Por tanto, aquello mediante lo cual el individuo tiene aquí validez y realidad es la cultura. La verdadera naturaleza originaria y la sustancia del individuo es el espíritu del extrañamiento del ser natural. Esta enajenación es, por consiguiente, tanto fin como ser allí del individuo; y es, al mismo tiempo, el medio o el tránsito tanto de la sustancia pensada a la realidad como, a la inversa, de la individualidad determinada a la esencialidad. Esta individualidad se forma como lo que en sí es, y solamente así es en sí y tiene un ser allí real; en cuanto tiene cultura, tiene realidad y potencia. Aunque el sí mismo se sabe aquí realmente como este sí mismo, su realidad consiste, sin embargo, en la superación del sí mismo natural; la naturaleza determinada originaria se reduce, por tanto, a la diferencia no esencial de la magnitud, a una mayor o menor energía de la voluntad. Pero el fin y el contenido de ésta sólo pertenecen a la sustancia universal misma y sólo pueden ser un universal; la particularidad de una naturaleza que deviene fin y contenido es algo impotente e irreal; es una especie que se esfuerza en vano y ridículamente por ponerse en obra; es la contradicción consistente en atribuir a lo particular la realidad que es inmediatamente lo universal. Por tanto, si de un modo falso se pone la individualidad en la particularidad de la naturaleza y del carácter, no se encontrarán en el mundo real individualidades ni caracteres algunos, sino que los individuos tendrán el mismo ser allí los unos para los otros; aquella pretendida individualidad sólo será precisamente el ser allí supuesto, que en este mundo, en que sólo cobra realidad lo que se enajena a sí mismo y, por tanto, solamente lo universal, carece de permanencia. Lo supuesto vale, por tanto, como lo que es, como una especie. Especie [Art] no es, aquí, exactamente, lo mismo que espèce, "el más temible de todos los apodos, ya que designa la mediocridad y expresa el más alto grado del desprecio".* Especie [Art] y ser bueno en su especie [in seiner Art], son expresiones alemanas que dan a este significado un matiz honesto, como si no se quisiera decir algo tan malo o como si, de hecho, dichas expresiones no entrañasen todavía la conciencia de lo que es la especie y de lo que es la cultura y la realidad.
Lo que, en relación con el individuo singular, se manifiesta como su cultura es el momento esencial de la sustancia misma, a saber, el tránsito inmediato de su universalidad pensada a la realidad o el alma simple de ella que hace que el en sí sea algo reconocido y tenga un ser allí. El movimiento de la individualidad que se forma es, por tanto, de un modo inmediato, el devenir de esta individualidad como de la esencia objetiva universal, es decir, el devenir del mundo real. Este, aunque haya devenido por medio de la individualidad, es para la autoconciencia algo inmediatamente extrañado y tiene para ella la forma de una realidad fija. Pero, cierta al mismo tiempo de que este mundo es su sustancia, la autoconciencia tiende a apoderarse de él; y adquiere este poder sobre él por medio de la cultura, que, vista por este lado, se manifiesta como la autoconciencia que se pone en consonancia con la realidad en la medida en que se lo consiente la energía del carácter originario y del talento. Lo que aquí se manifiesta como la fuerza del individuo bajo la que entra la sustancia, superándose así, es lo mismo que la realización de dicha sustancia. En efecto, el poder del individuo consiste en ponerse en consonancia con la sustancia, es decir, en enajenarse su sí mismo y, por tanto, en ponerse como la sustancia objetiva que es. Su cultura y su propia realidad son, por tanto, la realización de la sustancia misma.
[a) Lo bueno y lo malo, el poder del Estado y la riqueza]
El sí mismo sólo es real ante sí como superado. Por tanto, no constituye para él la unidad de la conciencia de sí mismo y del objeto, sino que éste es para él lo negativo de sí. Por consiguiente, mediante el sí mismo como el alma la sustancia es desarrollada en sus momentos de tal modo que lo contrapuesto anima a lo otro, cada término da subsistencia al otro mediante su extrañamiento, y asimismo la recibe de él. Al mismo tiempo, cada momento tiene su determinabilidad como una invencible validez y tiene también una firme realidad frente al otro. El pensamiento fija esta diferencia del modo más universal mediante la absoluta contraposición de lo bueno y lo malo, que, repeliéndose mutuamente, nunca pueden llegar a ser, de ningún modo, lo mismo. Pero, este ser fijo tiene como alma el tránsito inmediato a lo contrapuesto; la existencia es más bien la inversión de su determinabilidad en la contrapuesta, y solamente este extrañamiento es la esencia y la conservación del todo. Este movimiento realizador y esta animación de los momentos es lo que ahora tenemos que considerar; el extrañamiento se extrañará a su vez y, por medio de él, el todo se recobrará a sí mismo en su concepto.
Hay que considerar primeramente la sustancia simple misma en la organización inmediata de sus momentos que son allí, pero todavía inanimados. Así como la naturaleza se despliega en sus elementos universales, de los cuales el aire es la esencia permanente, puramente universal y translúcida -el agua la esencia siempre sacrificada, -el fuego su unidad animadora, que disuelve siempre lo opuesto a él, lo mismo que desdobla en él su simplicidad, -y la tierra, por último, el nudo firme de esta estructuración y el sujeto de estas esencias como de su proceso, su punto de partida y su retorno, -así también la esencia interior o el espíritu simple de la realidad autoconsciente se desdobla, como un mundo, en masas universales, pero espirituales del mismo tipo, -en la primera masa, la esencia espiritual en sí universal, igual a sí misma, en la segunda, la esencia que es para sí, que ha devenido desigual en sí, que se sacrifica y se entrega, -y en la tercera, que en tanto que autoconciencia es sujeto y tiene inmediatamente en ella misma la fuerza del fuego; en la primera esencia es ella consciente de sí como del ser en sí, mientras que en la segunda tiene el devenir del ser para sí a través del sacrificio de lo universal. Pero el espíritu mismo es el ser en y para sí del todo que se desdobla en la sustancia como permanente y en la sustancia como la que se sacrifica y que, asimismo, la recobra de nuevo en su unidad, tanto como la llama devoradora que la consume cuanto como la figura permanente de ella misma. Como vemos, estas esencias corresponden a la comunidad y a la familia del mundo ético, pero sin poseer el espíritu hogareño que éstas tienen; por el contrario, sí el destino es algo extraño a este espíritu, la autoconciencia es y se sabe aquí como la potencia real de dichas esencias.
Debemos considerar estos miembros tanto como son primeramente dentro de la pura conciencia como pensamientos o siendo en sí cuanto como esencias objetivas del modo como son representadas en la conciencia real. En aquella forma de la simplicidad, la primera esencia, como la esencia igual a sí misma, inmediata e inmutable, de todas las conciencias, es lo bueno, la potencia espiritual independiente del en sí, junto a la cual el movimiento de la conciencia que es para sí sólo es algo concomitante. Lo otro, por el contrario, es la esencia espiritual pasiva o lo universal, en tanto que se abandona y deja que los individuos tomen de ella la conciencia de su singularidad; es la esencia nula, lo malo. Este absoluto devenir disuelto de la esencia es, a su vez, permanente; así como la primera esencia es base, punto de partida y resultado de los individuos y éstos son en ella puramente universales, la segunda es, por el contrario, de una parte, el ser para otro que se sacrifica y, de otra parte, y precisamente por ello, su constante retorno a sí mismo como lo singular y su permanente devenir para sí.
Pero estos pensamientos simples de lo bueno y lo malo son, asimismo, pensamientos inmediatamente extrañados de sí; son reales y son en la conciencia real como momentos objetivos. Así, la primera esencia es el poder del Estado, la otra es la riqueza. El poder del Estado es, lo mismo que la sustancia simple, la obra universal, -la cosa absoluta misma en que se enuncia a los individuos su esencia y que en su singularidad sólo es, simplemente, conciencia de su universalidad; -y es, asimismo, la obra y el resultado simple, del que desaparece el hecho de provenir de su acción; permanece como la base absoluta y la subsistencia de todos sus actos. Esta simple sustancia etérea de su vida es, mediante esta determinación de su inmutable igualdad consigo misma, ser, y con ello, solamente ser para otro. Es, por tanto, en sí, de modo inmediato, lo contrapuesto a sí mismo, riqueza. Aunque ésta es, ciertamente, lo pasivo o lo nulo, es asimismo esencia espiritual universal y también el resultado en constante devenir del trabajo y de la acción de todos, del mismo modo que se disuelve de nuevo en el goce de todos. Es cierto que en el goce la individualidad deviene para sí o como individualidad singular, pero este goce mismo es resultado de la acción universal, a la vez que hace surgir el trabajo universal y el goce de todos. Lo real tiene simplemente la significación espiritual de ser de un modo inmediato universal. Cada singular supone indudablemente, en este momento, que obra de un modo egoísta; pues es éste el momento en que se da la conciencia de ser para sí y, por tanto, no lo toma como algo espiritual; pero, aun visto este momento solamente por el lado externo, se muestra que, en su goce, cada cual da a gozar a todos y en su trabajo trabaja tanto para todos como para sí mismo, al igual que todos trabajan para él. Su ser para sí es, por tanto, en sí universal y el egoísmo algo solamente supuesto, que no puede llegar a hacer real aquello que se supone, es decir, hacer de ello algo que no beneficie a todos.
[b) El juicio de la autoconciencia: la conciencia noble y la conciencia vil]
En estas dos potencias espirituales reconoce, pues, la autoconciencia su sustancia, su contenido y su fin; intuye en ello su doble esencia: en una de ellas su ser en sí, en la otra su ser para sí. Pero la autoconciencia es, al mismo tiempo, en tanto que el espíritu, la unidad negativa de su subsistencia y de la separación de la individualidad y lo universal, o de la realidad y el sí mismo. Señorío y riqueza son, por tanto, presentes para el individuo como objetos, es decir, como cosas de que el individuo se sabe libre y entre las que supone que puede optar, o incluso quedarse sin elegir ninguna de las dos. El individuo, como esta conciencia libre y pura, se enfrenta a la esencia como a algo que es solamente para él. Y tiene, así, la esencia como esencia en sí. En esta pura conciencia, los momentos de la sustancia no son para él el poder del Estado y la riqueza, sino los pensamientos de lo bueno y lo malo. Pero la autoconciencia es, además, la relación de su conciencia pura con su conciencia real, de lo pensado con la esencia objetiva, es esencialmente el juicio. De la determinación inmediata de ambos lados de la esencia real ha resultado ya, ciertamente, cuál de los dos es el bueno y cuál el malo; aquí es el poder del Estado, éste la riqueza. Sin embargo, este primer juicio no puede considerarse como un juicio espiritual, pues en él uno de los lados se ha determinado solamente como el que es en sí o el lado positivo y el otro solamente como el que es para sí y el lado negativo. Pero, como esencias espirituales, cada uno de ellos es la compenetración de ambos momentos y no se agota, por tanto, en aquellas determinaciones; y la autoconciencia que con ellos se relaciona es en y para sí; tiene, por tanto, que relacionarse con cada uno de ellos de un doble modo, desentrañándose así su naturaleza, que consiste en ser determinaciones extrañadas de sí mismas.
Para la autoconciencia es ahora bueno y en sí aquel objeto en que se encuentra a sí misma y malo aquél en que encuentra lo contrario de sí; lo bueno es la igualdad de la realidad objetiva con ella, lo malo su desigualdad. Al mismo tiempo, lo que es para ella bueno y malo es bueno y malo en sí, pues es precisamente aquello en que estos dos momentos del ser en sí y del ser para ella son lo mismo: la autoconciencia es el espíritu real de las esencias objetivas, y el juicio la demostración de su poder en ellas, que hace de ellas lo que son en sí. Su criterio y su verdad no es cómo estas esencias objetivas sean en sí mismas de un modo inmediato, lo igual o lo desigual, es decir, el en sí o el para sí abstracto, sino lo que son en la relación del espíritu con ellas: su igualdad o desigualdad con respecto a él. La relación entre el espíritu y estas esencias, que, puestas primeramente como objetos, se convierten gracias a él en el en sí, deviene al mismo tiempo su reflexión en sí mismas, mediante la cual adquieren un ser espiritual real; y lo que es su espíritu surge. Pero, así como su primera determinación inmediata se distingue de la relación que el espíritu guarda con ellas, así también el tercer momento, su propio espíritu, se distinguirá del segundo. Ante todo, el segundo en sí de estas esencias, que surge por la relación del espíritu con ellas, tiene que resultar ya diferente del en sí inmediato, ya que esta mediación del espíritu mueve más bien la determinabilidad inmediata y la convierte en algo distinto.
Según esto, la conciencia que es en y para sí encuentra, indudablemente, en el poder del Estado su esencia simple y su subsistencia en general, pero no su individualidad como tal; encuentra en él, indudablemente, su ser en sí, pero no su ser para sí; más bien encuentra en él el obrar, como obrar singular, negado y sometido a obediencia. Ante este poder, el individuo se refleja, pues, en sí mismo; el poder del Estado es para él la esencia opresora y lo malo, pues en vez de ser lo igual, es sencillamente lo desigual con respecto a la individualidad. La riqueza, por el contrario, es lo bueno; tiende al goce universal, se entrega y procura a todos la conciencia de su sí mismo. La riqueza es bienestar universal en sí; y sí niega algún beneficio y no complace todas y cada una de las necesidades, esto constituye una contingencia que no menoscaba para nada su esencia necesaria universal, que es comunicarse a todos los singulares y ser una donadora con miles de manos.
Estos dos juicios dan a los pensamientos de lo bueno y lo malo un contenido que es lo contrario del que tenían para nosotros. Ahora bien, la autoconciencia sólo se ha referido, hasta ahora, de un modo incompleto a sus objetos, pues sólo se ha referido a ellos con arreglo a la pauta del ser para sí. Pero la conciencia es también esencia que es en sí y tiene que tomar también este lado suyo como pauta, por medio de la cual se lleva a término el juicio espiritual. Por este lado, le expresa el poder del Estado su esencia; este poder es, de una parte, la ley estable y, de otra, el gobierno y el mandato que ordenan los movimientos singulares del obrar universal: lo uno es la sustancia simple misma, lo otro el obrar, que se anima y mantiene a sí mismo y anima y mantiene a todos. El individuo encuentra, por tanto, expresados, organizados y actualizados así su fundamento y su esencia. Por el contrario, con el goce de la riqueza el individuo no experimenta su esencia universal, sino que adquiere solamente la conciencia precaria y el goce de sí mismo como una singularidad que es para sí y de la desigualdad con su esencia. Los conceptos de lo bueno y lo malo asumen aquí, por tanto, un contenido contrapuesto al anterior.
Cada una de estas dos maneras de juzgar encuentra una igualdad y una desigualdad; la primera conciencia enjuiciadora encuentra que el poder del Estado es desigual y el goce de la riqueza igual a ella; la segunda, por el contrario, encuentra que el poder del Estado es igual a ella y el goce de la riqueza desigual. Se trata de un doble encuentro de igualdad y de un doble encuentro de desigualdad, de una relación contrapuesta con las dos esencialidades reales. Debemos juzgar nosotros mismos este distinto enjuiciamiento, para lo cual tenemos que aplicar la pauta ya establecida. La relación de igualdad encontrada de la conciencia es, según esto, lo bueno, la relación de desigualdad encontrada lo malo; y estos dos modos de la relación deben de ahora en adelante mantenerse como diversas figuras de la conciencia misma. Al comportarse de diverso modo, la misma conciencia cae bajo la determinación de la diversidad de ser buena o mala, y no porque tenga como principio el ser para sí o el puro ser en sí, pues ambos son momentos igualmente esenciales; el doble enjuiciamiento que ha sido considerado presentaba los principios separados y entraña, por tanto, solamente modos abstractos de juzgar. La conciencia real por el contrario, tiene en ella ambos principios y la diferencia recae solamente en su esencia, o sea en la .relación de sí misma con lo real [Reales].
El modo de esta relación es el contrapuesto: uno es el comportamiento hacia el poder del Estado y la riqueza como hacia algo igual, otro el comportamiento como hacia algo desigual. La conciencia de la relación de igualdad encontrada es la conciencia noble. En el poder público considera lo igual a ella misma, el que la conciencia encuentre en él su esencia simple y el ejercicio de ésta, poniéndose al servicio de la obediencia real y del respeto interior con respecto a él. Y, del mismo modo, en la riqueza, la conciencia ve lo que le procura la conciencia de su otro lado esencial, del ser para sí; la considera, por tanto, igualmente como esencia en relación consigo y reconoce como benefactor a quien debe gratitud a aquel que le ha proporcionado su goce.
La conciencia de la otra relación es, por el contrarío, la conciencia vil, que mantiene firme la desigualdad con respecto a las dos esencialidades, que ve, por tanto, en el poder de dominio una traba y una opresión del ser para sí y, por consiguiente, odia al que manda sólo lo obedece con alevosía y está siempre dispuesto a sublevarse; y en la riqueza, que le lleva al goce de su ser para sí, ve también solamente la desigualdad, a saber, la desigualdad con respecto a la esencia permanente; como sólo por medio de ella alcanza la conciencia de la singularidad y del goce perecedero, ama a la riqueza, pero la desprecia, y con la desaparición del goce, de lo que en sí tiende a desaparecer, ve desaparecer también su relación con lo rico.
Ahora bien, estas relaciones expresan solamente el juicio, la determinación de lo que son las dos esencias como objeto para la conciencia, pero aun no en y para sí. La reflexión representada en el juicio, de una parte, sólo es para nosotros un poner de una y de otra determinación y, por tanto, una igual superación de ambas, pero aun no la reflexión de ellas para la conciencia misma. De otra parte, son esencias solamente de un modo inmediato, sin que hayan llegado a serlo, ni sean en sí mismas autoconciencia; aquello para lo que son no es todavía lo que las anima; son predicados que aun no son ellos mismos sujeto. Por virtud de esta separación, también la totalidad del enjuiciamiento espiritual se desdobla todavía en dos conciencias, cada una de las cuales se halla bajo una determinación unilateral. Ahora bien, así como primeramente la indiferencia de los dos lados del extrañamiento -uno el del en sí de la pura conciencia, a saber, el de los pensamientos determinados de lo bueno y lo malo, otro de su ser allí como poder del Estado y riqueza-, se elevaba a una relación entre ambos, es decir, a un juicio, así también esta relación exterior habrá de elevarse a unidad interior o a relación entre el pensamiento y la realidad, haciendo surgir el espíritu de las dos figuras del juicio. Esto acaece cuando el juicio se convierte en silogismo, en movimiento mediador en el que surgen la necesidad y el término medio de las dos partes del juicio.
[c) El servicio y el consejo]
En el juicio, la conciencia noble se encuentra, pues, frente al poder del Estado, de tal modo que éste no es todavía un sí mismo sino solamente, por el momento, la sustancia universal, pero de la que dicha conciencia es consciente como de su esencia, como del fin y del contenido absoluto. Manteniéndose así en una actitud positiva en relación con ella, se comporta de un modo negativo con respecto a sus propios fines, a su particular contenido y ser allí, y los hace desaparecer. La conciencia noble es el heroísmo del servicio, -la virtud que sacrifica el ser singular a lo universal y de este modo lleva esto al ser allí, -la persona que renuncia a la posesión y al goce de sí misma y actúa y es real para el poder vigente.
A través de este movimiento, lo universal se une con el ser allí en general, del mismo modo que la conciencia que es allí se forma mediante esta enajenación en esencialidad. Aquella conciencia al servicio de la cual se extraña ésta es su conciencia hundida en el ser allí; pero el ser extrañado es el en sí; mediante esta formación adquiere, pues, el respeto de sí misma y el de los otros. Y el poder del Estado, que era solamente, por el momento, lo universal pensado, el en sí, deviene precisamente mediante este movimiento lo universal que es, la potencia real. Sólo es esta potencia en la obediencia real, que adquiere mediante el juicio de la autoconciencia según el cual es la esencia y mediante el libre sacrificio de ella. Este obrar, que agrupa la esencia y el sí mismo, hace brotar la doble realidad; se hace brotar a sí como lo que tiene una realidad verdadera y hace brotar el poder del Estado como lo verdadero que vale.
Pero, por medio de este extrañamiento, el poder del Estado no es todavía una autoconciencia que se sabe como poder del Estado; es solamente su ley o un en sí, que vale; no tiene todavía una voluntad particular, pues la autoconciencia servidora no ha enajenado todavía su puro sí mismo, vivificando al poder del Estado con ello, sino solamente con su ser; sólo le ha sacrificado su ser allí, pero no su ser en sí. La autoconciencia vale como lo que es conforme a la esencia, es reconocida en gracia a su ser en sí. Los otros encuentran en ella actualizada su esencia, pero no su ser para sí; encuentran que se cumple de ese modo su pensamiento o su conciencia pura, pero no su individualidad. Por tanto, esta, autoconciencia vale en el pensamiento de ellos y es honrada. Es el orgulloso vasallo que actúa en beneficio del poder del Estado, en la medida en que éste no es una voluntad propia, sino una voluntad esencial, y que sólo tiene ante sí validez en este honor, solamente en la representación esencial de la suposición universal, pero no en la suposición agradecida de la individualidad, ya que no ha ayudado a ésta a elevarse a su ser para sí. Su lenguaje, si se comportase ante la voluntad propia del poder del Estado, que aun no ha llegado a ser, sería el consejo emitido para el bien universal.
El poder del Estado sigue, por tanto, careciendo de voluntad con respecto al consejo y no decide entre las diversas suposiciones acerca del bien universal. No es todavía gobierno ni es aun, por tanto, en verdad, un poder real del Estado. El ser para sí, la voluntad que aun no se ha sacrificado como voluntad, es el espíritu interior apartado de los estamentos, que, hablando del bien universal, se reserva frente a esto su bien particular y se inclina a convertir esta palabrería acerca del bien universal en un sustituto de la acción. El sacrificio del ser allí que se lleva a cabo en el servicio, sólo es completo cuando llega hasta la muerte; pero el peligro de la muerte misma, cuando es superado y se sobrevive a él, deja en que un determinado ser allí y, por tanto, un para sí particular, que hace ambiguo y sospechoso el consejo en pro del bien universal y que, de hecho, se reserva la propia suposición y la voluntad particular frente al poder del Estado. Este ser para sí sigue, pues, comportándose de un modo desigual con respecto al poder del Estado y cae bajo la determinación de la conciencia vil, consistente en que está siempre dispuesta a sublevarse.
Esta contradicción que el ser para sí tiene que superar, bajo esta forma en que es desigual con respecto a la universalidad del poder del Estado contiene al mismo tiempo la forma de que aquella enajenación del ser allí, al consumarse, es decir, con la muerte, es por ella misma una enajenación que es, y no una enajenación que retorna a la conciencia -de que ésta no la sobrevive y es en y para sí, sino que solamente pasa a lo contrario no conciliado. El verdadero sacrificio del ser para sí sólo es, por tanto, aquel en que se entrega, de un modo tan total como en la muerte, pero manteniéndose igualmente en esta enajenación; el ser para sí deviene con ella real, como lo que es en sí, como la unidad idéntica de sí mismo y de sí como lo contrapuesto. Por el hecho de que el espíritu interior separado, el sí mismo como tal, surge y se extraña, es elevado al mismo tiempo el poder del Estado a un sí mismo propio; del mismo modo, sin este extrañamiento, los actos del honor, de la conciencia noble y los consejos de su intelección seguirían siendo lo ambiguo que encubriera todavía aquella celada aparte de la intención particular y la terquedad.
*Del diálogo de Diderot, El sobrino de Rameau.
La cita está tomada de la traducción entonces inédita de Goethe, 1805.
La cita está tomada de la traducción entonces inédita de Goethe, 1805.
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