésta es asimismo pura, pues su contenido es solamente el concepto absoluto, que no tiene oposición alguna en un objeto ni es tampoco limitado en él mismo. En el concepto ilimitado se hallan de un modo inmediato los dos lados, el de que todo lo objetivo sólo tiene la significación del ser para sí, de la autoconciencia, y el de que esto tiene la significación de un universal, el de que la pura intelección se haga patrimonio de todas las autoconciencias. Este segundo lado de la intención es resultado de la cultura en tanto que en él se han derrumbado tanto las diferencias del espíritu objetivo, las partes y las determinaciones judicativas de su mundo, como las diferencias que se manifiestan como naturalezas originariamente determinadas. El genio, el talento y las capacidades particulares en general pertenecen al mundo de la realidad en tanto que éste lleva en sí todavía el lado de ser reino animal del espíritu que, en mutua violencia y confusión, lucha por las esencias del mundo real y se engaña a sí mismo. Es cierto que las diferencias no tienen cabida en él como espèces honradas; ni la individualidad se contenta con la cosa misma irreal, ni tiene un contenido particular y fines propios, sino que sólo vale como algo universalmente valedero, a saber, como algo cultivado; y la diferencia se reduce a la mayor o menor energía -a una diferencia de magnitud, es decir, no esencial. Pero esta última diversidad se ha ido a pique al trocarse la diferencia en una diferencia absolutamente cualitativa en el total desgarramiento de la conciencia. Lo que aquí es para el yo lo otro es solamente el yo mismo. En este juicio infinito se ha cancelado toda unilateralidad y toda peculiaridad del originario ser para sí; el sí mismo se sabe ser su objeto como puro sí mismo; y esta igualdad absoluta de los dos lados es el elemento de la pura intelección. Es, por tanto, la simple esencia indiferenciada en sí, y asimismo la obra universal y la universal posesión. En esta sustancia espiritual simple la autoconciencia se da y se mantiene igualmente en todo objeto la conciencia de esta su singularidad o del obrar, lo mismo que, a la inversa, la individualidad de la misma es aquí igual a sí misma y universal. Esta pura intelección es, por tanto, el espíritu que grita a todas las conciencias: sed para vosotras mismas lo que todas sois en vosotras mismas: racionales.

No hay comentarios: