miércoles, 7 de mayo de 2008

c. Estado de derecho

c. Estado de derecho

1. La validez de la persona

La unidad universal a la que retorna la unidad viva inmediata de la individualidad y de la sustancia es la comunidad sin espíritu que ha cesado de ser la sustancia ella misma inconsciente de los individuos y en la que éstos valen ahora, con arreglo a su ser para sí singular, como esencias autónomas y sustancias. Lo universal desperdigado en los átomos de la absoluta multiplicidad de los individuos, este espíritu muerto, es una igualdad en la que todos valen como cada uno, como personas. Lo que en el mundo de la eticidad se llamaba la ley divina oculta ha salido, de hecho, de su interior a la realidad; en aquel mundo, el individuo singular sólo valía y era realmente como la universal sangre de la familia. Como este singular, él era el espíritu que había expirado y carente del sí mismo; ahora ha salido de su irrealidad. Por ser la sustancia ética solamente el espíritu verdadero, el individuo singular retorna a la certeza de sí mismo; es aquella sustancia como lo universal positivo, pero su realidad es ser un sí mismo universal negativo. Hemos visto a las potencias y las figuras del mundo ético hundirse en la necesidad simple del destino vacío. Este poder del mundo ético es la sustancia que se refleja en su simplicidad; pero la esencia absoluta que se refleja en sí, precisamente aquella necesidad del destino vacío, no es otra cosa que el yo de la autoconciencia.

Este yo vale según esto, de aquí en adelante, como la esencia que es en y para sí; este ser reconocido es su sustancialidad; pero es la universalidad abstracta, porque su contenido es este sí mismo rígido, y no el disuelto en la sustancia.

Por tanto, aquí, la personalidad ha salido de la vida de la sustancia ética; es la independencia realmente valedera de la conciencia. El pensamiento irreal de ella, que deviene mediante la renuncia a la realidad, se presentaba antes como la autoconciencia estoica; y como ésta surgía del señorío y la servidumbre, como el ser allí inmediato de la autoconciencia, la personalidad surge del espíritu inmediato que es la voluntad universal dominante de todos y asimismo su obediencia servidora. Lo que para el estoicismo sólo era el en sí en la abstracción, es ahora mundo real. El estoicismo no es otra cosa que la conciencia que reduce a su forma abstracta el principio del estado de derecho, la independencia carente de espíritu; mediante su evasión de la realidad sólo alcanzaba el pensamiento de la independencia; es absolutamente para sí por el hecho de que no vincula su esencia a un ser allí cualquiera, sino que [pretende] superar todo ser allí y pone su esencia solamente en la unidad del puro pensamiento. Del mismo modo, el derecho de la persona no se vincula ni a un ser allí más rico o más poderoso del individuo como tal ni tampoco a un espíritu vivo universal, sino más bien al puro uno de su realidad abstracta o a este uno como autoconciencia en general.

2. La contingencia de la persona

Ahora bien, así como la independencia abstracta del estoicismo presentaba su realización, ésta repetirá el movimiento de aquélla. Aquélla pasa a la confusión escéptica de la conciencia en un desvarío de lo negativo, que vaga, carente de figura, de una continencia a otra del ser y del pensamiento, disolviéndolas, ciertamente, en la absoluta independencia, pero volviendo también a engendrarlas, y que de hecho sólo es la contradicción entre la independencia y la dependencia de la conciencia. Del mismo modo, la independencia personal del derecho es más bien esta misma confusión universal y esta mutua disolución. Pues lo que vale como la esencia absoluta es la autoconciencia como el puro uno vacío de la persona. Frente a esta universalidad vacía tiene la sustancia la forma de la plenitud y del contenido, y éste queda ahora en plena libertad y no ordenado; en efecto, ya no se halla presente el espíritu que lo sojuzgaba y lo mantenía coherente, en su unidad. Por tanto, este uno vacío de la persona es, en su realidad, un ser allí contingente y un moverse y obrar sin esencia, que no alcanza consistencia alguna. Así, pues, como el escepticismo, el formalismo del derecho carece, en virtud de su concepto, de un contenido propio, encuentra ante sí un múltiple subsistir, la posesión, y le imprime la misma universalidad abstracta que aquél y que da a la posesión el nombre de propiedad. Pero, mientras que la realidad así determinada se llama en el escepticismo apariencia en general y tiene solamente un valor negativo, en el derecho tiene un valor positivo. Aquel valor negativo consiste en que lo real tiene la significación del sí mismo como pensamiento, como lo universal en sí, mientras que este valor positivo consiste en que lo real es lo mío en el sentido de la categoría, como una validez reconocida y real. Ambas cosas son el mismo universal abstracto; el contenido real o la determinabilidad de lo mío -ya se trate de una posesión exterior o de una riqueza interior o de la pobreza del espíritu y el carácter- no se contiene en esta forma vacía ni tiene nada que ver con ella. Pertenece, por tanto, a un poder propio, que es otro que el universal formal y que es el acaso y lo arbitrario. La conciencia del derecho experimenta, por tanto, en su validez real misma más bien la pérdida de su realidad y su completa inesencialidad, y llamar a un individuo una persona es la expresión del desprecio.

3. La persona abstracta, el señor del mundo

La libre potencia del contenido se determina de tal modo que la dispersión en la absoluta pluralidad de los átomos personales se concentra al mismo tiempo, por virtud de la naturaleza de esta determinabilidad, en un punto extraño a ellos e igualmente carente de espíritu, punto que, de una parte, es, lo mismo que la rigidez de su personalidad, una realidad puramente singular, pero que, en oposición con su singularidad vacía, tiene al mismo tiempo, para ellos, la significación de todo contenido y, por tanto, de la esencia real y es, frente a la realidad supuestamente absoluta de ellos, pero en sí carente de esencia, la potencia universal y la realidad absoluta. Este señor del mundo es ante sí, de este modo, la persona absoluta, que abarca en sí, al mismo tiempo, toda existencia y para cuya conciencia no existe ningún espíritu superior. Es persona, pero la persona solitaria que se enfrenta a todos; estos todos constituyen la válida universalidad de la persona, pues el singular como tal sólo es verdadero como pluralidad universal de la singularidad; separado de ésta, el sí mismo solitario es, de hecho, el sí mismo irreal carente de fuerza. Al mismo tiempo, es la conciencia del contenido, que se ha enfrentado a aquella personalidad universal. Pero este contenido, liberado de su potencia negativa, es el caos de las potencias espirituales, que, desencadenadas como esencias elementales, en salvaje orgía, se lanzan unas contra otras con loca furia destructora; su autoconciencia sin fuerza es el precario valladar y el terreno de su tumulto. Sabiéndose así como suma y compendio de todas las potencias reales, este señor del mundo es la autoconciencia desenfrenada que se sabe como el Dios real; pero, por cuanto que sólo es el sí mismo formal que no acierta a domeñar aquellas potencias, su movimiento y su goce de sí son también el desmedido frenesí.

El señor del mundo tiene la conciencia real de lo que es, de la potencia universal de la realidad, en la violencia destructora que ejerce contra el sí mismo de sus súbditos enfrentado a él. Pues su potencia no es la unidad del espíritu en que las personas reconocían su propia autoconciencia, sino que éstas son más bien como personas para sí y eliminan de la absoluta rigidez de su puntualidad la continuidad con otros; por tanto, se hallan en una relación solamente negativa tanto entre sí como respecto a aquel que es su relación o su continuidad. Como esta continuidad es él la esencia y el contenido de su formalismo, pero el contenido extraño a ellas y la esencia hostil que supera más bien precisamente lo que para ellas vale como su esencia, el ser para sí vacío de contenido; -y que, como la continuidad de su personalidad, destruye cabalmente ésta. Por tanto, la personalidad jurídica, al hacerse valer en ella el contenido a ella extraño -que se hace valer en ellas porque es su realidad-, experimenta más bien su carencia de sustancia. Por el contrario, el socavamiento destructor de este terreno carente de esencia se da la conciencia de su omnipotencia, pero este sí mismo es simple devastación y, por consiguiente, sólo fuera de sí y más bien el desechar su autoconciencia.

Así está constituido el lado en que es real la autoconciencia como esencia absoluta. Pero la conciencia repelida sobre sí desde esta realidad piensa esta su no esencialidad; veíamos más arriba a la independencia estoica del puro pensamiento pasar a través del escepticismo y encontrar su verdad en la conciencia desventurada, la verdad consistente en su ser en y para sí. Si este saber sólo se manifestaba entonces como el unilateral modo de ver de la conciencia como tal, aquí pasa a ocupar su lugar la verdad real. La cual consiste en que esta validez universal de la autoconciencia es la realidad para ella extraña. Esta validez es la realidad universal del sí mismo, pero es también, de un modo inmediato, la inversión; es la pérdida de su esencia. La realidad del sí mismo no presente en el mundo ético se ha logrado mediante su retorno a la persona: lo que en aquel mundo era uno se presenta ahora desarrollado, pero extrañado de sí.

No hay comentarios: